viernes, 2 de agosto de 2024

Diario. Viernes, 2 de agosto de 2024

 San Miguel de Salinas

viernes, 2 de agosto de 2024


6:30

Abro la iglesia. Primera genuflexión del día.

Hoy no es jueves, pero celebramos la memoria de Pedro Julián Eymard —funadir de los sacramentinos—  y va a ser, si Dios quiere, un viernes eucarístico. 

Pedro Julián fue canonizado por Juan XXIII en 1962. El papa dijo de él que había sido un perfecto adorador de la eucaristía. Me gusta esta anécdota: tenía cinco años cuando algien lo vio con la cabeza apoyada en cierto sagrario, co o un san Juan reclinado sobre el pecho de Jesús. ¿Cuántos santos, enamorados de la Eucaristía, habrán hecho gestos así de ingenuos y de naturales sin que nadie los viera? 

Voy a contar las genuflexiones que hago hoy. Otros cuentan —y hacen bien— las sentadillas, las flexiones, las contorsiones, las calorías, los litros de agua que consumen a diario. 

Desayuno en la panadería porque no hay leche en la casa abadía. 

7:00

Salgo para el hospital. 

En la oración colecta de la memoria de san Pedro Julián Eymard pedimos «recibir la misma riqueza que él encontró en este divino sacramento». Sí, este va a ser un viernes eucarístico, si Dios quiere, y más de uno se hará rico. 

Después de la misa una sorpresa agradable. Subo —recitando el Adoro te devote—los ochenta y un escalones que van de la capilla a la azotea del hospital y no solamente descubro que el ritmo de las palabras se acompasa magníficamente con el ejercicio sino que —sorpresa agradable— la recitación termina exactamente cuando alcanzo el último escalón. Me felicito y tomo nota. 

A las 9:15 salgo para San Miguel. 

A las 10:00, después de cerrar las ventanas de la casa abadía y de bajar las persianas y de desinsectarlo todo y de descucarachizarlo todo, voy a la iglesia. No olvido mi propósito de contar las genuflexiones. 

La amable enfermera que me atendió la última vez que fui a recoger  los resultados de mis análisis me recomendo que hiciera ejercicio. Por eso empecé lo de subir tres veces por semanas desde la capilla hasta la azotea del hospital. Formulé, entonces, otro propósito: subir, cada día, hasta el campanario. Hoy lo he puesto en práctica. Son cincuenta y siete escalones, aunque más altos e irregulares que los del hospital. 

He encontrado a Joan charlando con David Penward en el rincón de San Miguel. Joan lo negaría, pero lo cierto es que David la ha tomado como consejera espiritual. Después de quedarse viudo, el desconsuelo lo condujo hasta la iglesia de San Miguel en la que, al parecer, encontraba cierto alivio para su pena. De hecho, venía cada día, se arrodillaba en el último banco y pasaba un buen rato sollozando. Así lo conocimos. Fue Joan quien se atrevió a acercarse a él y a ofrecerle su amistad. Charlaron un buen rato en el rincón de San Miguel. Entonces supimos que nunca había sido bautizado y que deseaba, más que nada en el mundo, poder participar en la Eucaristía. Joan se encargó de su catequesis. Cuando tuvo que volver a Inglaterra durante tres meses, le presté mi ejemplar del Catechism of the Catholic Church. Se lo zampó de cabo a rabo  y volvió con un mintón de preguntas  para Joan. Con permiso del obispo lo bauticé y lo confirmé un año después. Desde entonces comulga a diario y es fácil encontrarlo sentado en El Paseo con su rosario antes de la misa. También es fácil encontrarlo, como hoy, sentado con Joan en el rincón de San Miguel. 

A  las diez y cuarto me he sentado en el mejor confesonario de la diócesis. A la capillla se accede por unas soberbias puertas del siglo XVIII que por fuera son oscuras y todo los sobrias que pueden ser unas puertas de estilo rococó pero, al abrirse, despliegan un impresionante colorido de dorados, plateados, rojos y verdes. Tanto al cubículo del penitente como al del sacerdote se puede entrar en silla de ruedas. Ya dentro, aire acondicionado y conexión a Internet. ¿No es maravilloso?

Recuerdo que, ayer, don AFM hablaba del cura de Ars y ponía en duda el testimonio según el cual alguna vez llegó a estar dieciseis horas oyendo confesiones. El recuerdo me lleva a formular un propósito: poner en el confesonario una imagen del cura de Ars. Ya hay una imagen del arcángel San Miguel —una esculturita de pasta—, un cuadro de San Vicente Ferrer con la leyenda TIMETE DEVM ET DATE ILLI HONOREM. QVIA. VENIT. HORA IVDICII EIVS, y una reproducción de La Crucifixión del El Greco que me trajo Wilder de Colombia. 

Tercia. 

También recuerdo una anécdota que contó ayer don AFM. Al parecer, después de pasar más de una hora en el confesonario, cierto sacerdote comentó a otro: «hoy no ha venido nadie a confesarse». Entonces el otro le advirtió: «Has dejado encendida la lucecita roja durante todo el tiempo». El recuerdo me lleva a mirar el interruptor de las luces que avisan «libre» u «ocupado». Sí, en efecto, también yo llevo más de media hora sentado en el confesonario con la lucecita roja encendida. 

A las once, misa de once.  Hoy la congregación es más numerosa de lo habitual porque ha venido una familia entera para ofrecer la misa por un difunto. Al terminar la misa, doña Nati anuncia una buena nueva: han dejado ciento quince dólares en el cestillo de la colecta. ¡Bendito sea Dios!

Carlos entra en la sacristía con su sobrina Carmen que, cada día, viene a recoger las dos piruletas que le regala Teresa: una para ella y otra para su hermano Roque. 

Un penitente pide confesión. Muy bien. 

No olvido mi propósito  de contar las genuflexiones. 

12:15

La temperatura en la casa abadía es de 29º C. Fuera, 31ºC. Una temperatura bastante baja para el mes de agosto. Muy bien. 

Leo el Sermón 31 de los Sermones Parroquiales, tomo 2. Está fechado en la fiesta de los santos apóstoles Simón y Judas del año 1834 —el mismo año en que fue ordenado sacerdote Pedro Julián Eymard— y habla del celo por la verdad. Aunque con muchos matices y con mucho respeto, acusa a la Iglesia de Roma de haberse convertido en una fuerza política. 

Dejo los Sermones Parroquiales y reanudo la lectura de Newman, His Life and Spirituality, de Louis de Bouyer. 1816 fue el año de la primera conversión de Newman y también —casualmente— el año en que un niño francés llamado Pedro Julián, reclinaba su cabeza junto a la puerta del sagrario y, sorprendido por su hermana, le explicaba: «Es que lo escucho y lo entiendo mejor así». 



A la hora de comer encuentro en casa de doña Nati a Irene y  R —que se van— y a Gracia y José María, que se quedan. Carlos Alcaráz está dándole una paliza rápida a su rival canadiense que parece un buen muchacho. Lo celebramos. 



Después de comer me he unido por Twich al rosario dirigido por el obispo en desagravio por las ofensas a la Eucaristía. Viernes eucarístico. 

A las seis, el funeral de José en Los Montesinos. Al salir de la casa abadía —a eso de las cinco y media— me he cruzado con Teresa que venía de limpiar la iglesia. Al llegar a la parroquia de Nuestra Señora del Pilar, me ha saludado  un joven de unos veinte años cuya cara me era conocida. En la sacristía me han dicho su nombre y he caído en la cuenta: ¡Rubén, claro! Fue uno de los primeros seres humanos que empezó a seguirme cuando abrí mi cuenta en Instagram. Nunca nos habíamos visto en persona. Es uno de los nietos del difunto José. Al terminar la misa me he acercado a saludarlo y a darle el pésame. 

Luego compra en Más y Más, cena ligera en casa y, trasteando un poco en Twitter (luego X) me meto en un charco profundísimo y declaro que estos JJOO serían de muy triste memoria si no fuera por Alcaraz. Empezaron como empezaron y están donde están: con un maromo argelino dándole una paliza a una italiana que parece una buena chica y con una medalla para el maromo. 



Hoy he subido ciento treinta y ocho escalones —contando solamente los del hospital y los del campanario— y he hecho veinticinco genuflexiones ante el Santísimo.

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