sábado, 1 de julio de 2023

Bonus odor Christi

 Hablando a sus apóstoles, dice Jesús: «El que os recibe a vosotros me recibe a mí». Luego, dirigiéndose a todos, añade: «El que dé de beber, aunque no sea más que un vaso de agua fresca a uno de estos pobrecillos, solo porque es mi discípulo, no perderá su paga, os lo aseguro». 

Vamos a ver esto más despacio. ¿Quienes son los apóstoles a  los que Jesús dijo: «El que os recibe a vosotros me recibe a mí?».

Jesús eligió doce apóstoles. Uno de ellos lo traicionó y ya no cuenta. Los otros once fueron fieles. Ante todo a esos once que fueron fieles les dijo Jesús: «El que os recibe a vosotros me recibe a mí». Y así fue: esos once apóstoles y san Matías que sustituyó a Judas y san Pablo a quien Cristo hizo apóstol de los gentiles, hicieron presente a Cristo hasta los confines del mundo conocido entonces. Quien los recibió a ellos, recibió al mismo Cristo. 

Claro que hoy esos primeros apóstoles han muerto. Pero antes de morir dejaron sucesores en las iglesias que fundaron. Los obispos son sucesores de los apóstoles y también a ellos, si son fieles, les dice Jesús: «El que os recibe a vosotros me recibe a mí». Y también en ellos se cumple la palabra de Cristo: quien recibe a un obispo fiel, recibe al mismo Cristo. ¿Es que puede haber un obispo infiel? Pues, hombre, si Judas, apóstol de Cristo, no fue fiel, entra dentro lo posible que algún obispo, sucesor de los apóstoles, no sea fiel. Y entonces, simplemente, no cuenta. Quien recibe a un obispo infiel no recibe a Cristo. 

Estamos también los sacerdotes que somos colaboradores de los obispos. También a nosotros nos dice Jesús: «Quien a vosotros recibe, a mí me recibe». Por eso es tan importante que los sacerdotes seamos fieles a Cristo y que prediquemos todo y solo lo que Dios ha revelado y la Iglesia nos enseña: el Credo, los sacramentos, los mandamientos de Dios y de la Iglesia y la oración. 

Pero en la Iglesia, además, hay diáconos, religiosos y laicos que, sin ser sacerdotes, han tomado en serio la llamada de Jesús al apostolado. Algunos son catequistas en la parroquia, otros participan en obras apostólicas de la Iglesia, otros se esfuerzan por transmitir la fe en sus casas y en sus ambientes de trabajo. Y a todos ellos, si son fieles, les dice Jesús: quien a vosotros recibe, a mí me recibe». Si son fieles: porque un diácono o un catequista o un cristiano cualquiera que, en vez de enseñar la doctrina luminosa y alegre de Cristo anda sembrando dudas o predicando la agenda 2030 y diciendo cosas que ni él entiende sobre el calentamiento global no hace presente a Cristo entre los que lo reciben sino a sí mismo, a un payaso. 

«El que os recibe a vosotros me recibe a mí». Se lo dijo Jesús a sus apóstoles, lo dice hoy a los obispos, nos lo dice a los sacerdotes y a todos los cristianos que se toman en serio su llamada al apostolado. Si somos fieles. Y esto es un gran honor, una muestra de confianza de Jesús. Pero es también una responsabilidad. La responsabilidad de ser fieles y de no andar usando el nombre de Cristo para enseñar doctrinas humanas. 

Queda esa otra palabra que Jesús dirige a todos: a sus apóstoles, a los obispos, a los curas, a los religiosos a los laicos e incluso a los ateos. «El que dé de beber, aunque no sea más que un vaso de agua fresca a uno de estos pobrecillos, solo porque es mi discípulo, no perderá su paga, os lo aseguro». Y también esa palabra de Jesús se ha cumplido y se cumplirá hasta el final de los tiempos. A los que creemos en él nos llama «pobrecillos». Si nosotros, pobrecillos, nos tratamos bien unos a otros, no quedaremos sin recmpensa. Si el obispo, pobrecillo, nos recibe porque creemos en Cristo, no quedará sin recompensa el obispo. Y si el ateo más ateo del mundo recibe bien al obispo o a nosotros, no quedará sin recompensa. Más de un ateo y más de un gran pecador han recibido el don de la fe porque han recibido a un pobrecillo de Cristo. Que se lo pregunten, si no, a san Francisco o a cualquiera de los santos pequeñitos que ni siquiera aparecen en santoral. 

Y ahora nosotros tenemos que preguntarnos si somos dignos de esa confianza de Cristo. ¿Recibe a Cristo quien me recibe a mí? ¿Llevo por todas partes, como santa María, el buen olor de Cristo? Si la respuesta es «no» aún nos quedan el sacramento de la penitencia y esta oración breve: «Santa María, refugio de los pecadores: ruega por nosotros».