sábado, 11 de octubre de 2014

Siervos de Dios, Apóstoles de Cristo.

Hoy Dios anuncia que ha preparado una gran fiesta en el Cielo, una boda, por más señas. 

Como no podemos imaginar ni el Cielo ni la alegría del Cielo, Dios lo pinta así 
un festín de manjares suculentos,
un festín de vinos de solera;
manjares enjundiosos, vinos generosos.
¿Quién está invitado a esta fiesta? Todos estamos invitados. ¿Todos? Sí, todos. También los grandes pecadores de la ETA y del EI y del Partido Animalista y de la Santa Iglesia Católica. Quien esto escribe es un gran pecador de la Santa Iglesia Católica y no desespera de su propia salvación porque ha sido invitado a la fiesta del Cielo -como todos-.

¿Qué debemos hacer para asistir a esa fiesta? En primer lugar debemos responder a esa invitación con agradecimiento. Así, por ejemplo: Gratias Tibi, Deus. Gratias Tibi. En segundo lugar debemos conservar nuestro traje de fiesta -el que se nos dio en el Bautismo- sin mancha hasta la Vida Eterna. Y en tercer lugar -llenos de agradecimiento y vestidos de fiesta- debemos ponernos en camino hacia el Cielo siguiendo los pasos de Jesús y diciendo a todos los que encontremos por el camino que también ellos han sido invitados.

Lo primero es responder a la invitación con una acción de gracias incesante. San Pablo decía lleno de alegría: A Dios, nuestro Padre, la gloria por los siglos de los siglos. Nosotros también estamos llamados a glorificar a  Dios que nos ha honrado tanto. Y a todas horas decimos: Gracias a Dios, Bendito sea Dios. 

Lo segundo es conservar sin mancha el traje bautismal. En el Cielo no podemos entrar vestidos de soberbia, de avaricia, de lujuria, de ira, de gula, de envidia y de pereza. En el bautismo se nos dio una vestidura de caridad; de amor a Dios y al prójimo. Se nos dio una vestidura adornada con la fe, la esperanza y todas las joyas que han brillado en los santos. Y no se nos entregó para que la guardásemos en el armario sino para que la vistiésemos todos los días de nuestra vida. Nunca se nos queda pequeña porque crece con nosotros y no se desgasta por el uso, al contrario, brilla más y más cuanto más nos acercamos al Cielo.

Lo tercero es ponerse en camino siguiendo las huellas de Cristo.

El Señor es mi pastor, nada me falta:
en verdes praderas me hace recostar;
me conduce hacia fuentes tranquilas
y repara mis fuerzas.

Me guía por el sendero justo,
por el honor de su nombre.
Aunque camine por cañadas oscuras,
nada temo, porque tú vas conmigo:
tu vara y tu cayado me sosiegan.

Preparas una mesa ante mi,
enfrente de mis enemigos;
me unges la cabeza con perfume,
y mi copa rebosa.

Tu bondad y tu misericordia me acompañan
todos los días de mi vida,
y habitaré en la casa del Señor
por años sin término. 
Un Apóstol de Cristo -como San Pablo- es así. Es alguien que corre hacia Cielo revestido de caridad y que, aunque encuentre muchas dificultades, ni teme ni se cansa porque -con razón- dice: Todo lo puedo en Aquel que me conforta.

A veces el Apóstol se encuentra con personas de paz que le abren las puertas de su casa y lo invitan a su mesa. Él da las gracias -está acostumbrado a dar las gracias- y come y bebe de lo que le ponen pero no se queda allí mucho tiempo. A esa gente de paz el Apóstol la bendice con la Paz y le anuncia la Gran Fiesta del Cielo a la que todos estamos invitados. Luego sigue su camino tras los pasos de Cristo.

Otras veces -siguiendo los pasos de Cristo- el Apóstol se encuentra con personas que no quieren saber nada de fiestas en el Cielo porque solamente piensan en su trabajo, en su dinero, en sus diversiones o en sus juguetitos. Él ni se enfada ni se desanima. Les anuncia que también ellos están invitados a la fiesta del Cielo y sigue su camino recordando que también él, en otro tiempo, anduvo enganchado a la playstation sin saber nada del Cielo.

Otras veces el Apóstol -siguiendo los pasos de Cristo- se encuentra con gente violenta que se burla de él, lo maltrata, lo apedrea -como hicieron con San Pablo y siguen haciendo con tantos hermanos nuestros- o lo matan como a Jesús. Y es entonces cuando más brilla su vestidura bautismal porque -sabiendo que Dios enjugará todas las lágrimas- responde con bendiciones a los ultrajes, perdona a todos, bendice a Dios y -sin saber cómo- después de tantas lágrimas y de tantas cosas buenas se halla en un banquete de bodas muy alegre y descubre que la novia es hermosísima y que todos la llaman María. Y piensa que, solo por eso, todo ha valido la pena, aunque la cosa no ha hecho más que empezar porque el Novio entrará en la sala del banquete con el Rey y dará gusto ver con qué cariño se pone a servir a todos, para siempre.