lunes, 27 de enero de 2020

Y EL NIÑO ROMPIÓ A HABLAR (Twit)

lunes, 27 de enero de 2020

Aquí un divertidísimo artículo de don Enrique García Máiquez:


Y aquí una colección moralizante de últimas palabras de cada día:
1. Mañana más. 
2. Cuéntame un cuento. 
3. ¡Qué bien!
4. Ahora y… e la… ho… ra de… nues…tra… mu…
5. ¡Oh!
6. Mañana será otro día.
7. Buenas noches, Padre Dios.
8. ¡Qué sueño!
9. ¡Se acabó la función!
10. ¿Quién teme al lobo feroz?

Un buen día don Enrique nos hablará de las primeras palabras de los niños que no siempre son —como se piensa— «mamá» o «papá».
Una mi sobrina dijo claramente «fonendoscopio» la primera vez que habló.
De mi hermano José Miguel —a quien Dios tenga en su Gloria— se cuenta que no habló hasta los cincos años. Un día que mis padres —agotados—  decidieron salir a dar un paseo en el coche para huir del bullicio casero pensaron: «Nos llevamos al pequeño que no habla». Y el niño rompió a hablar en la calle de Goya imitando la retransmisión de un partido de fútbol. Cuando llegaban a la Puerta de Hierro mis padres decidieron volver a casa y José Miguel aún estaba retransmitiendo el primer tiempo.
Y sé de uno que ahora es catedrático de Griegos y que, recién nacido, apartando su boca del nutricio pecho de su madre y antes de de quedarse dormido, habló de «los rosados dedos de la Aurora».

Twit 




viernes, 24 de enero de 2020

Descansa en paz, hermano

viernes, 24 de enero de 2020
A eso de las seis de esta tarde, víspera de San Francisco de Sales, mi hermano Juan Manuel ha comparecido ante el Justo Juez. Si no es por revelación particular, que yo no he tenido, nadie puede saber qué habrá resultado de ese inapelable juicio. Solamente podemos llorar un poco, rezar mucho y consolarnos con palabras de fe.
Mi hermana Arantxa me ha dado la noticia a las seis y veintidós minutos, cuando me disponía a entrar en la iglesia de Los Montesinos para celebrar la misa de las seis y media. Hemos ofrecido la Misa por él y, en el memento de difuntos, todos hemos llorado un poco. Al terminar, el monaguillo y la sacristana me han consolado mucho con palabras de fe. 
Juan Manuel nació en Madrid hace cosa de setenta años. Fue el segundo de los hijos de mis padres. Creció —pero nunca engordó— y adquirió un cuerpo recio y fuerte que le permitió, desde su adolescencia, destacar como tenista y vagar por la sierra de Guadarrama escalando cualquier pico que se le pusiera por delante. 
Antes de que terminase su adolescencia —y mucho antes de que yo adquiriera uso de razón— pidió la admisión en el Opus Dei. Debieron de admitirlo porque se fue de casa como es razón que hagan los seres humanos cuando tienen alas y pueden volar. 
Ahora que lo pienso, voló deprisa. Porque yo tenía nueve años cuando él ya estaba en Roma. Estudió Magisterio y Teologías. Muchos años depués leí su tesina intitulada La razón como lugar teológico en Melchor Cano. Iba encabezada por dos citas: una de Lutero y otra de Santo Tomás de Aquino. La de Lutero: La razón es la prostituta del diablo. La de Santo Tomás de Aquino: Todo lo que la razón puede alcanzar de la verdad no es suficiente para la plena sabiduría. 
Yo tenía trece años cuando él fue ordenado como presbítero en Barcelona. Empezó su ministerio sacerdotal en Bilbao y su herencia Elorza hizo que se sintiera allí como pez en el agua. 
Cinco años más tarde, mis padres lo llamaron muy preocupados porque yo les había dicho que también quería ser sacerdote y ellos no estaban muy seguros de que yo hubiera alcanzado aún el uso de razón. Vino a Madrid para interesarse por el fenómeno y charlamos largo rato. 
Cuatro años más tarde fui a Pamplona para el examen de ingreso en la flamante Facultad de Teologías. Juan Manuel me esperaba en la estación del tren con su sotana. Iba yo a abrazarlo y a besarlo pero me tendió la mano. Caí en la trampa, le tendí la mía y la estrujó como diciendo: «bienvenido al mundo de los adultos». Al salir de la estación un individuo le gritó: «¡Cuervo!». Era la primera vez en mi vida que oía a alguien insultando a un sacerdote y me inmuté no poco. Juan no se inmutó.. Sonrió y saludó al insultador levantando y agitando la mano como hace el Papa cuando saluda a las multitudes. 
Durante mis cinco años en Pamplona nos vimos con frecuencia allí y en San Sebastián. Al terminar mi Bachiller en Teologías fui a San Sebastián para enterarlo de mi nuevo proyecto: irme a Venezuela. Puso cara de póker y, nada más despedirme de él, debió de coger el teléfono para hacer algo que nunca le agradeceré bastante: llamó a un sabio sacerdote de Pamplona y le rogó que tratase de quitarme la idea de la cabeza. Al sabio sacerdote le faltó tiempo para invitarme a desayunar en el Hotel Los Tres Reyes y para convencerme de que lo mejor que podía hacer era ordenarme en Españita y que ya luego Dios diría. 
Estaba yo haciendo las maletas para volverme a Madrid cuando me llamó por teléfono (todavía no había teléfonos celulares en el mundo) y me dijo: me voy contigo a Madrid. Y se vino conmigo: primero hasta Madrid —donde comunicó a mis padres, para mi perplejidad, que se iba a Guatemala— y luego hasta Alicante donde yo había concertado una entrevista con el rector del Seminario. 
Ese verano del 87 volvió a Alicante para despedirse de mis padres y de los que estábamos aquí y voló a Guatemala. Y allí se estuvo, hasta septiembre del año pasado, escalando volcanes, derrotando en el campo del tenis a cuantos osaban enfrentarse a él y haciendo amigos que ahora estarán llorando un poco, como todos. 
De la hospitalidad amabilísima de sus amigos guatemaltecos fui testigo las dos veces que estuve allí.  
En septiembre, después de una revisión médica le aconsejaron que volviera a Españita. Obedeció. Pasé una noche con él en la Clínica Universitaria de Navarra en Madrid y lo vi por última vez en Alcalá de Henares el 8 de diciembre. Charlamos largamente. Nos hicimos una foto, me dio la bendición del viaje y me volví a Alicante. 
Mañana, si Dios quiere, iré a Madrid para su entierro en el cementerio de La Almudena. 
Se me ha olvidado decir que tocaba la guitarra y que tenía un lindo repertorio de canciones vascas. A una de ellas Itsasoa laino dago, él le daba esta entradilla en castellano: 
Hay niebla en el mar
hasta la barra de Bayona.
Te quiero más 
que los peces al agua. 

jueves, 9 de enero de 2020

UN CURA DE PELÍCULA

jueves, 9 de enero de 2020

En lo que llevamos de año el Buen Dios ha llamado a dos sacerdotes de Orihuela-Alicante. 
En la víspera de Reyes murió don Fernando Rodríguez Trives a los 66 años y después de una larguísima y penosa enfermedad. Era uno de los sacerdotes más sabios de la diócesis y —probablemente— el más elegante de todos. Muy querido en San Miguel de Salinas que fue, creo, su primer destino sacerdotal, lo recuerdan con cariño y admiración todos los seminaristas que lo conocieron como rector del seminario que aquí llamamos «Teologado». A su entierro asistieron, con el obispo, un centenar de sacerdotes. Yo no pude ir. Fui a rezar un responso al tanatorio de Elche y tuve la dicha de conocer a su hermano mayor, a una su cuñada, y a una su sobrina. ¡Qué simpática y amable familia! 
Hoy, en la parroquia de Santiago Apóstol de Onil, se ha celebrado la misa exequial de don José Hernández Quilis a quien todos conocíamos como «Pepito Quilis». En elegancia y sabiduría no iba a la zaga de don Fernando a su manera. Solía calzar jersey gris —un tanto ajado— con cuello de cisne. Lo que sé de él y puedo contar lo escribí el 9 de febrero de 2011 en este blog. Sé otras cosas de él que no puedo contar porque —miren ustedes— estoy llorando. Copio aquí la entrada que le dediqué hace nueve años y que titulé «Un cura de película».

UN CURA DE PELÍCULA

Don Pepito Quilis nació en Onil en 1930. Su padre —guardia civil— murió poco después y don Pepito —hijo único— quedó a cargo de su madre que no era rica sino todo lo contrario. La madre de don Pepito se llamaba Rosalía y a él lo llamaban en Onil «Pepito de Rosalía» para distinguirlo de Pepito el del Chorret, y de Pepito el de la Espardeñera.
Las autoridades de Onil no veían con buenos ojos a Rosalía porque pensaban que una viuda de guardia civil y beata —así llamaban a las que iban a Misa cuando ir a Misa estaba mal visto— era un peligro.
Cuando empezó la guerra —en el 36— el Pepito de Rosalía solía ir con los niños rojos a pelear contra los niños fachas y beatos. Pero en su casa tenía unos altarcitos y allí reunía a las niñas que ahora son señoras mayores y aún recuerdan cómo se emocionaban con las novenas que el Pepito organizaba en su casa.
En plena guerra el Pepito encontró en un baúl una bandera nacional. Inquieto, juguetón e insensato como era, y sin advertir el riesgo que corría la puso en el balcón de su casa. Inmediatamente se presentaron alli unos milicianos que llevaron a Rosalía ante el Comité que gobernaba el pueblo. La castigaron obligándola a fregar —de rodillas, claro— durante un mes las dependencias de la Casa del pueblo.
El día en que terminó la guerra, Pepito estaba con su madre en la casa que sus abuelos tenían en Salinas. Reunió a los chicos de Salinas y los llevó a un vertedero donde había cacerolas viejas y otros tesoros. Allí se armaron todos y celebraron el  primer desfile de la Victoria que hubo en Españita.
En Salinas no había cura, de modo que el Pepito se encargaba de predicar a las chicas y de organizar a los chicos.
Cumplió los doce años y se fue al seminario de Valencia porque Onil -por entonces- pertenecía a la diócesis de Valencia. Cuando volvía al pueblo iba a Misa con su sotanita y su bonete y, por las tardes, se juntaba con la panda de los rojos que ahora habían caído en desgracia.
Se ordenó de menores hacia el 52. Estaba inquieto porque sus amigos de pandilla decían que los curas no trabajan. ¿Cuál es el trabajo más duro? Don Pepito decidió irse a una mina de Lérida durante las vacaciones de verano para demostrarse —y demostrar— que era capaz de trabajar. Pasó allí tres meses.
A la ceremonia de su ordenación sacerdotal —en el 54— asistieron los mineros de Lérida encantados de tener un amigo al que llamaban El Valencianet.
A sus bodas de oro sacerdotales —en el 2004— asistieron todos sus quintos y comulgaron todos. Le habían preparado un regalo. Uno de ellos subió al presbiterio al terminar la ceremonia y dijo, con estas o semejantes palabras: Amigo Pepito: nos has dicho muchas veces que ser amigo de un cura no sirve para nada si uno no hace caso al cura y no va donde el cura quiere llevarlo. Nos preguntábamos qué podrías querer como regalo para tus bodas de oro y hemos pensado que te gustaría saber que todos nos hemos confesado para comulgar hoy. Y eso hemos hecho.
Cada martes voy a Onil para recoger a don Pepito y nos vamos juntos a Alicante. Luego lo llevo, de vuelta, a Onil y, por el camino, mientras conduzco mi Ford Fiesta en silencio, él me cuenta estas y otras historias. 

Esto escribí hace nueve años. Más cosas contaría si no estuviera, tan sin razón, llorando.