miércoles, 19 de octubre de 2011

Don Vicente López.

Nació en Ayora el 19 de abril de 1931. Que nació en Ayora era algo que yo sabía. De la fecha de su nacimiento me he enterado ahora que se ha ido al cielo.
Desde que nos conocimos, en 1987, nuestras conversaciones han sido siempre de un laconismo que ya querrían para sí los lacedemonios.
Como don Vicente no conducía, más de una y más de diez veces le hice de chófer en sus viajes a Madrid o pasé a recogerlo para irnos juntos a algún retiro, convivencia o excursión. Podíamos pasar cuatro horas seguidas sin pronunciar otra cosa que las avemarías, padrenuestros y glorias del Santo Rosario al que era aficionadísimo.
Precisamente volviendo de Madrid -hace años- nos paró la guardia civil al salir de una gasolinera por la parte de Albacete. Yo, que todavía no era sacerdote, iba trajeado y con corbata. Él iba con sotana, empuñaba el rosario -que, en sus manos enormes parecía más bien una espada Tizona o Colada- y tenía un aspecto imponente. Cuando el guardia observó nuestra severa solemnidad se apresuró a explicarnos -en realidad se dirigía todo el rato a don Vicente- que estaban haciendo unas pruebas aleatorias -dijo "aleatorias"- de alcoholemia y pidió permiso a don Vicente para que su chófer se sometiera a esa infamia. Por entonces esos controles no eran tan comunes como ahora. Don Vicente se encogió de hombros y dijo: Bueno. Me hicieron soplar, volví al coche, reanudamos el rezo del rosario y no hubo ni un comentario sobre el enojoso asunto. Al terminar los rezos dijo: ¿No vamos muy despacio? Yo no dije ni que sí -íbamos a la velocidad máxima permitida- ni que no, pero aceleré y él se puso a rezar el breviario.
Lo que ustedes no saben es que don Vicente López ya era -entre otras cosas- canónigo penitenciario de la concatedral de san Nicolás de Alicante, rector del Seminario y profesor de Historia de la Iglesia.
Cuando salía el tema de la Historia de la Iglesia, don Vicente se volvía locuaz. Era imposible colarle de matute una fecha inexacta o un Cipriano XXIII como Papa.
En días muy señalados -dos o tres veces al año- don Vicente cantaba Alma corazón y vida -creo- y entonces se emocionaba visiblemente.
Para un sacerdote no puede haber estima más estimable que la de su propio obispo. Pues bien, don Vicente López gozó de la estima de: don Pablo Barrachina -que fue obispo de esta diócesis durante unos mil años o así- don Francisco Álvarez, don Victorio Oliver y don Rafael Palmero, actual obispo de la diócesis de Orihuela-Alicante. Fue una estima patente y reconocida públicamente por todos ellos. No fue esa estima de chico, plas, plas -palmaditas en la espalda- que simpaticote que eres, no. Fue esa estima con la que los obispos honran a los sacerdotes discretos, humildes, trabajadores, fieles, lacónicos y eficaces. Fue esa estima que los obispos manifiestan a esos sacerdotes con los que pueden contar para los asuntos más graves y a quienes pueden encomendar los cargos más onerosos sabiendo que nunca pedirán a cambio ni homenajes ni cuotas de poder ni espacios televisivos ni nada de nada.
Mi última excursión con don Vicente fue a Burriana, Castellón y Villareal con motivo de la exposición de la Luz de las Imágenes. Estuvo muy locuaz. Me enseñó entonces todo lo que sé acerca de los bizantinos y de sus correrías por el Levante español.
La última vez que le hice de chófer fue hará cosa de un mes. Habíamos asistido juntos a un Círculo de Estudios -creo que se dice así- y, al terminar lo llevé a su casa.  Durante el Círculo -Dios me perdone si me equivoco- estaba don Vicente profundamente dormido. Subimos en ascensor  hasta su piso y, al salir del ascensor, se apoyó en la pared porque ya no podía sostenerse sobre las piernas y fue resbalándose sin decir nada y sin hacer gestos raros y como aceptando simplemente que, cuando ya las piernas no te sostienen, lo mejor que puedes hacer es apoyarte en la pared y dejarte caer suavemente. Aún así, tirado en el suelo, me parecía un gigante  Llamé al timbre. Acudió su amable hermana y, entre los dos, sentamos a don Vicente en una silla de ruedas. Le dije Adiós, don Vicente y él me dijo Adiós dooon Javieeer. Y ya está. No he vuelto a verlo.
Se fue al cielo hace nueve días, el diez de octubre.
Don Vicente, ruega por nosotros.