domingo, 28 de agosto de 2022

Descansa en paz, amable compañero

Tengo 10 años y, temblando, entro en mi nuevo cole: Retamar.

Me mandan a una aula  en la que somos treinta y pico. Como ni mis condiciones físicas -gafotas y flacucho- ni mi temperamento -tímido e irritable- me habilitan para ser líder, pongo en marcha mis extraordinarias dotes de observación con el objeto de hacer la pelota a cualquiera que pueda hacerme la vida fácil. 

En seguida reparo en un individuo apacible y rubio. No es alto ni bajo: me interesa. No es líder pero tiene un prestigio indiscutible: ordenado, limpísimo, amable y, desde el punto de vista académico, un número uno. Definitivamente, me interesa. 

Se llama Luis Sánchez Socías. Al parecer trata a todos del modo más amistoso sin hacer la pelota a nadie. Cuando digo «a todos» me incluyo y esto me sorprende incluso ahora.

Pasan los años -ocho- y nos despedimos del cole. Como suele ocurrir -dicen que  la distancia es  el olvido- inmediatamente empiezan a borrarse de mi memoria los recuerdos de ese tiempo pero Luis no. Él, incluso en la distancia, sigue siempre presente y no deja de sorprenderme con una felicitación por mi santo o por mi cumpleaños. Acude a mi Primera Misa. A veces nos encontramos -la última vez cenando en casa de un amigo común- y sigue siendo el mismo. Aunque ahora él es Abogado del Estado, se interesa por los detalles de la existencia de un cura de pueblo de tal modo y manera que el cura de pueblo y su ridícula existencia parecen, por un momento, superinteresantes.  

Anoche recibí un  correo de un compañero del cole: «Luis ha tenido un accidente de moto y está muy grave. Rezad por él». Esta mañana he recibido otro de otro compañero: «Nuestro querido Luis ha fallecido a la una de  la madrugada». Luego me han ido llegando otros correos y mensajes de viejos amigos unánimes en su aprecio y admiración hacia ese  cristiano ejemplar, caballero apacible que tan bien sabía tratar a todos. 

Ahora mismo -mientras escribo esto- recibo otro correo de otro viejo condiscípulo.. Creo que escribe desde los EEUU. Dice: «Cada vez que me encontraba con Luis, no importaba el paso del tiempo, me saludaba con un abrazo, una sonrisa y un verdadero cariño. Era un hombre genuino en el sentido más puro de la palabra. Y puramente bueno, como todos sabemos». 

En fin, esta mañana, a las doce y media, he ofrecido la Misa en sufragio por  su alma y he dado gracias a Dios por quien ha sido, hasta ahora y desde hace tantos años, tan buen compañero de camino. 


jueves, 18 de agosto de 2022

¿Puede ser peor?

     El pasado domingo, nuestro Buen Jesús decía que había venido a traer fuego y división. Los que entendieron que aquello era una cosa mala y amenazante deben prepararse para otra peor: el próximo domingo, nuestro Buen Jesús nos dirá que la puerta de la salvación es estrecha.

    Los  que entendieron que el anuncio del domingo  pasado era una cosa mala y amenazante entendieron mal. El fuego que Jesús ha venido a traer a la tierra no es el de los que se dedican a quemar contenedores y bosques. Robespierre y Lenin quisieron acabar con  el mal del mundo utilizando la guillotina y otros medios más sofisticados y científicos. Naturalmente, y gracias a Dios, fracasaron. Si hubieran triunfado ya no habría ni bien ni mal porque no quedaría en el mundo ni un bicho viviente.

    Jesús, mucho más modesto y realista, no se propuso acabar con el mal en el mundo  y ni siquiera se planteó esa bobada de hacer un mundo mejor. Su propósito fue el de vivir en este mundo como un cordero entre lobos. Lo consiguió y venció a los lobos. Y esa  fue la división que vino a traer:  la división entre lobos y corderos, entre el bien y el mal. Vino a decir que no es posible el matrimonio entre el Cielo y el Inferno y que, si no debemos separar lo que Dios ha unido, tampoco debemos unir lo que Dios ha separado.

    A mí no me preocupan tanto los Robespierre y los Lenin, tipos admirables por su  empeño, cuanto el pensamiento de que el Buen Jesús -que se dejó la piel viviendo como un cordero entre lobos- no nos ha dejado en el Evangelio  una fórmula para entrar en el Reino de los Cielos sin que nos dejemos la piel -o la mano derecha, o el ojo derecho, o la vida- en el intento. 

    Me preocupa porque, la verdad, amo esta vida que tengo y no quisiera perderla por una nonada. No  tengo ni una pizca de revolucionario, lo confieso. Por eso mismo el Evangelio del domingo pasado no me parece una mala noticia ni una cosa amenazante sino el  alegre anuncio  de que, aunque no podemos ni debemos intentar acabar con el mal en  el mundo, podemos vivir como ovejas entre lobos sin convertirnos en lobos y, por ese camino, vencer a  los lobos. Me parece una promesa creíble.

    Lo peor, a primera vista, es lo del  domingo que viene: la puerta es estrecha, muchos intentarán entrar y no podrán.

    Convencido como estoy de que el Evangelio es una Buena Noticia trataré de entenderlo así. Pero, ¿puede entenderse así, como buena noticia, una palabra que dice que la puerta es estrecha y que muchos intentarán entrar y no podrán?

    No me convencen mucho esos hermanos míos sacerdotes que lo solucionan todo diciendo que no hay infierno, que todos nos salvaremos y que cuando Jesús hablaba de la puerta estrecha solamente pretendía asustar e intimidar un poco a los fariseos. Y no me convencen porque (aparte de que es una herejía) me parece que alguien que abraza algo tan horrible como una muerte de Cruz y nos anima a hacer lo mismo no puede estar bromeando.

    Me convence más el mismo Jesús. Él es  la puerta. Es una puerta abierta para todos. Para  que todos podamos entrar por ella se hace hombre en todo semejante a nosotros menos en el pecado. Quiere que  todos se salven y lleguen al conocimiento de la Verdad. Pero -y aquí lo mejor de la noticia- no es solamente que lo quiera, es que lo puede hacer. Puede -porque es  Dios- hacer que todos nos salvemos y  lleguemos al conocimiento de la Verdad. Lo que no puede hacer -porque es Dios- es que nos salvemos sin conocer la Verdad. Lo que no puede hacer -porque es Dios Veraz- es que nos salvemos engañados.  No puede engañarse ni engañarnos. Por  eso, cuando le preguntan si serán pocos los que se salven, no pretende engañarnos ni asustarnos sino ponernos en el camino -ciertamente difícil para el hombre pecador- de la Verdad. 

    El tropel de los que gritan «ábrenos la puerta» retrata a la masa de los que pasamos la vida mirándonos el ombligo cada vez más fijamente.  «Yo he sido bueno». «Yo he sido». «Yo merezco». «Yo». 

    La Buena Noticia es que basta con decir «No soy digno de  que entres en mi casa  y, mucho menos, pretendo entrar en el Cielo tal como estoy, pero sé que una palabra tuya bastará para sanar mi alma». 

Los santos de la puerta de al lado

El Papa Francisco ha hablado de los santos de la puerta de al lado: hombres, mujeres y niños que viven entre nosotros, como vivían Santa María y San José entre los vecinos de Nazaret, sin llamar la atención, trabajando y rezando en silencio ante la mirada de Dios. 

No pensemos solo —ha escrito el Papa— en los ya beatificados o canonizados. El Espíritu Santo derrama santidad por todas partes, en el santo pueblo fiel de Dios, porque «fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente». 

Ese pueblo de Dios es la Iglesia Católica. Hay en ella, como ha habido siempre, mártires y doctores,  pero el Papa nos invita a contemplar la santidad en la vida ordinaria de esos padres que educan con tanto amor a sus hijos, en esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa, en los enfermos, en las religiosas ancianas que siguen sonriendo. En esta constancia para seguir adelante día a día, veo la santidad de la Iglesia militante. Esa es muchas veces la santidad «de la puerta de al lado», de aquellos que viven cerca de nosotros y son un reflejo de la presencia de Dios, o, para usar otra expresión, «la clase media de la santidad».

Hombres y mujeres, sanos y enfermos, religiosos y seglares que viven cerca de nosotros y son un reflejo de la presencia de Dios. 

¿Conocemos a esos santos de la puerta de al lado? Están entre nosotros. Si no los conocemos es posible que —entretenidos con los medios de comunicación y enredados en las redes sociales— hayamos dejado de prestar atención a esos signos de la presencia de Dios que son los santos de la calle. 

El Papa nos pide que nos dejemos estimular por los signos de santidad que el Señor nos presenta a través de los más humildes miembros de ese pueblo que «participa también de la función profética de Cristo, difundiendo su testimonio vivo sobre todo con la vida de fe y caridad»

Esos santos de la puerta de al lado no aparecen en la televisión y, si aparecieran, provocarían burlas o bostezos en el público que busca espectáculo. Sus nombres no aparecen ni aparecerán en los libros de historia pero ellos, llevando la Cruz de Cristo y siguiendo sus pasos, son la levadura que hace fermentar toda la masa.

El 9 de agosto hemos celebrado el martirio de Santa Teresa Benedicta de la Cruz, una carmelita sabia que escribió: «En la noche más oscura surgen los más grandes profetas y los santos. Sin embargo, la corriente vivificante de la vida mística permanece invisible. Seguramente, los acontecimientos decisivos de la historia del mundo fueron esencialmente influenciados por almas sobre las cuales nada dicen los libros de historia. Y cuáles sean las almas a las que hemos de agradecer los acontecimientos decisivos de nuestra vida personal, es algo que solo sabremos el día en que todo lo oculto será revelado».

Precisamente entonces, el día en que todo lo oculto será revelado, comprenderemos que Dios siempre estuvo entre nosotros y que la santidad —el más bello rostro de la Iglesia— estaba en la puerta de al lado, llenando de luz el mundo.

viernes, 5 de agosto de 2022

Pedir perdón: remedio o buen ejemplo de cortesía

 A veces no hay  más remedio que pedir perdón. 

Uno ha recibido la bendición de unos padres excelentes y de unos hermanos que han sido la gloria de  sus padres. Pero resulta que uno, oveja negra de la familia, ha hecho sufrir a todos. En este caso no hay  más remedio que arrojarse --llorando-- a los pies  de la parentela para suplicar su perdón.

Así yo mismo, si tuviera valor, me arrojaría a los pies de mis padres y de mis hermanos y de  mis amigos. En cierto modo lo hago cada vez que empiezo la Misa diciendo: Yo confieso ante Dios Todopoderoso  y ante vosotros, hermanos, que he pecado mucho etc.

Otras veces el pedir perdón no remedia nada pero es un buen ejemplo de cortesía y de cristiana caridad. 

Uno, sin querer, empuja a otro y le dice: ¡Perdón, caballero! 

¿Se ve la diferencia?

Al grano.

Cuando yo confieso mis pecados y  pido perdón por ellos, Dios los remedia. Cuando los amables Papas piden perdón por los atropellos de la Iglesia besando la mano de los tataranietos del atropellado  están diciendo: ¡Perdón, caballero! Y entonces se  ve si el tataranieto del atropellado es un caballero o un bandido. 

Conclusión: Por  bandidos que sean el atropellado y su tataranieto, siempre hay que pedir perdón. Quizá no remedie nada a corto  plazo pero, a la larga, ese empeño del caballero cristiano civiliza y, lo más importante, puede salvar  -o, al menos, hacer pensar- al tataranieto del atropellado. 

lunes, 1 de agosto de 2022

Veamos: el peligro de las riquezas

 domingo, 31 de julio de 2022

Pero, antes, una confesión.

A veces —no todos los días, ni todas las semanas, ni siquiera todos los meses— mi amigo Wilder y yo compramos un boleto de «rasca y gana». Cuesta un euro y pueden tocarte hasta diez mil euros. ¡Gran negocio si toca! Pero nunca nos ha tocado. Alguna vez nos ha salido un premio de un euro —lo apostado— y, codiciosos, lo hemos vuelto a jugar y lo hemos perdido.

Hecha la confesión pasemos al asunto del peligro de las riquezas del que muchas veces habla Jesús.

En la parábola del pobre Lázaro —que pasaba necesidad tirado ante la puerta de un hombre rico— Jesús señala el primer peligro de las riquezas: que pueden convertir al rico en responsable de la desgracia y de la muerte del pobre. 

Pero en la parábola de este domingo —que podría llamarse «parábola del rico idiota»— se nos advierte contra un peligro más común: el peligro de que las riquezas nos vuelvan estúpidos; incapaces para comprender lo que realmente vale, incapaces para adquirir sabiduría, incapaces para participar en los bienes del Cielo. 

Muy resumidamente —Jesús lo contaba mejor— la parábola va de un rico al que le toca la lotería en forma de gran cosecha. Inmediatamente se le plantea el típico problema de rico: tiene tanto grano que no le cabe en sus graneros. Decide derribar sus graneros, construir otros más modernos y entregarse a la vida muelle. Pero ese  mismo día se  muere y Dios sentencia: «has sido un tonto». 

Bien. Este peligro nos acecha a todos. Las riquezas pueden hacer estúpido a un niño, volviéndolo malcriado, o a un joven volviéndolo petulante. Todo esto lo sé por propia experiencia. Y lo que puede hacer estúpido a un niño o a un joven también puede hacer estúpido a un cura y a un anciano. 

Es posible que a usted y a mí nunca nos haya tocado el premio del «rasca y gana» pero en eso que se llama «la lotería de la vida» hemos sido muy afortunados. 

Podemos hacer dos cosas. 

Una: dar gracias a Dios y compartir nuestra alegría con los demás. Será la prueba de que las riquezas que nos han caído del Cielo no nos han vuelto idiotas. 

Otra: no dar gracias a nadie y enredarnos con los típicos problemas de los ricos. Será la prueba de que nos hemos vuelto estúpidos. «Así —dice Jesús—los que acumulan bienes para sí y no son ricos ante Dios». 

¿Puede alguien ser rico ante Dios?. ¡Oh sí! Mirad a la Virgen María. Dios la mira y se complace en Ella. Ella es rica ante Dios porque lo ha recibido todo de Él con gratitud y nos lo ha entregado a nosotros. 

¿Algún ejemplo más? Pues sí, mirad: antes que María, el mismo Cristo que, siendo rico, se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza. 

¿Más ejemplos? Hoy, si no fuera domingo, estaríamos celebrando a San Ignacio de Loyola. Y no hay suficientes días en el año ni en la eternidad para celebrar a  los santos que, por el Reino de los Cielos, mirando a Jesús y a María y al glorioso Patriarca San José, alcanzaron, en esta vida, la sabiduría que conduce a la eterna.