A veces no hay más remedio que pedir perdón.
Uno ha recibido la bendición de unos padres excelentes y de unos hermanos que han sido la gloria de sus padres. Pero resulta que uno, oveja negra de la familia, ha hecho sufrir a todos. En este caso no hay más remedio que arrojarse --llorando-- a los pies de la parentela para suplicar su perdón.
Así yo mismo, si tuviera valor, me arrojaría a los pies de mis padres y de mis hermanos y de mis amigos. En cierto modo lo hago cada vez que empiezo la Misa diciendo: Yo confieso ante Dios Todopoderoso y ante vosotros, hermanos, que he pecado mucho etc.
Otras veces el pedir perdón no remedia nada pero es un buen ejemplo de cortesía y de cristiana caridad.
Uno, sin querer, empuja a otro y le dice: ¡Perdón, caballero!
¿Se ve la diferencia?
Al grano.
Cuando yo confieso mis pecados y pido perdón por ellos, Dios los remedia. Cuando los amables Papas piden perdón por los atropellos de la Iglesia besando la mano de los tataranietos del atropellado están diciendo: ¡Perdón, caballero! Y entonces se ve si el tataranieto del atropellado es un caballero o un bandido.
Conclusión: Por bandidos que sean el atropellado y su tataranieto, siempre hay que pedir perdón. Quizá no remedie nada a corto plazo pero, a la larga, ese empeño del caballero cristiano civiliza y, lo más importante, puede salvar -o, al menos, hacer pensar- al tataranieto del atropellado.
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