sábado, 31 de octubre de 2020

III DECIR LOS PECADOS AL CONFESOR

 III

DECIR LOS PECADOS AL CONFESOR


En esto, precisamente, consiste la confesión. 

Al que confiesa sus pecados lo llamamos «penitente» porque, después de un diligente examen de conciencia ha descubierto con dolor —más o menos perfecto— que es un pecador y desea enmendarse y alcanzar el perdón por medio de la más perfecta penitencia que es la confesión. 

Al confesor que escucha los pecados del penitente lo llamamos «ministro» porque actúa en el Nombre y en la Persona de Cristo. Con otras palabras: el que va a escuchar y a absolver nuestros pecados no es don Fulano —ese tipo más o menos simpático— sino Cristo. Y eso independientemente de que don Fulano huela más o menos a oveja o de que el olor a oveja nos inspire más o menos confianza. 

Como no quiero perderme en eso del pastor que huele a oveja diré, de pasada, que en el confesonario donde me siento para escuchar las confesiones de los penitentes uso un ambientador fabricado en París en honor a la sede de la penitencia pero, sobre todo, para ofrecer al Buen Jesús lo que María de Magdala le ofreció.

Hemos llegado a eso tan enojoso que es la confesión. Será un asunto enojoso hasta el día en que adquiramos esa perfecta humildad de quien se reconoce ante Dios tal como es. 

Seamos sinceros. Ni siquiera el diablo se cree perfecto e, incluso él, solamente se aguanta a sí mismo comparando lo mejor de sí mismo con lo peor de los hombres, las más perfectas de las criaturas después de los ángeles y las más encumbradas desde que Dios se hizo Hombre y no ángel. 

Pero una cosa es reconocer que uno no es perfecto y otra, muy distinta, es confesar los propios pecados según su número y especie

Lo primero, reconocer que uno no es perfecto, es fácil y puede ser  interesante si no se queda ahí. Lo segundo, decir el número y la especie de los pecados que uno ha cometido, es no quedarse ahí. Es concretar, es confesar los pecados. 

Muy bien: hay qué decir los pecados al confesor del único modo objetivo: número y especie

El examen de conciencia y el arrepentimiento dependían en gran parte de Dios que es quien ilumina la concencia y la llena de amor. Pero decir los pecados al confesor es el compromiso del penitente.

Uno tiende a contar su vida al confesor —don Fulano— como si don Fulano fuera un juez humano a quien hay que explicarle las cosas.  

No hay que explicarle nada a don Fulano ni hay que contarle la vida de uno porque el que está ahí no es don Fulano sino Cristo. 

Entonces, ¿que debo hacer para confesar mis pecados?

Siendo esta una cuestión tan sensible, Nuestro Señor Jesucristo ha puesto un gran empeño en hacernos fácil la confesión. Nos ha dicho que, para hablar con Dios, no hay que usar muchas palabras. Si se trata de hablar de nuestros pecados basta con decir el número y la especie de tal modo y manera que lo entienda uno de aquellos a quienes Él dijo: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados les serán perdonados». 

Siendo esta una cuestión tan sensible, lo que tenemos que hacer es buscar a un sacerdote para confesar nuestros pecados según su número y especie con pocas palabras. 

Los ministros de la confesión son sacerdotes. Que sean  sacerdotes no quiere decir que sean santos sino, solamente, que pueden perdonar los pecados a quienes los confiesan según su número y especie

A quien finge confesarlos ocultando su número o disimulando su especie no podemos llamarlo «penitente» sino «simulador». Y la simulación ni hace bien al penitente ni es verdadera confesión.

Como todo esto puede resultar, además de enojoso, confuso, tenemos un Ritual de la Penitencia que ayuda mucho al penitente y  al sacerdote. 

El sacerdote —si es párroco— debe garantizar que el penitente pueda confesar sus pecados amparado tras la rejilla de un confesonario para salvaguardar su anonimato. 

Al penitente le bastará con decir: «¡Ave María Purísima!» para escuchar esta respuesta del sacerdote: «Sin pecado concebida». Es como el santo y seña. Un penitente y un ministro de la reconciliación se encuetran así: reconociendo a la Inmaculada como Madre.

Inmediatamente el sacerdote bendice al penitente así: «Que el Señor esté en tu corazón para que te puedas arrepentir y confesar humildemente tus pecados». 

En materia tan sensible como es la confesión dos seres humanos, un penitente y un ministro de Dios, o se atienen al ritual aprobado por la Iglesia Católica o no se entienden con Dios. 

Luego el penitente dice sus pecados al confesor según su número y especie. Y ya está. El penitente ha renacido. Está en gracia de Dios y el sacerdote lo celebrará con él y, después de darle la bienvenida y de imponerle una penitencia saludable le dirá exactamente las palabras que según el Ritual de la Penitencia ha de decir para absolver: «YO TE ABSUELVO DE TUS PECADOS, EN EL NOMBRE DEL PADRE Y DEL HIJO Y DEL ESPIRITU SANTO».

martes, 27 de octubre de 2020

II Dolor de los pecados y propósito de la enmienda

 II

DOLOR DE LOS PECADOS Y PROPÓSITO DE LA ENMIENDA


También se llama arrepentimiento. 

Cuando es perfecto se llama contrición y es, sin más, un acto de amor de Dios que  aniquila el pecado. A san Pedro y a la Magdalena los llevó a llorar mucho, razón por la cual ambos se hicieron dignos de la bienaventuranza del consuelo prometido a los que lloran. 

Para que la confesión sea válida basta con ese arrepentimiento imperfecto que se llama atrición. En la parábola del hijo pródigo se nos cuenta que el manirroto razonaba así en su ruina: «En la casa de mi padre se come estupendamente y yo aquí me estoy muriendo de hambre. Me pondré en camino, volveré a mi Padre y le diré: he pecado contra el cielo y contra ti. No espero que me recibas como a un hijo y me basta con que me aceptes entre tus criados». No parece un arrepentimiento muy perfecto el que solamente considera el pecado como un mal negocio pero algo es algo y, si nos mueve a reconocer que hemos obrado mal y a volver a Dios, Él mismo se encargará de prepararnos una fiesta de reconciliación que provocará la envidia de los que nunca han roto un plato en su vida. 

Sea perfecto o imperfecto salta a la vista que el arrepentimiento es un acto noble y muy humano. 

Lo contrario del arrepentimiento es el endurecimiento del corazón que nos lleva a justificar el pecado y a decir: «no me arrepiento de nada». Esto también es muy humano pero no tiene nada de noble y es la característica de los demonios y de los que han sido arrastrados por ellos al infierno. Simplemente no quieren reconocer lo que reconoció el buen ladrón: que él estaba en la Cruz por sus crímenes mientras que Jesús era inocente. 

No conviene dejar el arrepentimiento para el último momento. Por eso es aconsejable examinar la propia conciencia muchas veces al día y estar, como aconseja Jesús, en vela. Pero el ejemplo del buen ladrón se nos ha dado para que comprendamos que una vida que ha ido muy mal puede acabar muy bien. Si nuestro último aliento se convierte en una bendición de Dios, entonces nuestra vida, por mala que haya sido, será un canto a la misericordia de Dios. 

Es tal el poder liberador del arrepentimiento que el Padre de la Mentira ha inspirado abundante literatura —y no de mala calidad— para convencer a los espíritus refinados de que arrepentirse en el último momento es una debilidad mientras que autoafirmarse —sostenella y no enmedalla— hasta el final contra Dios es el colmo de la elegancia. 

«Un corazón contrito y humillado, Tú, Señor, no lo desprecias». 



Pero. ¿Qué pasa si, después de examinar diligentemente mi conciencia como el justo Job, no hallo en ella nada que me acuse? 

Pues pueden pasar dos cosas. Una mala y otra buena. 

La mala es la que le pasó al fariseo de la parábola que decía: «te doy gracias, Señor, porque yo no soy ladrón y adúltero como la gentuza o como ese publicano que está ahí dándose golpes de pecho. Yo soy bueno». 

Jesús contó esa parábola para advertirnos de  que nuestro examen de conciencia puede ser muy deficiente. Siempre lo es cuando confronta nuestro Yo mejor con lo peor de los demás

Suele decir un hermano mío muy simpático: «Cuando me miro me doy asco, pero cuando me comparo con los demás me encanto». Esto es lo malo. No de mi hermano que es bromista y juega con la ironía, sino de mí y de ti, amable lector. Que podemos examinar nuestra conciencia comparándonos con los demás y concluir que somos mejores que ellos. 

De todas formas  también puede ocurrir —aunque es muy raro— que después de un diligente examen, alguien concluya que no tiene nada de lo que arrepentirse, no porque se considere mejor que los demás comparándose con ellos sino porque su alimento ha sido siempre hacer la Voluntad del Padre. Ese tal será alguien tan excepcional como Job. Sufrirá con paciencia todos los males que le sobrevengan y, aunque su sufrimiento lo lleve a maldecir el día en que su madre lo arrojó al mundo, bendecirá a Dios con palabras inmortales: «Yo sé que mi Redentor vive».

Amable lector: tú puedes ser un Job —imagen de Cristo— que sufre por causa de la justicia. Si todos tus sufrimientos —como los de Cristo— manifiestan la gloria de Dios no necesitas confesar tus pecados porque toda tu vida es alabanza de Dios. Reza por mí que tiendo a examinar mi conciencia comparándome con lo que juzgo peor de los demás y no me atrevo a mirar a Jesús en la Cruz.

Nosotros, los espíritus exquisitos nos hacemos la ilusión  de que somos como Antonio Machado y ya ni podemos ni queremos cantar al feísimo Cristo de los gitanos, siempre con sangre en las manos, siempre por desenclavar. Hemos leído tantas poesías sobre Cristo que ya no podemos ni queremos cantarle una saeta a la Cruz y nos pasamos la vida re-citando las poesías de otros como si fueran nuestras. 


«Un corazón contrito y humillado, Tú, Señor, no lo desprecias».

CINCO MINICHARLAS SOBRE LA CONFESIÓN: (I ) EL EXAMEN DE CONCIENCIA

 CINCO MINICHARLAS SOBRE LA CONFESIÓN


I

EL EXAMEN DE CONCIENCIA


Código de derecho canónico (canon 901): «El que después del Bautismo ha cometido pecados mortales que por las llaves de la Iglesia no han sido aún directamente perdonados, debe confesar todos aquellos de los cuales tuviere conciencia después de un diligente examen de sí mismo y explicar en la confesión las circunstancias que cambian la especie del pecado».

Si el Código dice «después de un diligente examen de sí mismo» es porque el examen de sí mismo va primero. Hasta aquí la lógica tonta. 

Que a ese examen de sí mismo se lo suele llamar “examen de conciencia” es de sobra sabido. 

Por eso la primera minicharla se titula “examen de conciencia”.


En realidad la conciencia —si no está endurecida por el hábito del pecado o cegada por la ignorancia— nos manda mensajes continuamente sin necesidad de que la examinemos. A veces son mensajes muy positivos: «¡Bien hecho!», nos dice. Y entonces experimentamos la satisfacción del deber cumplido y nos induce a dormir a pierna suelta, digan lo que digan los demás, porque nuestra conciencia nos ha alabado y no hay nada más reconfortante que la alabanza de la propia conciencia. Otras veces son reprobatorios: «¡Sinvergüenza!», apostilla con el tono de una madre enfurecida porque —una vez más— la hemos engañado. «Eso no ha estado bien», susurra justo cuando estamos a punto de dormirnos. «¿No crees que habría que estudiar eso un poco más?», sugiere cuando estamos a punto de tomar una decisión a la ligera. 

Si no hay nada más placentero que la alabanza de la propia conciencia tampoco hay nada más intimidatorio que la reprobación —«¡sinvergüenza!»— de la conciencia que aparece como una madre blandiendo una zapatilla. Y nada que nos desvele y nos inquiete y nos quite el sueño como ese juez interior y amigo que nos dice: «Eso no ha estado bien». Ni hay nada que nos invite con más eficacia a evitar la superficialidad que esa advertencia cordial: «¿Lo has pensado bien? No deberías estudiar un poco más el caso antes de tomar una decisión?». 

La conciencia es la voz de Dios en el corazón. Cuando se hizo Carne le impusieron por nombre Jesús. La Iglesia Católica —la que Jesús fundó sobre Pedro por nuestros pecados— es el eco de esa voz contra la que no prevalecerán los poderes de las tinieblas. 

Nótese que la promesa no es para la conciencia individual que puede ser domesticada y acallada fácilmente. No se dice que el poder de las tinieblas no prevalecerá sobre la conciencia de uno —sobre la mía, por ejemplo, o sobre la del buen Judas o sobre la tuya, amable lector— o sobre lo que llaman «libre examen». Sobre todo eso puede prevalecer, y prevalece a menudo, el poder de las tinieblas. Lo que se dice es que el poder de las tinieblas no prevalecerá sobre Cristo, voz de Dios hecho Carne, ni sobre el eco de esa voz que es la Iglesia. 


¿Entonces? 

Pues, entonces, amable lector, no sé qué más decirte. Aunque tu conciencia no estuviera deformada por el pecado y anque fuera tan transparente como la de la Virgen María o la de san José, para alcanzar el Cielo necesitarás que Jesús la ilumine como iluminó la de esas dos criaturas perfectísimas: María y José. 

Si tu conciencia fuera como la de la Virgen María —cosa imposible a menos que hayas sido concebido sin pecado original— no necesitarías examinarla porque estaría iluminada indefectiblemente por Cristo. Si tu conciencia fuera como la de san José —cosa imposible a menos que seas san José— cuando estuvieses a punto de cometer un error por amor de Dios, el mismo Dios te mandaría un ángel para decirte: «No cometas el error de repudiar a María porque lo que ha concebido en su seno es obra del Espíritu Santo». 

    Pero si tu conciencia anda un poco adormecida o, peor, como la mía, está entusiasmada un día con el misticismo de la New Age o del Dalái lama, otro con el hedonismo de la New Age y del Dalai lama y otro con el estoicismo de la New Age y del Dalai lama y ya no rezas el Padre Nuestro cada día porque aprendiste a rezar con los Beattles o con los raperos te aconsejo, con el Código de Derecho Canónico, que, antes de confesar tus pecados, hagas un diligente examen de conciencia contemplando con amor la Cruz de Cristo y rezando con humildad el Ave María. 



La conciencia —la mía, por supuesto, pero también la tuya, amable lector, y hasta la del Dalai lama o la del Papa o la de John Lennon— puede estar tan endurecida que ya no nos advierta contra el pecado. Entonces si no la examinamos  a la luz de Dios, su puesto lo ocupará el Padre de la Mentira que vendrá a decirte: «Tú reciclas las basuras. Tú pagas los impuestos. Tú no matas ni robas y, además, andas siempre muy indignado contra los otros, contra los que hacen lo que tú no haces, contra los malos. Si me crees serás como Dios». 

Pero las puertas del Infierno no prevalecerán contra Cristo ni contra la Iglesia que reza diciendo «perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden» y que empieza cada Misa invitando a todos a reconocer sus pecados para celebrar dignamente los sagrados misterios. 



Padre Nuestro que estás en Cielo… Dios te Salve, María, llena eres de Gracia… Y ahora el examen de conciencia a la luz de Dios. Y luego, con la gracia de Dios, la confesión. 



Esta minicharla ha salido un poco larga. Perdón. 

jueves, 15 de octubre de 2020

Santa Eduvigis y Roberto Grosseteste: universos paralelos

 viernes, 16 de octubre de 2020

Santa Eduvigis


Nació en Baviera en 1174 y, a los doce años, se casó con Enrique, heredero del duque de Silesia. Fue tía de Santa Isabel de Hungría, hija de su hermana Gertrudis. 

Eduvigis y su esposo fundaron varios monasterios y hospitales. Cuando murió Enrique, santa Eduvigis dispuso que lo enterraran en uno de esos monasterios, el de los cistercienses de Trzebnica, del que era abadesa una de sus hijas. Ella misma se retiró allí para pasar los últimos años de su vida y allí fue enterrada, junto a su esposo, en 1243.

Pedimos por intercesión de la Virgen María que también nosotros pongamos nuestras vidas al servicio del Reino de Dios. 


¿Y Roberto Grosseteste?

Pues Roberto Grosseteste (1175-1253) fue coetáneo de santa Eduvigis. 

Javier Yanes dedicó en 2014 dos entradas de su blog CIENCIAS M1XTAS a un estudio del físico Richard Bower que trataba de comprender mejor el pensamiento científico en el siglo XIII. 

    Bower encontró en Roberto Grosseteste —franciscano y obispo de Lincoln— una percepción del mundo natural «asombrosa incluso para un físico moderno». 

Con astucia periodística, Yanes tituló una de sus entradas así: «El obispo medieval que descubrió el Big Bang y los universos paralelos».

martes, 6 de octubre de 2020

San Bruno

 martes, 6 de octubre de 2020

San Bruno


Nació en Colonia en el siglo XI y estudió en la escuela catedralicia de Reims de la que llegó a ser director con solo veintiséis años. Entre sus discípulos estuvo Odón de Chatillon, el futuro Papa Urbano II.

Sintiendo la llamada a una vida de oración y retiro inició la búsqueda que lo llevó con otros seis compañeros hasta el desierto de la Chartreuse cerca de los Alpes donde fundó una comunidad eremítica conocida como la Cartuja. 

Urbano II, empeñado en la reforma de la Iglesia, lo llamó a Roma como consejero pero le permitió seguir llevando vida retirada. San Bruno fundó entonces en Calabria el segundo eremitorio. De sus hermanos escribió: «como centinelas divinos esperan la llegada del Señor para abrirle apenas llame». 

Allí murió el año 1101. 

Por intercesión de la Virgen del Rosario pedimos a Dios que nos conceda la gracia de servirle con un corazón libre del apego a las cosas terrenas. 



Tuesday, October 6th, 2020

Saint Bruno


He was born in Cologne in the 11th century and studied at the Reims cathedral school, of which he became director when he was only twenty-six years old. Among his disciples was Odo de Chatillon, the future Pope Urban II.

Feeling the call to a life of prayer and retreat, he began the search that led him with six other companions to the desert of the Chartreuse near the Alps where he founded a hermitage community known as the Charterhouse.

Urban II, committed to the reform of the Church, called him to Rome as a counselor but allowed him to continue leading a retired life. Saint Bruno then founded the second hermitage in Calabria. Of his brothers he wrote: "as divine sentinels they await the arrival of the Lord to open to Him as soon as He knocks.

There he died in 1101.

Through the intercession of Our Lady of the Rosary, we ask God to grant us the grace to serve him with a heart free from attachment to earthly things.

domingo, 4 de octubre de 2020

La parábola de los viñadores homicidas

domingo, 4 de octubre de 2020

Domingo vigésimo séptimo del Tiempo Ordinario


El cántico de la viña y la parábola de los viñadores homicidas nos hablan del amor de Dios que, despreciado por los hombres una y otra vez, a pesar de todo vuelve a ofrecerse y se abre paso en la la historia.

Dios aparece allí como el amigo que planta una viña y la cuida con solicitud; como el propietario que confía su heredad a los labradores. 

La viña produce frutos amargos, los labradores se rebelan pero el amor de Dios vuelve a manifestarse en Cristo, su Hijo.

A quienes creen en Él les dice San Pablo que no dejen que nada los preocupe porque el Dios de la Paz estará siempre con ellos si ponen por obra lo que han aprendido.

Con esta confianza pedimos a Dios por intercesión de la Virgen del Rosario: danos la paz. 



Sunday, October 4th, 2020

Twenty-seventh Sunday in Ordinary Time


The Song of the Vineyard and the Parable of the Murderous Vinedressers speak to us of the love of God despised by men over and over again. But He returs to offer His Love.

God appears there as the friend who plants a vineyard and keep it carefully; like the owner who entrusts his inheritance to the farmers.

The vineyard produces bitter fruits, the farmers rebel, but God's Love manifests itself again in Christ, His Son.

To those who believe in Him, Saint Paul tells them not to let anything worry them because the God of Peace will always be with them if they put into practice what they have learned.

With this confidence we ask God through the intercession of Our Lady of the Rosary: give us peace.

sábado, 3 de octubre de 2020

San Francisco de Borja

 sábado, 3 de octubre de 2020

San Francisco de Borja


Francisco, bisnieto del Papa Alejandro VI y del rey de Aragón, Fernando el Católico, nació en Gandía en 1510. Se educó en la corte del emperador Carlos y se casó con Leonor de Castro, dama de la emperatriz, con la que tuvo ocho hijos. 

Nombrado Virrey de Cataluña, al morir su padre heredó el título de duque de Gandía y se retiró a su ciudad natal donde fundó la Universidad. Tenía treinta y seis años cuando quedó viudo y decidió entrar en la Compañía de Jesús. Diecinueve años después fue elegido General de la Orden y ejerció el cargo durante siete años, hasta su muerte en 1572. 

San Ignacio de Loyola envió una carta a Carlos de Borja, marqués de Lombay y primogénito de san Francisco. En ella le recordaba que, si había heredado de su padre títulos y riquezas, había recibido también de él un ejemplo de humildad y santidad y que esta herencia espiritual era más importante que la primera.

Pedimos por intercesión de la Virgen del Rosario que la herencia de los santos dé fruto en nosotros. 



Saturday, October 3rd, 2020

San Francisco de Borja


Francisco, great-grandson of Pope Alexander VI and the King of Aragon, Ferdinand the Catholic, was born in Gandía in 1510. He was educated in the court of Emperor Charles and married Leonor de Castro, lady of the Empress, with whom he had eight children .

Named Viceroy of Catalonia, when his father died he inherited the title of Duke of Gandía and retired to his hometown where he founded the University. He was thirty-six years old when he became a widower and decided to enter the Society of Jesus. Nineteen years later he was elected General of the Order and held the position for seven years, until his death in 1572.

Saint Ignatius of Loyola sent a letter to Carlos de Borja, Marquis of Lombay and first-born of Saint Francis. In the letter he reminded him that, if he had inherited titles and wealth from his father, he had also received from him an example of humility and holiness and that this spiritual inheritance was more important than the first.

Let us ask through the intercession of the Virgin of the Rosary that the inheritance of the saints bear fruit in our lives.