CINCO MINICHARLAS SOBRE LA CONFESIÓN
I
EL EXAMEN DE CONCIENCIA
Código de derecho canónico (canon 901): «El que después del Bautismo ha cometido pecados mortales que por las llaves de la Iglesia no han sido aún directamente perdonados, debe confesar todos aquellos de los cuales tuviere conciencia después de un diligente examen de sí mismo y explicar en la confesión las circunstancias que cambian la especie del pecado».
Si el Código dice «después de un diligente examen de sí mismo» es porque el examen de sí mismo va primero. Hasta aquí la lógica tonta.
Que a ese examen de sí mismo se lo suele llamar “examen de conciencia” es de sobra sabido.
Por eso la primera minicharla se titula “examen de conciencia”.
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En realidad la conciencia —si no está endurecida por el hábito del pecado o cegada por la ignorancia— nos manda mensajes continuamente sin necesidad de que la examinemos. A veces son mensajes muy positivos: «¡Bien hecho!», nos dice. Y entonces experimentamos la satisfacción del deber cumplido y nos induce a dormir a pierna suelta, digan lo que digan los demás, porque nuestra conciencia nos ha alabado y no hay nada más reconfortante que la alabanza de la propia conciencia. Otras veces son reprobatorios: «¡Sinvergüenza!», apostilla con el tono de una madre enfurecida porque —una vez más— la hemos engañado. «Eso no ha estado bien», susurra justo cuando estamos a punto de dormirnos. «¿No crees que habría que estudiar eso un poco más?», sugiere cuando estamos a punto de tomar una decisión a la ligera.
Si no hay nada más placentero que la alabanza de la propia conciencia tampoco hay nada más intimidatorio que la reprobación —«¡sinvergüenza!»— de la conciencia que aparece como una madre blandiendo una zapatilla. Y nada que nos desvele y nos inquiete y nos quite el sueño como ese juez interior y amigo que nos dice: «Eso no ha estado bien». Ni hay nada que nos invite con más eficacia a evitar la superficialidad que esa advertencia cordial: «¿Lo has pensado bien? No deberías estudiar un poco más el caso antes de tomar una decisión?».
La conciencia es la voz de Dios en el corazón. Cuando se hizo Carne le impusieron por nombre Jesús. La Iglesia Católica —la que Jesús fundó sobre Pedro por nuestros pecados— es el eco de esa voz contra la que no prevalecerán los poderes de las tinieblas.
Nótese que la promesa no es para la conciencia individual que puede ser domesticada y acallada fácilmente. No se dice que el poder de las tinieblas no prevalecerá sobre la conciencia de uno —sobre la mía, por ejemplo, o sobre la del buen Judas o sobre la tuya, amable lector— o sobre lo que llaman «libre examen». Sobre todo eso puede prevalecer, y prevalece a menudo, el poder de las tinieblas. Lo que se dice es que el poder de las tinieblas no prevalecerá sobre Cristo, voz de Dios hecho Carne, ni sobre el eco de esa voz que es la Iglesia.
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¿Entonces?
Pues, entonces, amable lector, no sé qué más decirte. Aunque tu conciencia no estuviera deformada por el pecado y anque fuera tan transparente como la de la Virgen María o la de san José, para alcanzar el Cielo necesitarás que Jesús la ilumine como iluminó la de esas dos criaturas perfectísimas: María y José.
Si tu conciencia fuera como la de la Virgen María —cosa imposible a menos que hayas sido concebido sin pecado original— no necesitarías examinarla porque estaría iluminada indefectiblemente por Cristo. Si tu conciencia fuera como la de san José —cosa imposible a menos que seas san José— cuando estuvieses a punto de cometer un error por amor de Dios, el mismo Dios te mandaría un ángel para decirte: «No cometas el error de repudiar a María porque lo que ha concebido en su seno es obra del Espíritu Santo».
Pero si tu conciencia anda un poco adormecida o, peor, como la mía, está entusiasmada un día con el misticismo de la New Age o del Dalái lama, otro con el hedonismo de la New Age y del Dalai lama y otro con el estoicismo de la New Age y del Dalai lama y ya no rezas el Padre Nuestro cada día porque aprendiste a rezar con los Beattles o con los raperos te aconsejo, con el Código de Derecho Canónico, que, antes de confesar tus pecados, hagas un diligente examen de conciencia contemplando con amor la Cruz de Cristo y rezando con humildad el Ave María.
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La conciencia —la mía, por supuesto, pero también la tuya, amable lector, y hasta la del Dalai lama o la del Papa o la de John Lennon— puede estar tan endurecida que ya no nos advierta contra el pecado. Entonces si no la examinamos a la luz de Dios, su puesto lo ocupará el Padre de la Mentira que vendrá a decirte: «Tú reciclas las basuras. Tú pagas los impuestos. Tú no matas ni robas y, además, andas siempre muy indignado contra los otros, contra los que hacen lo que tú no haces, contra los malos. Si me crees serás como Dios».
Pero las puertas del Infierno no prevalecerán contra Cristo ni contra la Iglesia que reza diciendo «perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden» y que empieza cada Misa invitando a todos a reconocer sus pecados para celebrar dignamente los sagrados misterios.
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Padre Nuestro que estás en Cielo… Dios te Salve, María, llena eres de Gracia… Y ahora el examen de conciencia a la luz de Dios. Y luego, con la gracia de Dios, la confesión.
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Esta minicharla ha salido un poco larga. Perdón.
Thank You Father.
ResponderEliminarI hope to make my Confession on Thursday.
Please pray for me.
God Bless, J.
Muchas gracias. Esto es muy necesario recordarlo (para mí al menos). Lo del examen de conciencia es superimportante, aunque muy difícil, porque el tipejo ese de los cuernos anda siempre enredando para impedirlo. Será precisamente por lo importante que es. No le conviene.
ResponderEliminarNo le conviene al Malo que andemos hablando con Dios.
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