martes, 27 de octubre de 2020

II Dolor de los pecados y propósito de la enmienda

 II

DOLOR DE LOS PECADOS Y PROPÓSITO DE LA ENMIENDA


También se llama arrepentimiento. 

Cuando es perfecto se llama contrición y es, sin más, un acto de amor de Dios que  aniquila el pecado. A san Pedro y a la Magdalena los llevó a llorar mucho, razón por la cual ambos se hicieron dignos de la bienaventuranza del consuelo prometido a los que lloran. 

Para que la confesión sea válida basta con ese arrepentimiento imperfecto que se llama atrición. En la parábola del hijo pródigo se nos cuenta que el manirroto razonaba así en su ruina: «En la casa de mi padre se come estupendamente y yo aquí me estoy muriendo de hambre. Me pondré en camino, volveré a mi Padre y le diré: he pecado contra el cielo y contra ti. No espero que me recibas como a un hijo y me basta con que me aceptes entre tus criados». No parece un arrepentimiento muy perfecto el que solamente considera el pecado como un mal negocio pero algo es algo y, si nos mueve a reconocer que hemos obrado mal y a volver a Dios, Él mismo se encargará de prepararnos una fiesta de reconciliación que provocará la envidia de los que nunca han roto un plato en su vida. 

Sea perfecto o imperfecto salta a la vista que el arrepentimiento es un acto noble y muy humano. 

Lo contrario del arrepentimiento es el endurecimiento del corazón que nos lleva a justificar el pecado y a decir: «no me arrepiento de nada». Esto también es muy humano pero no tiene nada de noble y es la característica de los demonios y de los que han sido arrastrados por ellos al infierno. Simplemente no quieren reconocer lo que reconoció el buen ladrón: que él estaba en la Cruz por sus crímenes mientras que Jesús era inocente. 

No conviene dejar el arrepentimiento para el último momento. Por eso es aconsejable examinar la propia conciencia muchas veces al día y estar, como aconseja Jesús, en vela. Pero el ejemplo del buen ladrón se nos ha dado para que comprendamos que una vida que ha ido muy mal puede acabar muy bien. Si nuestro último aliento se convierte en una bendición de Dios, entonces nuestra vida, por mala que haya sido, será un canto a la misericordia de Dios. 

Es tal el poder liberador del arrepentimiento que el Padre de la Mentira ha inspirado abundante literatura —y no de mala calidad— para convencer a los espíritus refinados de que arrepentirse en el último momento es una debilidad mientras que autoafirmarse —sostenella y no enmedalla— hasta el final contra Dios es el colmo de la elegancia. 

«Un corazón contrito y humillado, Tú, Señor, no lo desprecias». 



Pero. ¿Qué pasa si, después de examinar diligentemente mi conciencia como el justo Job, no hallo en ella nada que me acuse? 

Pues pueden pasar dos cosas. Una mala y otra buena. 

La mala es la que le pasó al fariseo de la parábola que decía: «te doy gracias, Señor, porque yo no soy ladrón y adúltero como la gentuza o como ese publicano que está ahí dándose golpes de pecho. Yo soy bueno». 

Jesús contó esa parábola para advertirnos de  que nuestro examen de conciencia puede ser muy deficiente. Siempre lo es cuando confronta nuestro Yo mejor con lo peor de los demás

Suele decir un hermano mío muy simpático: «Cuando me miro me doy asco, pero cuando me comparo con los demás me encanto». Esto es lo malo. No de mi hermano que es bromista y juega con la ironía, sino de mí y de ti, amable lector. Que podemos examinar nuestra conciencia comparándonos con los demás y concluir que somos mejores que ellos. 

De todas formas  también puede ocurrir —aunque es muy raro— que después de un diligente examen, alguien concluya que no tiene nada de lo que arrepentirse, no porque se considere mejor que los demás comparándose con ellos sino porque su alimento ha sido siempre hacer la Voluntad del Padre. Ese tal será alguien tan excepcional como Job. Sufrirá con paciencia todos los males que le sobrevengan y, aunque su sufrimiento lo lleve a maldecir el día en que su madre lo arrojó al mundo, bendecirá a Dios con palabras inmortales: «Yo sé que mi Redentor vive».

Amable lector: tú puedes ser un Job —imagen de Cristo— que sufre por causa de la justicia. Si todos tus sufrimientos —como los de Cristo— manifiestan la gloria de Dios no necesitas confesar tus pecados porque toda tu vida es alabanza de Dios. Reza por mí que tiendo a examinar mi conciencia comparándome con lo que juzgo peor de los demás y no me atrevo a mirar a Jesús en la Cruz.

Nosotros, los espíritus exquisitos nos hacemos la ilusión  de que somos como Antonio Machado y ya ni podemos ni queremos cantar al feísimo Cristo de los gitanos, siempre con sangre en las manos, siempre por desenclavar. Hemos leído tantas poesías sobre Cristo que ya no podemos ni queremos cantarle una saeta a la Cruz y nos pasamos la vida re-citando las poesías de otros como si fueran nuestras. 


«Un corazón contrito y humillado, Tú, Señor, no lo desprecias».

2 comentarios:

  1. Magnífica entrada don Javier. Acusarse y no excusarse, la de pretextos que me encuentro y lo cicatero que soy para encontrarlos en los pecados del otro. Tras mi conversión encuentro que, además del Evangelio, Salmos como el Miserere que cita y la lectura del ladrillito naranja también me ha ayudado a enderezar la conciencia para el examen, sobre todo en el cajón de la omisión. Abrazos fraternos.

    ResponderEliminar

Es usted muy amable. No lo olvide.