El pasado domingo, nuestro Buen Jesús decía que había venido a traer fuego y división. Los que entendieron que aquello era una cosa mala y amenazante deben prepararse para otra peor: el próximo domingo, nuestro Buen Jesús nos dirá que la puerta de la salvación es estrecha.
Los que entendieron que el anuncio del domingo pasado era una cosa mala y amenazante entendieron mal. El fuego que Jesús ha venido a traer a la tierra no es el de los que se dedican a quemar contenedores y bosques. Robespierre y Lenin quisieron acabar con el mal del mundo utilizando la guillotina y otros medios más sofisticados y científicos. Naturalmente, y gracias a Dios, fracasaron. Si hubieran triunfado ya no habría ni bien ni mal porque no quedaría en el mundo ni un bicho viviente.
Jesús, mucho más modesto y realista, no se propuso acabar con el mal en el mundo y ni siquiera se planteó esa bobada de hacer un mundo mejor. Su propósito fue el de vivir en este mundo como un cordero entre lobos. Lo consiguió y venció a los lobos. Y esa fue la división que vino a traer: la división entre lobos y corderos, entre el bien y el mal. Vino a decir que no es posible el matrimonio entre el Cielo y el Inferno y que, si no debemos separar lo que Dios ha unido, tampoco debemos unir lo que Dios ha separado.
A mí no me preocupan tanto los Robespierre y los Lenin, tipos admirables por su empeño, cuanto el pensamiento de que el Buen Jesús -que se dejó la piel viviendo como un cordero entre lobos- no nos ha dejado en el Evangelio una fórmula para entrar en el Reino de los Cielos sin que nos dejemos la piel -o la mano derecha, o el ojo derecho, o la vida- en el intento.
Me preocupa porque, la verdad, amo esta vida que tengo y no quisiera perderla por una nonada. No tengo ni una pizca de revolucionario, lo confieso. Por eso mismo el Evangelio del domingo pasado no me parece una mala noticia ni una cosa amenazante sino el alegre anuncio de que, aunque no podemos ni debemos intentar acabar con el mal en el mundo, podemos vivir como ovejas entre lobos sin convertirnos en lobos y, por ese camino, vencer a los lobos. Me parece una promesa creíble.
Lo peor, a primera vista, es lo del domingo que viene: la puerta es estrecha, muchos intentarán entrar y no podrán.
Convencido como estoy de que el Evangelio es una Buena Noticia trataré de entenderlo así. Pero, ¿puede entenderse así, como buena noticia, una palabra que dice que la puerta es estrecha y que muchos intentarán entrar y no podrán?
No me convencen mucho esos hermanos míos sacerdotes que lo solucionan todo diciendo que no hay infierno, que todos nos salvaremos y que cuando Jesús hablaba de la puerta estrecha solamente pretendía asustar e intimidar un poco a los fariseos. Y no me convencen porque (aparte de que es una herejía) me parece que alguien que abraza algo tan horrible como una muerte de Cruz y nos anima a hacer lo mismo no puede estar bromeando.
Me convence más el mismo Jesús. Él es la puerta. Es una puerta abierta para todos. Para que todos podamos entrar por ella se hace hombre en todo semejante a nosotros menos en el pecado. Quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento de la Verdad. Pero -y aquí lo mejor de la noticia- no es solamente que lo quiera, es que lo puede hacer. Puede -porque es Dios- hacer que todos nos salvemos y lleguemos al conocimiento de la Verdad. Lo que no puede hacer -porque es Dios- es que nos salvemos sin conocer la Verdad. Lo que no puede hacer -porque es Dios Veraz- es que nos salvemos engañados. No puede engañarse ni engañarnos. Por eso, cuando le preguntan si serán pocos los que se salven, no pretende engañarnos ni asustarnos sino ponernos en el camino -ciertamente difícil para el hombre pecador- de la Verdad.
El tropel de los que gritan «ábrenos la puerta» retrata a la masa de los que pasamos la vida mirándonos el ombligo cada vez más fijamente. «Yo he sido bueno». «Yo he sido». «Yo merezco». «Yo».
La Buena Noticia es que basta con decir «No soy digno de que entres en mi casa y, mucho menos, pretendo entrar en el Cielo tal como estoy, pero sé que una palabra tuya bastará para sanar mi alma».
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