domingo, 17 de noviembre de 2024

Diario. Domingo, 17 de de noviembre de 2024

 San Miguel de Salinas

domingo, 17 de noviembre de 2024


18.26

Llego a la casa abadía y me siento ante mi Mc ardiendo en deseos de escribir lo que ha pasado en las últimas seis horas inolvidables que se me habrán olvidado dentro de cinco minutos si no las escribo ahora. 

A las doce y media empezaba —como de costumbre— la misa en San Miguel. Contra toda costumbre, introducía yo una monición recordando a la congregación que doña Nati cumple hoy noventa y tres años y que Ana Isabel y Wilder celebran hoy —día diecisiete— diecisiete años de casados. El anuncio ha sido acogido con regocijo pero la congregación se ha limitado a sonreír sin perder el recogimiento que conviene desde el inicio de la misa. La misa ha continuado como de costumbre. 

En la homilía me he dirigido a los niños para enseñarles una oración de solamente tres palabras —«Ven, Señor Jesús»— que recitamos siempre en mIsa sin darnos cuenta. Le he anunciado que, desde hoy y hasta la Navidad, la cantaremos en Misa para que nos demos cuenta de lo que pedimos y les he explicado que cantar en misa «Ven Señor Jesús» es lo mismo que cantar en en cualquier parte esa parte del Padrenuestro que dice: «Venga a nosotros tu reino». 

Terminada la misa me he despedido de Samael estrechando su mano y agradeciéndole su valiosa ayuda. Luego he felicitado a doña Nati —muac, muac y todo eso— y a Ana Isabel y a Wilder. 

Doña Nati se ha marchado para celebrar su cumpleaños con su familia. Ana Isabel, Wilder, Luciana y Camila han quedado en venir a recogerme a las dos para celebrar su aniversario en casa de Heidi y Armin. 

A las dos me han recogido —como estaba previsto— y hemos ido a casa de Heidi y Armin que habían invitado también a Bea y que habían preparado una mesa preciosa y una comida excelente para la ocasión. 

Por el camino —como es noviembre— hemos ido hablando de muertos. He empezado yo recordando a mis hermanos José Miguel, Jorge y Juan Manuel. Ana Isabel ha recordado a su hermano que fue asesinado en Colombia un año antes de la muerte de mi hermano José Miguel. A Camila no le gusta nada que la gente se muera y se entristece mucho cuando pasa, pero ya se va acostumbrando a hablar de todo eso con normalidad sobrenatural en noviembre. 

En casa de Heidi y Armin nos hemos reído mucho, como siempre. Hemos pedido a Ana Isabel y a Wilder: «¡Contadnos, por favor, cómo os conocisteis». Y ha empezado a hablar Ana Isabel. Todos los ojos estaban fijos en ella. 

Ana Isabel ha empezado a contarnos que se conocieron en diciembre del 2006. Que, una su prima le presentó a Wilder y que nada más verlo quedó flechada y le propuso estrechar una relación de amistad. En ese momento ha señalado a Wilder y nos ha dicho: «¿Ven? ¡Ya está llorando!». Nos hemos vuelto hacia Wilder y hemos comprobado que, en efecto —aunque disimuladamente— estaba llorando por la emoción de los recuerdos de su amable esposa. 

Wilder, un poco repuesto, nos ha contado que a él le pasó lo mismo con ella. Quedó flechado nada más verla. Pero había un problema. Él tenía una novia y, aunque las cosas entre ellos no andaban muy bien, de ninguna manera podía consentir en estrechar lazos de amistad con la lindísima muchacha a la que acababa de conocer. Así que le dijo, con estas o semejantes palabras: «No soy libre, mi doña». Y se despidieron. 

En marzo de 2007, Wilder llamó a Ana Isabel para decirle con estas o semejantes palabras: «Estoy libre solamente para usted, mi doña». Se casaron el diecisiete de noviembre de ese mismo año. Tres años y tres días después nacía su primera hija a la que bautizaron con el nombre de Luciana. Wilder aún llora cuando recuerda estas cosas sin dejar de repetir. «¡Bendito sea Dios!» A su mujer y a sus hijas les hace mucha gracia ver llorar a Wilder. Yo estoy convencido de que él llora de verdad, sin disimulo, por pura felicidad. Pero creo que también lo hace para verlas a ellas reír. 

A las seis y cuarto nos hemos despedido de Heidi y Armin. Bea ya se había ido. 

A las seis y veinte, Ana Isabel, Wilder y las niñas me han dejado en El Paseo. He vuelto a la casa abadía ardiendo en deseos de escribir las seis horas que acabo de escribir cuando el reloj del campanario da las siete. 



20.39

Vuelvo a sentarme ante mi Mc. 

Ya he escrito con setecientas cuarenta y siete palabras lo que ha pasado en las seis horas más interesantes de este día. Pero ardo en deseos de contar más y me pongo a recapitular el día. 

¿Diré que, a las ocho de la mañana, cruzaba El Paseo, abría la iglesia, rezaba el oficio de lectura y las laudes y me sentaba para mirar fijamente al sagrario? Ya lo he dicho. Si no tuviera tanto sueño escribiría muchas más cosas sobre el silencio de El Paseo y sobre la oración de la mañana. Pero tengo mucho sueño. 

¿Diré que, a las nueve y media, salía para Torremendo y que allí, a las diez, celebraba la primera misa del día y bautizaba —asistido por el amable archidiácono— a Bela, una niña gordita hija de unos belgas? ¿Hablaré de los niños que rodeaban al archidiácono, a Bela y a su parentela belga siguiendo con los ojos muy abiertos los sublimes y sencillos ritos de la iluminación bautismal? ¿Quién podría contar todo lo que pasa en una misa con bautismo? 

¿Diré que he vuelto a San Miguel y que, antes de la misa de doce y media, tres penitentes han pedido confesión? De esto último no se puede hablar. Solamente cabe admirarse. 

De lo que ha pasado entre las doce y media y las seis y media ya he dado cuenta someramente. Muy someramente porque, ahora que lo pienso, me doy cuenta de que ni con cinco mil palabras se podría contar la alegría de esas seis horas. 

Diré, sí, que a las siete y media he ido a casa de doña Nati porque tenía muchas ganas de volver a felicitarla —muac, muac y todo eso— por su cumpleaños. 

Pero me muero de sueño y nada diré de lo que he vivido en casa de doña Nati desde las siete y media hasta las ocho y treinta y nueve. 

Es imposible contarlo todo. Uno necesitaría estar escribiendo sin  parar durante diez días y diez noches, o más, para contar un día. Y ni así lo contaría. 

21:21

Sé que no he contado nada. Tengo que rezar completas y cerrar la iglesia. Mañana será otro día. Traerá alegrías y penas. Habrá que empezar a rezar desde esas penas y desde esas alegrías sin quedarse en ellas porque son penas y alegrías que pasarán con este mundo que pasa. «El cielo y la tierra pasarán» etc. Esta página de mi  diario ya es, casi, cosa de ayer. 

¡Ven, Señor Jesús! Cuéntanos el cuento de nuestros días y de nuestras noches desde el momento en que los soñaste, antes de la fundación del mundo. 

Durará una eternidad el cuento. Cuando se acabe esa eternidad, todos tus niños gritaremos: «Por favor, cuéntalo otra vez». Y volverás a contar nuestras vidas por los siglos de los siglos. Y, por los siglos de los siglos, volveremos a gritar con el buen Chesterton a quien, al parecer, los obispos de Inglaterra —tan aficionados al golf— no consideran digno de ser canonizado: «Cuéntalo otra vez».

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