San Miguel de Salinas
sábado, 14 de septiembre de 2024
Anoche le eché un vistazo a mi agenda de hoy:
10.30 Confesonario.
11:00 Misa en San Miguel.
11:30 Cita con Mari Carmen y José María.
18:00 Salir para Torrevieja.
19:00 Misa en la parroquia de El Salvador.
20:00 Misa en La Mata.
Muy bien.
Hoy, antes de las diez y media tenía que cumplir la amable rutina que inicia mis sábados y que incluye un desayuno con mesa, mantel y un huevo frito o algo así. Un ligero inconveniente ha venido a perturbar mi rutina de los sábados. Por alguna razón, la aplicación de la Conferencia Episcopal que suelo usar para rezar la liturgia de las horas traía este mensaje: «Sábado 14 de septiembre. Sin días litúrgicos». He tenido que buscar mi viejo breviario. Ha sido un poco latoso lo de registrar el libro y prepararlo, pero luego ha sido lindo rezar con él, como antaño. Con Te Deum y todo porque estábamos celebrando la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz.
El día ha amanecido nublado. Me gustan los días así. Son muy escasos por esta parte del mundo.
A las diez y media Teresa ya estaba en la iglesia y me informaba de que Joan, temerosa de la lluvia, no iba a venir. Poco después ha llegado Iván, el belga, y se ha sentado para mirar fijamente el sagrario. Yo, como estaba previsto: confesonario, misa y encuentro con Gema y José María. Ella es de Cox, él de Catral, se casan en febrero y están haciendo el cursillo conmigo. Van leyendo las minicatequesis que les mando y, una vez al mes, nos vemos para tomar un café y comentarlas.
Nos hemos despedido a las 12:45. Muy bien. Ángelus.
Había que preparar otra minicatequesis para Gema y José María y mandársela. Lo he hecho. Había que leer veinte mensajes de WhatsApp y lo he hecho.
Tocaba entonces meterse con la homilía del domingo XXIV. La aplicación de la Conferencia Episcopal ya funcionaba correctamente. He preparado un esquema de homilía que puede pronunciarse, hablando despacito, en cinco minutos.
Se acababa la primera parte del día y venía la rutina que da inicio a la segunda parte con la comida en casa de doña Nati. Estaban con ella Gracia —a la que siempre llamo Gloria— y José María. Luego se nos ha unido, para la tertulia, Raúl. Y luego la visita al Santísimo, las noticias en Antena 3 y los misterios gozosos.
A las cuatro y cuarto ya tenía otro montón de mensajes en WhatsApp. Tres preguntaban por el horario de misa de esta tarde.
A las cuatro y media he vuelto a la iglesia para mirar fijamente al sagrario escuchando una sencilla y piadosa meditación sobre el encuentro entre Zaqueo —el bajito— y Jesús.
Cuando el reloj del campanario ha dado las cinco he vuelto a la casa abadía. Me ha parecido oír la llamada del tronco de brasil y del ficus: «ven a vernos». He bajado al patio para regarlos.
Se acercaba, lenta pero inexorablemente, la hora de salir para La Mata y aún tenía que hacer mi lectura diaria de Las Moradas y del Evangelio de San Lucas. Todavía he tenido tiempo de leer el capítulo 17 de «Una escala humana» titulado «Recuperar el nombre de las cosas» en el que el autor reflexiona sobre la neolengua. Acaba con esta cita de Ernst Jünger: «La ley y el dominio en los reinos visibles y aun en los invisibles comienzan con el poner nombre a las cosas». Muy bien.
El reloj del campanario daba las seis cuando salía yo para afrontar el últmo tramo del día.
En El Salvador he vuelto a encontrarme con el profeta de luengas melenas blancas que, nada más verme, ha venido corriendo hacia mí y me ha acompañado hasta la sacristía pronunciando oráculos oscuros —algunos de ellos del tipo escatológico— mezclados con proverbios chinos y con algún dicho de amor y luz. Solamente recuerdo este: «Yo practico la misericordia. A veces voy a la iglesia y doy seis euros. Al cabo del año puedo haber dado hasta sesenta».
Segunda misa. Durante la homilía he tenido que hacer algunas pausas porque sonaban los teléfonos y se oían estruendosas y persistentes toses. Resultado: mi comentario a las lecturas ha durado siete minutos y algunos segundos.
En La Mata, a las ocho, he celebrado la tercera y última misa del día. La homilía ha durado seis minutos y medio y, al terminar la misa, tres penitentes han pedido confesión. Muy bien.
Entonces he saludado a María GC que habia reservado una mesa para en un bonito restaurante junto al mar, a unos pasos de la iglesia. Su primer regalo ha sido una azucena de mar olorosísima, con un perfume dulce como el del galán de noche. Hemos llegado al restaurante a las nueve en punto y hemos llamado a JCR, que está en Madrid, para saludarlo.
Luego María —que me ha invitado a cenar— me ha llevado en su coche hasta el aparcamiento donde había dejado yo el mío y me ha entregado los últimos regalos: una botella de Moet Chandon, una bolsa de colines y una botellita de alcohol de citronela. Se lo he agradecido todo mucho, claro.
A las once aparcaba el coche en San Miguel y, cruzando la calle, saludaba a Gracia y a Josemaría —que estaban de tertulia en la acera— y entraba para saludar a doña Nati, para darle la azucena de mar y para dejar en su casa la botella de Moet Chandon y los colines.
Inmeditamente —y con mucho sueño— he vuelto a la casa abadía para escribir esta página de mi diario.
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