San Miguel de Salinas
miércoles, 4 de septiembre de 2024
7:10
Salgo de casa. Está chispeando. Abro la iglesia y me voy al hospital.
Ya no se ve el amanecer a estas horas. La salina es un espejo de plata y, al fondo, se se ve la línea de luces de Torrevieja como un collar de piedrecitas anaranjadas. Sigue lloviznando.
Están construyendo un edificio bastante grande cerca del auditorio. Acaban de poner la bandera de Españita, señal de que han cubierto aguas. Recuerdo que en Suiza, frente a ala casa de H&A, estaban levantando otra y pude ver cómo celebraban el momento con una comida y poniendo sobre la cubierta no una bandera sino un abeto. Un abaeto pequeño, claro.
Llevo purificadores limpios —gracias, Joan— y una botella de alcohol de romero para la piscina.
7:30
Preparo el altar para la misa votiva de san José porque es miércoles.
Oficio de lectura y laudes.
8:00
Primera misa.
8.40
Recojo todo y me siento para mirar fijamente al sagrario.
9:20
Subo los ochenta y un escalones y salgo para San Miguel.
10:00
Pongo una lavadora y un poco de orden en la casa abadía. Llamo a Miguel S. Él y Dora tienen una noticia para mí. ¡Qué emoción! No contesta.
10:30
Voy a la iglesia, me revisto y me instalo en el confesonario. Tercia.
11:00
Segunda misa votiva de san José.
11:45
Vuelvo a la casa abadía y descubro una cucaracha que se ha quedado muy quieta al verme. Por fotuna, tengo muy a mano el insecticida. Acabo con su vida.
Aprovecho para rociar el patio con insecticida y aseo el aseo.
12:00
Ángelus.
Invito a comer a doña Nati, a Joan y a Matthew. Aceptan.
Despacho parroquial. Actualizo el libro de misas. El archidiácono me pide copia de una factura de Torremendo. Busco la carpeta de facturas de Torremendo. No la encuentro. Rebusco y constato que no está. ¿Con estupor? Sí, con estupor lo constato. Busco una explicación para el fenómeno. ¿Es posible que la tirase a la basura por el error la última vez que, poseído de un frenético espíritu purificador, hice limpieza en el archivo? Sí, es posible. Escribo al archidiácono.
Voy al banco para pagar dos facturas de San Jorge.
13:00
Voy a buscar a Joan y a Matthew.
13:15
Recojo a Joan y a Matthew y vamos a buscar a doña Nati.
13:30
Recogemos a doña Nati y vamos a comer a Bigastro.
16:00
Volvemos de Bigastro y dejamos a doña Nati en su casa. Iván, el belga, me da cincuenta dólares porque quiere ayudar a la parroquia. Dios se lo pague.
Voy a dejar a Joan y a Matthew en su casa.
16:45
Vuelvo a San Miguel. Teresa ya está en la iglesia preparando el funeral. Charlamos.
Voy a la casa abadía.
Apunto los cincuenta dólares en la cuenta de San Miguel. Apunto las transefrencias a San Jorge. Archivo las facturas de san Jorge.
17:15
Misterios gloriosos.
Vísperas.
18:00
Tiendo la ropa que puse esta mañana en la lavadora.
18:20
Salgo para La Mata. Saludo al archidiácono que ha oficiado el funeral y está hablando con Carmen. Atasco en Torrevieja. Cuando aparco el coche faltan solamente diez minutos para la misa y tengo que caminar durante ocho hasta la iglesia. Mejor no ir leyendo esta vez. Recorro el paseo de las chicharras con sus olivos y acebuches y adelfas. Llego a la placita de la escuela de danza. Hoy bailan al son de algún palo flamenco. La placita de los ficus enanos no pequeños y la iglesia.
18:58
Me revisto y empieza, con dos minutos de retraso, la misa de siete.
19:45
Vuelvo al coche leyendo, ahora sí, el capítulo «Honor» de Una escala humana. Podría zamparme el siguiente capítulo pero prefiero tratar de responder a algunas preguntas que me venían a las mientes; concretamente, tres preguntas:
Primera: ¿A qué escritor me recuerdan estos microensayos o lo que sean?
Segunda: ¿Cuál es su tono dominante?
Tercera: ¿Podría yo hacer una lista de personas dignas de confianza, honorables? Como la lista se me antoja, de entrada, larguísima, la cambio por esta otra: ¿qué ejemplos de honorabilidad recuerdo haber contemplando en el último mes?
Así que decido no zamparme otro capítulo y arranco mi Seat León cuya limpieza —gracias, Wilder— ha elogiado hoy Joan. Y salgo para San Miguel disfrutando del sol —ahora poniente sobre las salinas— que parece sugerirme la respuesta a la segunda pregunta. Lo que llevo leído de Una escala humana está escrito con los tonos o tintes del ocaso o como se diga. Adjetivos como «melancólico» no harían justicia a unos textos que combaten la melancolía de un modo, en verdad, inteligente. No hay en ellos atisbo alguno de complacencia hacia nuestro tiempo, pero tampoco de condena o de amargura. Sí: este fuego vespertino del sol que nos invita a recogernos y a recoger lo mejor del día que se acaba es el que ilumina este librito.
Mis divagaciones no me impiden conducir del modo más honorable. Cedo el paso gentilmente a los peatones que cruzan por los pasos de cebra y los que cruzan como cebras a cada paso. Inspirado por la luz vespertina y por mi última lectura, voy repartiendo saludos y bendiciones, como el Papa.
Y me vienen a la memoria dos escritores muy queridos: Antoine de Saint-Exupéry —cuya Ciudadela me parece un prodigio— e Ignacio García de Leániz y Caprile que me honra con su amistad desde los tiempos del colegio y que sabe todo lo que un ser humano puede saber de T.S. Eliot. ¿Por qué razón la lectura de Carlos Marín-Blázquez me recuerda a estos —finalmente tres— escritores? Solo Dios lo sabe.
Yo voy llegando a san Miguel y ya tengo en mi memoria una lista larga, larga, de ejemplos de honorabilidad que me han dado en agosto y en lo que va de septiembre.
20:40
Mientras hago la cola para pagar en Más y Más, empiezo a leer el capítulo intitulado «Palabras para un tiempo que se agota» pero, entre unas cosas y otras, no paso de la primera página que empieza así de bien: «Vivimos en las postrimerías de una época». Y, luego, dice «epílogo», «caducidad», «extravío», «sordo espasmo de angustia», «vértigo». Me saluda un amigo, le devuelvo el saludo. El cajero, que se llama Javier y que es bastante socarrón, me dice: «Son veinticinco cincuenta, Padre. ¿Quiere una bolsa?».
21:00
Ya en la iglesia —que huele a incienso por el funeral— rezo completas. Cuando voy a cerrar las puertas llega una señora que parece triste: «¿Va a cerrar?». Le digo que pase y que no se preocupe porque puedo cerrar más tarde. Me dice que va a ser solamente un momento y entra. Cosa de un minuto después depués sale y se despide de mí con una sonrisa aunque se adivina que lleva encima alguna carga grande. Vuelvo a entrar en la iglesia para rezar por ella. Cuando salgo, El Paseo está iluminado por la última luz crepuscular, o algo así.
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