San Miguel de Salinas
lunes, 16 de septiembre de 2024
Según mi rutina de los lunes, esta mañana abrí la iglesia a las siete y salí para el hospital disfrutando de una bella aurora sobre las salinas y pensando para mí: «Dentro de unos días ya no habrá aurora a estas horas». Preparar el altar, oficio de lectura, laudes, primera misa del día, recogerlo todo, mirar fijamente al sagrario, subir los ochemta y un escalones que van de la capilla a la azotea del hospital…
Había salido de casa en ayunas y, después de lo de los escalones, decidí ir a la cafetería y puse, inmediateamente, por obra mi decisión. En la cafetería me entretuve leyendo «El susto» de EGM, y el diario de Elena M Tascón.
De vuelta a San Miguel —sorpresa— los pintores ya estaban pintando otra vez en la puerta de la iglesia. Esta vez, sobre el azul cielo, estaban dando una capa de pintura color cholate con leche. Saludé a Joan y la ayudé a ordenar el altar cara al pueblo porque hoy venía el arcipreste a celebrar la misa.
Entonces aparecieron Teresa y Mari Carmen. Mari Carmen, sonriendo se acercó a decirme: «¡Qué bien, ya están pintando! ¿Está usted contento? ¿este color le gusta más?». A lo que respondí, con regocijo de Teresa: «La verdad, me gustaba más el color azul cielo». Y Mari Carmen: «Bueno, pero, como se desataron tantas furias!». Y yo, para regocijo de Teresa y de Mari Carmen: «No solamente me gustaba más el color azul cielo sino que usted me gusta muchísimo más que las furias porque es usted alegre, buena, tranquila y generosa. Y me dio mucha alegría verla en msa el domingo con su esposo».
Pasé por el banco para ingresar las colectas del fin de semana.
Luego me fui al confesonario y recé tercia ofreciendo la hora por los cristianos perseguidos. También apunté en las cuentas parroquiales los movimientos del banco.
A eso de las once menos diez, abrí la puerta del garaje y me planté allí, de guardia, para dejar libre la entrada y que pudiera aparcar el arcipreste. Le mandé un mensaje: «Puedes aparcar en la puerta del garaje».
Estaba allí, de guardia, cuando —sorpresa— Simon, que llevaba más de dos años sin dirigrme la palabra, se acercó a mí sonriente: «Hola Padre Havié». Noté que su español ha empeorado mucho desde la última vez que hablamos y que su acentazo inglés se ha hecho más espeso aunque su humor ha mejorado mucho. También ha mejorado mucho, desde entonces, la calidad de sus sentimientos hacia mí. Bendito sea Dios.
Durante la misa volví al confesonario y terminé la lectura del «Cármides» de Platón.
Fui luego a la sacristía para despedirme del arcipreste pero no me despedí de él. Antes bien, estuvimos una hora, hasta las doce y veintiocho, hablando de graves asuntos. Entonces nos despedimos. Abrí la puerta del garaje para que pudiera salir y la cerrré tras él, no para que no pudiera volver a entrar él sino para que no pudiera entrar cualquier descuidero.
—¿Descuidero?
—Sí, descuidero: «Dicho de un ladrón: Que suele hurtar aprovechándose del descuido ajeno». También se usa como sustantivo.
—Gracias.
—De nada.
Recé el angelus ante la imagen de la Virgen del Rosario y volví a la casa parroquial.
Me hubiera gustado ponerme a leer pero los suelos de la casa gritaban: «¡Friéganos!». Yo, obediente, obedecí.
Estaba terminado de fregar cuando me llamó el arquitecto del obispado para interesarse por el asunto de la puerta de la iglesia. Era la una y dos minutos cuando me llamó. A la una y seis minutos nos despedíamos.
Había llegado el momento de seguir con la lectura de Las Moradas y de comenzar la lectura del Evangelio de san Juan.
De muy buena gana hubiera yo seguido leyendo alguna otra cosa interesante pero la mañana se iba acabando y había que leer el correo. Me enteraba entonces de que: 1. María José Atienza ha sucedido a don Alfonso Riobó como directora de Omnes. 2. Madurix acusa a Sánchez de querer asesinarlo. 3. Sánchez dice que eso es inverosímil. 3. El PP se prepara para trabajar con el PNV y el Junts creando espacios en los que puedan asentarse bases firmes para un proyecto (de futuro) inclusivo, sostenible y progresista en orden a una mejor planificación de algo.
A la una y treinta y un minutos me ponía a revisar los mensajes de WhatsApp.
Todavía tuve tiempo para leer cinco páginas de «Mil ojos esconde la noche» antes de ir a comer a casa de doña Nati.
…
Son las cinco de la tarde. Acabo de escribir esto.
…
Después de comer en casa de doña Nati, como casi siempre, he pasado por la iglesia para hacer la visita al Santísimo y he observado que uno de los lampadarios estaba atascado. Suele pasar cuando algún generoso donante mete un billete en la ranura del monedero. Esta vez, el billete era de veinte euros. Muy bien.
Después he visto las noticias en Antena 3 y, después he rezado los misterios gozosos paseando por la casa abadía. He puesto una lavadora, he ordenado un armario, he praparado la predicación del retiro de mañana y he escrito escrito la primera parte de mi diario de hoy. Ha sido todo uno terminar de escribirlo y dar las cinco en el reloj del campanario. Cinco campanadas que me decían:
No
tienes
mucho
tiempo
ya.
He recogido el despacho y he ido a la iglesia donde he encontrado a Teresa. Mientras iba yo buscando lo que tenía que llevarme —purificadores limpios y el portaviático— ella me informaba de que: 1. Iba a reunirse con los padres de los catecúmenos para empezar la catequesis. 2. Las furias desatadas en Fbk por el asunto de la puerta parecían haberse calmado. Bendito sea Dios.
A eso de las cinco y veinte he salido para el hospital.
A primera hora de la mañana la mirada se dirige hacia el horizonte con su espectáculo de fulgores y eso. En cambio, a estas horas el sol pone de manifiesto la pobreza de esta tierra calcinada por Theros. Muy bien.
Había, para variar, un gran atasco en la circunvalación de Torrevieja y entonces ha sonado el teléfono. No podía responder a la llamada de ese número desconocido.
La he devuelto nada más aparcar en el hospital. Una señora me hablaba desde Murcia. Su tía ha fallecido a los 103 años de edad. Tienen un panteón en San Miguel de Salinas y querrían enterrarla aquí. Me ha informado de que los parientes van a venir desde distintos puntos del planeta y me preguntado que si podría hacerse un responso en la parroquia entre las cinco y las seis. He consultado mi agenda: mañana estaré fuera de San Miguel desde las cinco hasta las ocho. Le he pedido que me diera unos minutos para organizarlo y he llamado al archidiácono.
Desafortunadamente, él —por encargo del arcipreste, me ha dicho— tenía que hacer un entierro en Torrevieja mañana a las siete y que, por tanto, solamente podría atender al servicio de San Miguel a las cinco. Pero, como es católico y no protestón ni dado a poner pegas, me ha prometido que iba a llamar al arcipreste para tratar de retrasar el entierro de Torrevieja hasta las ocho.
Mientras esperaba su respuesta, he ido a la capilla y he colocado los purificadores limpios en el sitio de los purificadores limpios.
Acababa de sentarme para mirar fijamente al sagrario cuando ha llegado su respuesta: puede atender el servicio de San Miguel desde las cinco hasta las seis y media. A las siete, sin falta, tiene que estar libre para ir a Torrevieja.
He comunicadola buena noticia a la señora de Murcia y a su prima Inmaculada que tiene una gestoría en San Miguel. Muy contento, me he sentado para mirar fijamente al sagrario.
A las siete menos veinte he salido del hospital para La Mata. Es un trayecto muy corto y me ha dado tiempo para aparcar el coche y pasear hasta la iglesia leyendo el último capítulo de «Una escala humana» que se intitula «Una piedra en la pared». Me ha sorprendido la consonancia —no solo la coincidencia— de lo que allí he leído con lo que leí esta mañana en la cafetería del hospital, cuando me topé con el artículo de Enrique García-Máiquez intitulado «El susto».
A las siete estaba celebrando misa en Nuestra Señora del Rosario de La Mata. Por lo visto había un problema con la megafonía. Al terminar la misa Mateo me ha hecho una consulta. En ausencia del párroco ¿a quién hay que pedir permiso para llamar a un técnico que arregle la megafonía? ¿Debería pedir permiso al arcipreste? Para su regocijo le he planteado esta disyuntiva radical: o llamar directamente al Papa o llamar directamente al técnico. Ha sonreído pero —como se verá luego— no ha quedado del todo convencido. Yo he ido al sagrario, he puesto una hostia en el portaviático y he salido de la iglesia con la intención de llevar la comunión a Ana. Pero en la puerta me esperaban la mujer de Mateo y la señora con la que cené ayer y que me pareció tocada por el don de profecía.
La mujer de Mateo ha vuelto a preguntarme por el asunto de la megafonía. Le he dicho que, en ausencia del párroco, del arcipreste y del Papa, yo mismo autorizaba a cualquier ser humano dotado de uso de razón para reparar la megafonía y le concedía —en caso de que fuera un ser humano bautizado— indulgencia plenaria erigiéndome en responsable subsidiario para el caso improbable de que, al llegar, el nuevo párroco se enfadase mucho y se negase a pagar la factura.
Acto seguido, mi meditativa atención se ha dirigido a Josefina Campuzano Talavera, que así se llama la señora con la que cené anoche.
—Lleva usted al Santísimo en el portaviático.
—Sí, voy a llevarle la comunión a una señora.
—¿Puedo acompañarle hasta el coche?
—Será un placer.
Mientras caminábamos entre ficus enanos, olivos, acebuches, macizos de adelfas etc, ha sacado de su bolso un ejemplar de su libro intitulado «Palpita mi corazón en vosotros» y primorosamente editado por Nueva Eva. En la primera página llevaba esta dedicatoria estupenda: «Para Javier, sacerdote de Cristo. Con los mejores deseos». Se lo he agradecido mucho.
Desde su niñez, Josefina escribía las cosas que oía dentro de ella. Como era piadosa y hacía oración le parecía que eso era muy normal y creía que lo de oír cosas por dentro le pasaba a todos.
Nos hemos despedido como amigos.
Ella se ha ido a su casa y yo he ido a llevarle la comunión a Ana. La he encontrado con una de sus hijas. Durante mi viaje a Suiza —pero no por eso— se rompió un tobillo y la he encontrado sonriente —como siempre— y escayolada. Les he enseñado la foto de la araña que encontré en la cama de mi hotel de Solothurn.
Luego la rutina gloriosa de estos días al volver a San Miguel desde La Mata rodeando las salinas: primero por el Este hacia el Sur y luego por el Sur hacia el poniente.
He pasado por Más y Más y he pedido a la amable pescadera que me limpiara una lubina de tal modo y manera que pudiera yo zamparme esta noche sus lomitos —los de la lubina— a la plancha.
He llegado a la casa abadía a eso de las nueve y media. La lubina estaba muy rica, de oferta: a seis euros el kilo.
Son las diez y media cuando acabo de escribir esto.
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Es usted muy amable. No lo olvide.