jueves, 19 de septiembre de 2024

Diario. Jueves, 19 de septiembre de 2024

 San Miguel de Salinas

jueves, 19 de septiembre de 2024


Hoy es día de asueto. Ha llovido esta noche. 


El despertador suena a las seis. Lo apago y me quedo frito, otra vez, hasta las siete. 

Tomo el Oficio de lectura y las laudes de la memoria de san Jenaro, obispo y mártir. 

Después de asear un poco la casa abadía termino la lectura del «Hipias Mayor». Trasteo en las RRSS, leo dos resúmenes de prensa y un largo informe sobre las últimas operaciones del Mosad. 

A las diez menos diez estoy en la sacristía y Laura me hace entrega de un bote de Carcomín. Le pago los seis dólares que le ha costado. Me advierte de que es altamente tóxico y de que hay que aplicarlo con gafas y mascarilla. 

A las diez estoy en el confesonario. Un penitente. Muy bien. 

A las diez y media comienza mi retiro mensual con la exposición del Santísimo. Andrés —el organista— al órgano. 

Después de la misa de once salgo para La Lloseta. Misterios luminosos. 

Al llegar a La Lloseta observo que el coche de uno de los curas asistentes al retiro tiene las luces encendidas. Bajo al oratorio. Están rezando la hora de sexta. Dejo que terminen y hago el anuncio: «El coche con matrícula XXX tiene las luces encendidas». Don RS me da las gracias y sale para apagar las luces. 

A las dos  termina el retiro y me voy a comer a Torrellano. 

Luego voy a La Torre, doy un paseo de media hora procurando no pensar en nada y observando el lugar, los árboles, las flores y las cosas como si jamás las hubiese visto antes. 

Luego me siento bajo un algarrobo para leer el Evangelio según San Juan. 

A las cuatro salgo para San Miguel oyendo «Anglofilia y tradición», una entrevista en la March a Ignacio Peyró.

A las cinco menos cuarto llego a San Miguel y hago una visita al Santísimo. La iglesia huele al barniz buenísimo que regaló Mari Carmen para restaurar la puerta. 

Vuelvo a la casa abadía. Me bebo un vaso de agua y me como una galleta de mantequilla o algo así, me cambio de camisa y me dispongo a salir para La Mata. Ayer les prometí que iría con tiempo para confesar a los que quisieran. Llevo conmigo «Una escala humana». 

Aparco el coche y aprovecho el paseo de siete minutos hasta la iglesia para leer el capítulo titulado «Abrazos» donde el autor ha escrito: «Es habitual que el abrazo aparezca asociado a la idea de traición». 

El Santísimo está expuesto. Me siento para hacer un rato de oración y aún tengo tiempo para atender a seis penitentes en el confesonario. Muy bien. 

En la sacristía, Mateo me da un papelito con la intención: «Por do José Luis Arnal». Fue capellán castrense de la Marina y, durante muchos años, párroco de La Mata y capellán del hospital muy querido. Yo lo sustituí en el hospital y lo atendí allí durante su última enfermedad hasta su muerte, hace hoy diez meses, en los días en que unos amables profanadores se llevaron el sagrario, el crucifijo y algunas otras cosas de la capilla aunque luego, arrepentidos, lo devolvieron todo. Descanse en pasz. 

Hago una breve homilía. Simón, el huésped de Jesús, es un hombre bueno, como la mayoría de nosotros. Ruega a Jesús que vaya a su casa y lo trata con mucho respeto. Lo llama «Maestro». Solamente le falta un pelín de gracia. Le falta ese calorcillo del  abrazo —aquí, mientras predico, me acuerdo de don Carlos Marín-Blázquez— que «muestra la condición menesterosa de nuestro ser». Un hombre bueno que, vaya, no ama mucho.  Y no porque no sea capaz de amar mucho sino porque no encuentra motivos para amar mucho. No seré yo —tan comedido en mis cosas— quien le afee esa flema. Pero, de pronto, ante los ojos del buen Simón y para su perplejidad y la mía, irrumpe en aquella casa, ordenada y limpia, una criatura que parece padecer agún trastorno mental por su falta de respeto a protocolo y su conducta extravagante. Jesús parece no darse cuenta de lo inconveniente que —se mire pordonde se mire— resulta todo eso. Con pasmosa tranquilidad —aunque, quizá, conteniendo las lágrimas— pide permiso a Simón para hablar y, una vez que lo ha obtenido, cuenta un cuentecito muy breve y hace una pregunta y un milagro. De pronto el buen Simón comprende que esa criatura tan extraña no es sino una mujer enamorada. Vuelve a mirarla y, como un nuevo Adán, la encuentra hermosísima. (No estoy en condiciones de afirmar —como hacen algunos aventurados exégetas— que Simón y la perfumista se casaron. Si lo hicieron, seguramente vivieron el resto de sus días muy felices). 

Vuelvo a San Miguel rodeando la salina que recibe del sol —por la parte de poniente— rosas y le devuelve reflejos de violetas etc.

2 comentarios:

Es usted muy amable. No lo olvide.