domingo, 15 de septiembre de 2024

Diario. Domingo, 15 de septiembre de 2024

 San Miguel de Salinas

domingo, 15 de septiembre de 2024

Esto era lo que tenía en mi agenda para el día de hoy. 

10:00 Salir para La Mata. 

12:30 Sentarme en el confesonario de San Miguel. 

14:00 Comer con doña Nati, con Gracia y con José María. 

17:00 Mandar una minicatequesis a Maricarmen y a José María. 

19:30 Salir para La Mata. 

De modo que, antes de las diez, tenía que haber terminado con la rutina que inicia mis domingos. A saber: desayuno —pero no de mesa y mantel—, oficio de lectura y laudes y sentada ante el sagrario. 

Un mensaje del tanatorio que ha llegado a las ocho de la mañana alteraba esa rutina: ha muerto María GP y la familia pedía que se rezase un responso en el tanatorio por tarde a las cinco y media. Envié un mensaje un mensaje al archidiácono. 

A las nueve de la mañana esa rutina mía y dominical estaba completa. Pendiente aún de la respuesta del archidiácono me asomé a «La casa de los santos» para saludar a la hija del virrey de Nápoles: santa Catalina de Génova. Si fuera una aristócrata de este reino, naturalmente, no habría osado visitarla a esas horas, pero tengo entendido que en el Cielo —en alguna parte lo he leído— se despiertan los domingos muy pronto con el aroma de chocolate recién hecho, o  algo así. 

La respuesta del archidiácono llegaba a eso de las nueve y media. Puse, entonces, la esquela en el muro de Fbk de la parroquia. Luego leí el capítulo 18 de «Una escala humana»: «Dejarnos si aire». Y aún tuve tiempo para leer la introduccón al «Cármides» de Platonix y a empezar a leer el diálogo.

A las diez, como estaba previsto, salía para La Mata aunque, antes: 1. Tenía que esperar a que terminasen de dar las diez para dar el toque de campanas que anuncia al pueblo la muerte de una mujer. 2. Tenía que volver a la casa abadía para recoger la gadfas que había olvidado allí. 

De camino hacia La Mata e ha parecido que tanto la luz solar como el tráfico resultaban muy apropiados para una maña de domingo.

En El Salvador me recibía Pau —el gran sacristán de Croacia— cordialísimamente y me comunicaba que había un penitente esperándome. Lo atendí en una capilla —porque no hay confesonario— y acabamos de tertulia. Luego entró una señora que se sorprendió al verme. Pensaba que iba a encontrar a don Estanis y traía un regalo para él. Por fortuna para mí, cambió de planes y me ofreció el regalo a mí. Era una bolsita cerrada con un lazo primorosamente añudado y con una etiqueta que decía: «Colgante para el coche con cruz y dieciocho cuentas de piedras azules y rosas». Después de abrila y de comprobar que era eso, precisamente, lo que contenía, elogiaba y agradecía el obsequio: «Que Dios se lo pague». Y ella me respondía con estas palabras: «Me lo paga todo a todas horas. Tengo un buen marido, unos hijos —con sus luces y sus sombras— que ya están encarrilados… y me sobran cinco euros». Nos despedíamos cuando llegó un segundo penitente.

A las once en punto  empezaba la misa. 

Después entraron en la sacristía una solicitante y una suplicante. La primera solicitaba lotería de Navidad y la remití a Pau. La segunda —que venía con un niño de unos diez años— suplicaba ayuda de Cáritas. Al parecer, el padre Estanis le había dicho que hablara  conmigo. Por alguna extraña razón yo estaba convencido en ese momento de que tenía que celebrar misa en Nuestra Señora del Rosario a las doce y, además, no llevaba encima  ni un centavo. Le pedí, por favor, que hablara con el padre Estanis para que él se pusiera en contacto conmigo y nos despedimos. Cinco minutos después, ya conduciendo hacia la otra parroquia, caí en la cuenta de mi error. La misa que hoy tenía que celebrar allí era la dela tarde. Di la vuelta, volví a El Salvador para atender más despacio a la suplicante y, con gran sorpresa, comprobé que ya estaba todo cerrado y que no se veía un alma. Llamé a la puerta y, otra vez, me abrió Pau. Le conté lo que me traía de vuelta y me dijo: «No se preocupe, conozco a esa señora. Le he dado diez euros». 

De vuelta a San Miguel —despues de una breve visita a la casa abadía para cambiarme de camisa— hallaba al arcipreste predicando. Me revestía en la sacristía  e iba al confesonario. Un penitete. Tuve tiempo para rezar la hora de tercia, para ayudar al arcipreste a repartir la comunión y para salir a la puerta y despedir a la congregación. Fue una alegría saludar a Mari Carmen —la señora guapa del perfume dulce— y a su marido italiano cuyo nombre he olvidado. 

Me esperaban en la sacristía el arcipreste, Teresa, Mari Luz y Delia. Todos de un humor excelente. 

Con eso, daba por terminada esta alegre mañana del domingo. Eran las 13:50.



Son las16:15. Acabo de escribir lo que va escrito. 



Lo primero que he hecho esta tarde ha sido ir a comer a casa de doña Nati que estaba con Eva, Gracia, Miguel y José Máría. Como es domingo, la tertulia familiar se ha alargado hasta las cuatro menos cuarto.

Como es mi costumbre, después de comer y de paso hacia la casa abadía, he entrado en la iglesia para hacer una visita a Su Majestad. Pocos reyes reciben a esas horas. 

Luego, saliéndome de mi rutina, he escrito la primera parte de mi diario de hoy e, inmediatamente, volviendo a mi rutina, he rezado el rosario. Misterios gloriosos, como el día. 

No lo he contado antes: en casa de doña Nati he recogido «Lectura y locura» que había llegado esta mañana por Amazon. Encontré el libro citado por Ana Rodríguez de Agüero y Delgado en «Palabra e imagen en la literatura infantil». Libros que llevan a libros. 

Después del rosario he quitado de la mesa del despacho todos los libros —veintitrés— que están allí apilados y he limpiado bien la mesa. Esto habría que hacerlo a diario. Dos veces al día en este tiempo en el que las ventanas de la casa están abiertas día y noche. 

Luego, con la  mesa bien limpia y oliendo a cera, impaciente, he leído el primer ensayo de Chesterton que es el que da título al libro. De allí he sacado esto: «Los riesgos de enajenación mental que conlleva la literatura se deben no tanto al amor por los libros como a la indiferencia hacia la vida, los sentimientos y todo cuanto aparece reflejado en los libros». Hubiera seguido leyendo pero el ensayo era una advertencia: había que dejar los libros e ir a la iglesia para mirar fijamente al sagrario que es donde está la Vida. Eran las cinco menos cinco. 

Al terminar la oración tenía seis mensajes de WhatsApp en mi teléfono. Mi meditativa atención se ha centrado en uno del arcipreste. Me mandaba la lista de sustituciones para la semana que viene y me pedía mi parecer. Le he dicho que me parecía muy bien y le he sugerido un ligero cambio. Lo ha aceptado. 

Mi meditativa atención se ha fijado entonces en dos mensajes de Teresa referentes a dos bautizos: uno lo va a hacer don José María. Como necesitaba saber si el otro podía hacerlo el archidiácono, se lo he consultado. Puede hacerlo.

A las seis he empezado una nueva lectura: «Mil ojos esconde la noche» de Juan Manuel de Prada. Habría seguido leyendo hasta la noche pero, antes de salir para La Mata, tenía que rezar vísperas —por si acaso— y llamar a algunas Marías a las que aún no he felicitado. 

Alas siete menos cuarto he interrumpido la lectura para rezar vísperas. O lux, beata Trinitas…

Lo de felicitar a las Marías no ha podido ser porque he recibido la llamada de un amable solicitante y, cuando hemos terminado nuestra conversacion, ya era hora de salir para La Mata. 

En la puerta de la iglesia he sido testigo de esta escena: una niña de unos cinco años le ha pedido a su padre una moneda, ha entrado en la iglesia a todo correr, ha apoyado la cabeza en un lamapadario, ha hecho su oración brevísima —«por la abuelita»— ha metido la moneda en la ranura del monedero, se ha quedado un instante mirando la velita que acababa de encender y ha vuelto a salir corriendo. 

Misa en La Mata. Aquí dejo la homilía tal como ha quedado en la cuarta versión.


Ayer celebrábamos la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. Hoy las lecturas nos hablan del lugar central que la Cruz tiene en la vida de un cristiano. 

Esta enseñanza, que estaba muy presente en nuestra catequesis de niños —cuando nos preguntaban «¿cuál es la señal del cristiano?» y cuando aprendíamos a signarnos y a satiguarnos y experimentábamos el poder del signo de la Cruz—, ¿sigue impratiéndose a los niños en las catequesis modernas?

En el libro de Isaías encontramos los cuatro poemas o cánticos del siervo de Dios que ha de llevar la justicia a todas las naciones. «Mi siervo justificará a muchos». Pero, para cumplir su misión, tendrá que sufrir mucho porque tendrá que cargar con los pecados de todo el mundo. 

El pasaje que hoy hemos leído pertenece al tercero de esos cánticos. 

      Al siervo de Dios le han hecho de todo: lo han golpeado, le han escupido, lo han humillado… Pero él se ha mantenido firme porque su esperanza estaba puesta en Dios. 

La iglesia ha visto siempre en ese siervo doliente, una figura y un anuncio de Cristo, el Cordero inocente que lo sufre todo por nostros, los hombres, y por nuestra salvación. Una figura y un anuncio de Cristo que se ha despojado de la gloria y se ha humillado haciéndose hombre y muriendo Cruz. Una figura de Cristo a quien Dios no abandona a la muerte. 

En el evangelio hemos leído cómo el mismo Cristo anuncia a sus discípulos que tendrá que padecer mucho, ser reprobado por todos y ser ejecutado. Más aún, les dice que, quien quiera ser discípulo suyo y seguirlo, tendrá que negarse a sí mismo y cargar con su propia cruz.

¿Qué es cargar con la cruz?

Un ciudadano romano no podía ser crucificado. Esa ejecución estaba reservada para los extranjeros y para los esclavos, para los más despreciables. Jesús abraza esa Cruz de ignominia. Cargar con la propia cruz es aceptar que el mundo, que tiene sus propias ideas acerca del bien y del mal, nos considere despreciables, como consideró despreciable a Jesús. No puede seguir a Jesús quien  quiere triunfar en el mundo y recibir el aplauso de todos. Pero «de qué le vale al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?».

Y, para cargar con la Cruz, primero uno debe negarse a sí mismo. El hombre mundano se afirma a sí mismo frente a Dios: mi voluntad, no la voluntad de Dios; mis proyectos, no los de Dios; mi gloria, no la gloria de Dios. Por eso, cuando Pedro pretende regañar a Jesús y apartarlo del caminio de la Cruz, Jesús le dice «ponte detrás de mí, Satanás». El pobre Pedro, como cada uno de nosotros, tendrá que aprender a negarse a sí mismo y a decir: no mi voluntad, sino la tuya; no mi gloria, sino la gloria de Dios. O, del modo más hermoso y sencillo: «He aquí la esclava del Señor. hágase en mí según tu palabra».

Entonces se produce el milagro: el hombre viejo, egoísta y mundano se niega a sí mismo para afirmar a Dios y su vida se convierte, como la de Cristo, en una gran alabanza al Padre. 

En muchos lugares del mundo, los cristianos perseguidos nos dan un ejemplo de fidelidad. Tienen que elegir entre el mundo —que quiere desviarlos del camino  con promesas y con amenazas— o Cristo —que los llama a cargar con su cruz para seguir sus pasos— y no lo dudan: abrazan la Cruz y siguen los pasos de Cristo. 

Terminamos mirando a Cristo y cantando, como cantábamos ayer: «Tu Cruz adoramos, Señor, y tu santa resurrección alabamos y glorificamos. Por el madero ha venido la alegría al mundo entero».

Al acabar la misa me estaba esperando una señora. Al principio he pensado que era una solicitante. En efecto, me solicitaba aclariones sobre ciertos puntos de la doctrina católica. Cuando llevábamos unos quince minutos hablando y ya habían cerrado la iglesia, he empezado a sospechar que podría tratarse de una suplicante y la he invitado a picar algo en un restaurante cercano. Después de la cena nos hemos despedido y he llegado a la conclusión de que bien pudiera ocurrir que se tratase de una santa tocada por el don de profecía. 

He llegado a San Miguel a las 22:45.

Son las 23:18 cuando, muerto de sueño, acabo de escribir esto.

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