jueves, 18 de julio de 2024

Diario. Jueves, 18 de julio de 2024

 San Miguel de Salinas

jueves, 18 de julio de 2024


A Federico FL, viejo y cariñoso amigo que celebra hoy su santo.


8:00

Oficio de lectura y laudes.

Meditación con las lecturas del domingo XVI del TO. 

9:00

Desayuno de batalla: café con leches y una galleta. 

Recojo todo y vuelvo a la iglesia con mi Mc.

9:30

Pongo el aire acondicionado en el confesonario y me instalo allí para revisar el correo. 

10:00

Voy a la sacristía y saludo a Joan que está preparando todo para la exposición del Santísimo y la misa. Registro los libros y vuelvo a la casa abadía porque he olvidado allí mi móvil.

De vuelta a la iglesia saludo a Gloria y a Andrés y me revisto. Un penitente pide confesión en la sacristía. Muy bien. 

10:30

Empieza la exposición con Andrés al órgano. Muy bien. 

11:00

Primera misa: votiva de la eucaristía porque es jueves. Y, como cada jueves, esa alegría de la misa cantada y tranquila con una pequeña pero piadosísima congregación.

Al final, Andrés incoa y todos cantamos el Ave María que cantan en Valencia a la Virgen de los Desamparados. Muy bien. 

11:45

Como tengo cita con el reumatólogo, no puedo ir a La Lloseta. Y, como no puedo ir a La Lloseta no tengo que salir pitando, como cada jueves, para Alicante. Invito a Joan y a Andrés a un café en Collie. Andrés declina la invitación pero promete que me mandará la letra y la música del Ave María que hemos cantado al final de la misa. 

Joan y yo nos vamos al Collie y hablamos de la celebración de la fiesta de la Virgen del Carmen y de otras cosas de rabiosa actualidad. 

12:30

Me despido de Joan —que se empeña en pagar la consumición— y voy a la casa abadía para cambiarme de camisa. 

12:50

Salgo para el hospital de Torrevieja. 

13:05

Aparco en el hospital y compruebo que he olvidado en algún sitio mi cartera con todos los documentos. Siempre llevo la cartera en el coche. registro el coche y nada. Me pongo en la cola del mostrador de admisión y veo que, detrás, está la misma amable señora que me regañó ásperamente el pasado mes de diciembre cuando fui a pedir que me cambiar la hora de la cita. Hago tiempo releyendo algunos de mis poemas favoritos de La humana cosa. Por ejemplo, este, que parece sacado del Kempis: 

¿Estás raro?

¡Concéntrate! seguro

que hay un poema a punto

de pasar

como un 

ángel

Llega mi turno. La amable señora me escucha con el ceño fruncido mientras le explico que tengo hora con el reumatólgo pero que no he traído la tarjeta de la Seguridad Social.  Me pregunta que si tengo el DNI. Le digo que no. Me pregunta que si tengo el carné de conducir. Que no. Me pregunta mi nombre y apellidos y, mientras teclea en el ordenador exclama en voz bastante alta: «¡Menos mal que, por lo menos, no se ha olvidado usted en casa!». Suelto una carcajada porque creo advertir que es un chiste aunque no sé cómo se lo tomará ella. Colijo que se lo ha tomado bien porque advierto que ella misma reprime una sonrisa y, después de teclear con furia en el ordenador y de hacerme repetir tres veces mi nombre y apellidos y de advertirme que hay que venir con el carné de la Seguridad Social, me da un papel diciendo: «La cita no es con el reumatólgo sino con la enfermera. Consulta A1». Le estoy agradeciendo su atenta atención cuando ella se levanta y se va. En el papel que me ha dado pone «FILADELFIA, consulta A1. 13.30».

13:29

Por fortuna, las consultas externas están allí mismo. Vuelo hacia las pantallas que anuncian los turnos. En una de ellas leo: «FILADELFIA, CONSULTA A1». Hay un montón de puertas marcadas así: 01, 02, 03… Pero la A1 no la veo. Oigo una voz amable a mis espaldas: «¿Francisco?». Me vuelvo y veo la cabeza de una enfermera que asoma por una puerta en la que pone A1. Corro hacia ella. La enfermera abre del todo la puerta y entonces puedo verla de cuerpo entero. De la cabeza a los pies tiene un aspecto maternal. Me recibe con una sonrisa y me invita a sentarme. Imprime los análisis y se levanta de la mesa para ponerse a mi lado y explicarme —como nunca nadie lo ha hecho— el significado de cada uno de los enigmáticos apuntes que aparecen en un informe de análisis clínico. Me felicita porque todo está en orden y luego se sienta y empieza a darme consejos sobre nutrición y ejercicio físico. Todo en ella expresa un grandísimo interés por mí y por mi bienestar. Con gran delicadeza observa que estoy en una edad maravillosa pero que debo empezar a preguntarme cómo me gustaría estar dentro de diez años. Es muy importante —dice— que no pierda musculatura y que no engorde. Mientras ella habla yo me voy concentrando en su mirada maternal y me entran unas ganas enormes —por primera vez en la vida— de hacer caso a los consejos de los médicos. 

13:55

Recojo el coche en el aparcamiento y salgo para La Torre. No pongo música ni nada porque quiero ir pensando en la experiencia amabilísima que acabo de tener en el hospital. El viaje se me pasa volando.

14:45

Llego a La Torre. Rosario, Pilar, Iciar y un amigo de Iciar que se llama Juan están trajinando en la cocina. Me presentan a Juan y me encargan que me ocue de las bebidas. Bajo a la bodega para sacar otra de las botellas que regalaron los suizos cuando vinieron al concierto. Sirvo una cerveza sin alcohol a Iciar, una cerveza de verdad a Juan y dos copas de vino: una para Rosario y otra para mí. 

Han puesto una mesa preciosa en el comedor y han preparado una comida deliciosa. Me piden —primero— que bendiga la mesa y —luego— que le cuente a Juan algo de la historia de La Torre. Empiezo por cierto incierto asentamiento árabe del que puede quedar el aljibe —hoy convertido en bodega— y sigo con el asunto de la red de torres de vigía —unas de costa, otras de huerta— que se construyeron en el siglo XVI. Entre tanto nos zampamos el gazpacho. Sigo con la historia de Borgunyó y Juan —cuyo escudo campea en la puerta de La Torre— que repobló el lugar secundando un proyecto de Carlos III y  que, además de fundar El Poblet de Borgunyó, contsruyó la almazara, la ermita y el edificio anejo a La Torre con un zaguán y una alquería. Como detecto que el pollo con salsa de cebolla y nata que ha preparado Rosario llama la atención de los comensales más que mi relato, prometo continuarlo durante el café. 

Luego viene el café y cumplo mi promesa durante la tretulia que se alarga con otros muchos temas muy sabrosos. 

17:00

Anuncio que la misa se celebrará a las seis y me despido. Voy a la ermita, preparo todo para la misa. Vísperas. 

Oración de la tarde ante la Virgen del Carmen mirando  alternativamente la imagen de la Viregen y el sagrario que está a sus pies. 

18:00

Segunda misa votiva de la eucaristía porque es jueves. La ofrecemos por la salud de FVH, de AVH y de MCAV. Me ayuda Ignacio. 

19:00

Salgo para Los Montesinos. Misterios luminosos con BXVI. 

19:45

Llego a Los Montesinos y saludo a Luis y Mari Fina. 

20:00

Tercera misa. Celebro la misa por las vocaciones a las órdenes religiosas. Es una linda misa que nos recuerda que necesitamos el testimonio de esas vidas consagradas. 

20:45

Salgo para San Miguel y voy a hacer una compra en Más y Más. 

Cuando lego a la caja, la cajera me sauda amablemente y me dice: «Uy, he oído en la radio una crítica al cura de San Miguel». Pregunto: «¿Solo una?». Sigue: «Un hombre decía que el Papa ha dicho que una parte de la misa… no sé cual porque no entiendo de eso…  pero que el Papa ha dicho que tiene que durar cinco minutos y que usted la hace muy larga». Mientras dice eso, va pasando mis compras por el lector de precios. Y sigue así mientras le explico que el Papa ha dicho que la homilía no debe durar más de ocho minutos y que, en eso, el Papa y mi amable crítico tienen razón. Y sigue con su mecánica labor mientras pregunta con interés no fingido: «¿Qué es la homilía?». Y sigue haciendo su trabajo mientras le digo que la homilía se llamaba antes «sermón» y que es lo que dice el cura después de leer el Evangelio para explicar el Evangelio. Y sigue con su trabajo mientras yo, que estoy metiendo mis compras en una bolsa, reconozco que los curas, con nuestras homilías, nos pocas veces arruinamos el Evangelio. Entonces ella, que ha terminado con su mecánica labor, me dice: «Son treinta con cincuenta y dos. ¿Me da el número de su tarjeta? ». Le doy el número de tarjeta de Más y Más que es mi DNI y, mientras pago, añade: «Tengo que ir algún día a escuchar su homilía». Pago y pregunto: «¿Vas a llevar un cronómetro?». Me cobra, me sonríe y me dice: «No, esas cosas no se miden en tiempo y si uno va a misa —yo no voy— tiene que ir sin prisas. Me gustaría ir un día sin prisas». Es vasca. Su padre —que tenía un restaurate en Bilbao— murió hace cosa de un año y lloramos juntos su pérdida en esa misma caja de Más y Más. No sé si es profeta pero me ha servido en bandeja el exordio para la homilía del próximo domingo. 

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