miércoles, 10 de septiembre de 2025

Diario.Miércoles, 10 de septiembre de 2025

 San Miguel de Salinas

miércoles, 10 de septiembre de 2025


7.00

Abro la iglesia, enciendo las luces y salgo para el hospital.

7:40

Misa votiva de san José porque es miércoles. 

9:00

De vuelta a San Miguel, Oficio de lectura y laudes. 

Me siento ante el sagrario para escuchar una piadosa meditación. 

10:00

Aseo un poco la casa abadía y pongo una lavadora.

Pepe Juárez me cuenta que su madre se cayó en la puerta de la iglesia hace unas semanas. Está muy delicada y quiere que vaya a verla. Le pido que me mande la ubicación de su casa. He estado allí varias veces pero siempre me pierdo. 

11:00

Segunda misa. 

Pepe no me ha mandado la ubicación de su casa. Se lo recuerdo. 

Joan me habla del malestar que hay en Inglaterra por las detenciones de veteranos que enarbolan banderas del Reino Unido, ancianitas que llevan crucifijos al cuello y ciudadanos que manifiestan abiertamente su afición a la panceta ahumada. 

11:45

Escribo esto. 

12:00

Ángelus. 

Llamo a Arantxa para felicitarla por su santo que fue ayer.

La puerta del garaje tiene un comportamiento extraño: de vez en cuando se abre sola. A veces lo hace en medio de la noche, otras a pleno día. Probé echarle agua bendita y nada. Doña Nati me ha dado el teléfono de un técnico. Lo llamo  y no contesta.

Pepe Juárez me manda la ubicación de su casa. 

Tiendo la ropa.

12:30

Salgo para la casa de PJ.

En la puerta del jardín hay un cartel: «cuidado con el perro». Toco el timbre, se abre la puerta y aparecen dos perros negros. Labradores. Parecen amigables pero aguardo fuera hasta que llega Pepe y me confirma que son amigables. Entonces entro y los dos labradores ponen sobre mí sus patas enfangando mis pantalones al tiempo que me lamen amigablemente. 

Josefa me reconoce y, aunque no puede hablar, se santigua y reza con nosotros. 

13:30 

Voy a comer a casa de doña Nati media hora antes de lo usual porque tiene cita con el médico a las tres y media. 



CONFESIONES DE SAN AGUSTÍN


He leído el libro VIII que es el central y el más lindo. En él se relatan los hechos que rodearon su conversión. 

Agustín ya había experimentado una conversión intelectual desechando las doctrinas maniqueas y leyendo a los platónicos. Sin embargo, cuanto más claramente se le presentaba la verdad, más repugnancia sentía ante la idea de hacerse cristiano. 

«Tus palabras se habían clavado en mí» y «mi corazón tenía que ser purificado», «y aprendí a alegrarme con temblor». 

Golpe de corazón: «Hazme casto». Contra golpe: «Pero no ahora». 

Decide hablar con Simpliciano, un cristiano venerable, experimentado y muy amado por el obispo Ambrosio. Simpliciano cuenta a Agustín la historia de la conversión de Victorino, doctísimo romano «que, en premio de su preclaro magisterio, había merecido y obtenido una estatua en el Foro romano, honor que los ciudadanos de este mundo tienen por lo sumo». 

Victorino leía las Escrituras en secreto y, en secreto, decía a Simpliciano: «¿Sabes que ya soy cristiano?». A lo que Simpliciano respondía: «No lo creeré ni te contaré entre los cristianos mientras no te vea en la iglesia». 

Finalmente, Victorino venció los respetos humanos y dijo a Simpliciano: «Vamos a la iglesia, quiero hacerme cristiano». Este era el ambiente. 

Por entonces, los admitidos al bautismo solían hacer la profesión de fe en público, desde un lugar elevado. Los sacerdotes, delicadamente, teniendo en cuenta que Victorino era una celebridad y que aquello podía resultarle embarazoso, le propusieron hacer la profesión en secreto. Sin embargo, el prohombre quiso hacerla en público. ¿No había enseñado públicamente una retórica que no podía salvar? Este era el ambiente. Aquella conversión fue sonadísima en Roma.

El relato conmovió a Agustín que había sido un admirador de Victorino. Pero ¿por qué admirarse ante la conversión de un hombre célebre? ¿No eligió Jesús a los débiles para confundir a los fuertes según san Pablo? 

Sí, ya, claro, por supuesto. Pero el mismo Saulo —el Apóstol mínimo— «habiendo vencido con su predicación la soberbia del procónsul Pablo a quien sujetó al yugo suave del gran Rey, quiso —en señal de tan insigne victoria— cambiar su nombre primitivo de Saulo en Pablo». 

¿Es que vale más un procónsul que un mendigo? No, estúpido, no. Lo que pasa es que si libras a un procónsul de la esclavitud del diablo, detrás de él y como a zaga de su huella, alcanzarán la libertad miles de mendigos, periodistas, socialistas, sicólogos… 

«Apenas me refirió Simpliciano estas cosas, me encendí yo en deseos de imitar a Victorino». 

Deseos buenos del corazón y… contragolpe: «Porque de la voluntad perversa nace la pasión, y de la pasión obedecida nace la  mala costumbre, y la mala costumbre, si no se la contradice, engendra la necesidad» de tal modo que estos anillos enlazados forman una cadena que ata al pobre Agustín. «Las dos voluntades mías —la vieja y la nueva, la carnal y la espiritual— luchaban entre sí y, discordando, destrozaban mi alma». Así estaba el ambiente. 

No había excusa: «tenía una percepción clara de la verdad» pero el corazón «rehusaba entrar en tu milicia». 

En eso llega una visita a casa de Agustín y de Alipio: un alto funcionario llamado Ponticiano. El visitante observa que Agustín está leyendo a San Pablo y se sincera: es cristiano. Como ve que Agustín y Alipio tienen ganas de saber más se pone a hablarles de un santo varón que había muerto en Egipto hacía cosa de treinta años. Agustín y Alipio nunca habían oído hablar de San Antonio Abad. Ponticiano pasó luego a hablarles «de las comunidades que viven en monasterios y de sus costumbres llenas del dulce perfume de Cristo y de los fértiles desiertos del yermo» (oxímoron). Y este era el ambiente. Santos hablando de santos y —zas— conversiones. 

Mientras Ponticiano hablaba, Dios trastocaba a Agustín. Y llegó la crisis definitiva. 

Fue en el patio o huertecillo de la casa en la que vivían Agustín y Alipio. Agustín, muy agitado y mordiéndose las uñas, se encara con Alipio: 

—¿Qué nos pasa? ¿Los iletrados arrebatan el cielo y a nosotros —los sabios de toda la vida— nos falta corazón?

Alipio calla y contempla la tormenta que se ha desatado en el corazón de su amigo y maestro. 

Agustín pasea por el huerto dando grandes zancadas y agitando los brazos como un molino. Sus huesos le dicen que pacte con Dios y que lo alabe: angustia, indecisión, saltos, volteretas… Alipio mira y calla. Y Agustín reflexiona: «si hubiese querido, habría podido». Entonces Agustín siente una necesidad de llorar. Se aleja de Alipio, se sienta bajo una higuera y deja que broten las lágrimas como un manantial 

De la casa vecina llega como el canto latino de un niño o de una niña que, traducido, dice: ¡Toma y lee! ¡Toma y lee!

Agustín no conoce ningún juego infantil que incluya esa canción pero recuerda algo que Ponticiano le contó de Antonio, el abad. Al parecer, el santo decidió irse al desierto cuando oyó el Evangelio del «ve, vende, reparte entre los pobres, sígueme». 

Corre Agustín hasta el sitio donde está Alipio en silencio. Toma los escritos de san Pablo y, abriéndolos al azar, lee lo de revestíos de nuestro señor Jesucristo y dejad las obras de la carne y sus deseos. 

No quiere leer más. Abre su corazón a Alipio. Ahora los dos amigos son cristianos de corazón. Corren a hablar con Mónica. Ella, que ha llorado tanto, está ahora como loca por la risa. 

El capítulo acaba así de bien: «Convertiste su llanto en gozo mucho más fecundo de lo que ella había soñado y más querido y mucho más puro que el que podría esperar de los nietos que le hubiera dado mi carne».

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