San Miguel de Salinas
domingo, 19 de enero de 2025
¿Cómo será la eternidad?
¿Cómo serán las rosas que oleremos?
¿Serán las mismas siempre? ¿Serán rosas?
¿Y esos verdes jardines sin ocaso
no tendrán una sombra para hablar en secreto,
un rincón, una noche,
unas hojas que caigan amarillas
y le den al camino
sus luces y colores diferentes?
¿Cómo será la luz cuando no haya sombra?
¿Habrá rostros morenos como el mío?
¿Cómo distinguiré tus ojos negros?
Y a qué hora serán los desayunos,
cuando nuestra memoria
se enrede juguetona con los sueños?
¿Cómo será la eternidad?
(Carlos Javier Morales, Curiosidad urgente, de El paisaje total)
A eso de las nueve y media salgo para Torremendo. Hay que celebrar la misa y hacer preguntas dificilísimas a los niños de catequesis.
A las doce estoy en el confesonario de San Miguel. Me llaman del hospital. Que si puedo visitar a un paciente. Que celebro la misa y salgo para allá.
Dos penitentes. Muy bien.
Misa con coro y todo. Después del Evangelio pregunto a los niños: «¿Dónde hizo Jesús el milagro de convertir el agua en vino?» Silencio. Doy una pista: «En Ca…». Silencio. Otra pista: «En Can…» Y uno de los niños salta, rápido: «¡En Canarias!».
Están verdes. Muy verdes. Pero tienen gracia.
Después de misa salgo pitando para el hospital. Encuentro a A solita. Tiene los ojos abiertos y me mira con tristeza. No puede hablar. Yo le hablo al oído, la saludo: «¿Rezamos un poquito?». Me mira. «Dios te Salve, Reina y Madre de Misericordia…». Y mientras recito la Salve, despacito, inclinado un poco junto a ella, va moviendo los labios. «Vamos a hacer un acto de contrición». Luego le doy la absolución. Cierra los ojos. «Voy a darte la unción de enfermos». Empiezo por la oración sobre el óleo bendecido. Y luego la unjo en la frente y en las manos: «Por esta santa unción…Padre nuestro…». Recito lentamente las letanías lauretanas. Luego el salmo 22. Creo que se ha dormido. Me alegro. Le doy la bendición y me quedo con las ganas de darle un beso.
A las dos y media, con media hora de retraso, llego a casa de Ana Isabel y de Wilder que me esperan para comer. No me afean el retraso porque les traigo helados y lacitos de hojaldre y porque han estado en misa y me han oído anunciar que no saldría a despedirme a la puerta porque tenía que ir al hospital.
Ana Isabel ha preparado un delicioso sudao de albóndigas, el primo colombiano de nuestro arroz con pelotas con el toque tropical de los aguacates y el ají.
Hablamos de quién cocina mejor. Wilder opina que su suegra cocina maravillosamente y que su esposa ha superado a su maestra en un puntito. Luciana interviene: «todos pensamos que nuestra mamá es la mejor del mundo, claro». Camila, aguda: «Pues papá acaba de decir que la mejor no es su mamá, sino la mía». Todos me miran porque es mi turno y tengo que decir algo. Recapacito un poco, aclaro mi garganta, observo los ojos abiertos y expectantes de Camila y me centro en ellos para decir: «Cuando era pequeño, en mi casa no había nadie mejor que mi mamá. Ahora que vivo solo yo soy el mejor cocinero de mi casa y, la verdad, echo de menos a mi mamá pero, por fortuna, cada vez que doña Nati o ustedes me invitan a sus casas me parece que estoy con ella». Ana Isabel sonríe y no dice nada.
Camila me enseña un trabajo que está haciendo, no para el colegio sino para ella misma. En un gran lámina de dibujo, está escribiendo los títulos de las películas que ha visto. Los tiene perfectamente ordenados en columnas y numerados. Lleva más de doscientos anotados. Buscamos las películas que hemos visto juntos. No son pocas, pero me las tiene que indicar ella porque a mí se me han olvidado. Mientras repasamos la lista van saliendo algunas otras películas que han visto en familia y Camila las va anotando cuidadosamente.
En el margen derecho de la lámina ha pegado unos globitos arracimados y, sobre ellos, dos o tres que parecen haberse escapado volando con sus cuerdas y todo.
Nos despedimos y Wilder me acompaña para ayudarme a llevar a la gasolinera dos bombonas de gas vacías, a cambiarlas por dos llenas y a colocar las llenas en las estufas de la iglesia. Luego lo llevo a su casa y me voy a la iglesia.
Me acuerdo de A. ¿Cómo será morir recién absuelto, ungido, con todas las indulgencias y bendiciones de la Madre Iglesia? ¿Cómo será la eternidad? Divago un poco. Me centro en el sagrario porque ya no hay Árbol de Navidad ni nada que me distraiga.
Llamo a Zakarías y viene a buscar una manta y algo de ropa. Tiene las manos heladas y tirita de frío. Vamos al JJ y los dos agradecemos el ambiente tibio de allí. Cada uno se toma un café con leches. Él pide también dos magdalenas. Me cuenta cosas tristes sonriendo. También me cuenta una cosa que me hace pensar. Me cuenta que, cuando lo he llamado, acababa de hacer su oración. Imagino que la ha hecho postrado en el suelo helado de su casa, o sobre una alfombrilla, mirando a la Meca. Luego me acompaña a la casa abadía y le doy una cafetera francesa que me regaló MGC y que no uso porque tengo una cafetera mágica que me trajeron los Reyes por encargo de Ana Isabel y Wilder. Cuando sacudimos nuestras manos para despedirnos ya no las tiene tan frías. Le aconsejo que, de lunes a viernes, en vez de estar en casa, helado, pase todo el tiempo que pueda en la biblioteca municipal que tiene wifi y calefacción. Toma nota.
En la casa abadía, el ambiente es tan tibio y acogedor, al menos, como en el JJ. Me felicito.
Sesenta wasaps o así.
El archidiácono: que si podemos celebrar una misa el sábado 25 en Torremendo. Que sí.
Gerardo, el director de la orquesta de cámara Virtuós Mediterrani, me felicita el Año Nuevo, me dice cosas lindas —es venezolano— y me propone venir a cantar una misa en San Miguel. Le respondo que sí, que por supuesto, que encantado —paga la Diputación Provincial— y estoy a punto de añadir «beso tus pies» cuando recapacito y le mando un fuerte y agradecido abrazo.
Armin anuncia que vuelve con Heidy a Españita el 18 de marzo y que me invitan a comer a su casa. Si fuera colombiano habría esperado al 18 de marzo para invitarme a comer a su casa pero es suizo y me da lecciones de programación y de hospitalidad. Tiene casi ochenta años y sigue funcionando como un Rolex.
Carmen y José María me mandan el repertorio de cantos para su boda.
Otros novios, estos de Torremendo, me recuerdan que tenemos una cita pendiente.
Odio ser prolijo.
Me encantan los domingos. Mañana es lunes y también me encanta que sea así. ¿Cómo será la eternidad? Divago.
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