San Miguel de Salinas
martes, 11 de marzo de 2025
A eso de las ocho y media, después de un desayuno de mesa y mantel, abro la iglesia.
Oficio de lectura y laudes.
Me siento para mirar fijamente al sagrario.
Luego me acerco al sagrario: toca limpiarlo y cambiar las hojitas de Papier d’Armenie Rose que lo mantienen perfumado.
Son las diez o así cuando llegan Joan y Laura. Laura nos hace reír contándonos su conversación de ayer con Jeanette.
J: —What’s your name?
L: —Laura.
J: —Nora?
L: —Laura. L, a, u, r, a.
J: —I’m going to call you “Dora”. Now, Dora, why did you leave the convent?
L: —O, dear Jeanette, it is a long story.
J: —I have no time for long stories. Bye.
Me siento en el confesonario y rebusco en la pequeña biblioteca que tengo allí. Mira: Una familia de bandidos en 1793. Si no me equivoco, el libro me lo trajeron los Reyes hace un año. Empiezo a leerlo y me engancha de inmediato.
Un penitente. Muy bien.
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A las once empieza, puntualmente, la misa de once.
Al final anuncio que mañana tendremos la primera «Noche de parroquia» en San Miguel. A las ocho expondremos el Santísimo y el arcipreste dirigirá una breve meditación sobre el primer capítulo de la encíclica Dilexit nos intitulado La importancia del corazón.
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Después del Ángelus hay que enviar a CB la lectura y el examen de conciencia para el retiro de esta tarde. También hay que preparar una meditación para ese retiro. Y hay que rezar sexta. Y hay que leer el evangelio. Y hay que leer El Señor, de Romano Guardini.
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Después de comer con doña Nati hay que hacer la visita al Santísimo y salir a pasear con los misterios dolorosos y —antes de salir para el retiro en el hospital— hay que poner una lavadora y sacar del congelador un lomito de merluza y seis gambas.
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Cuatro penitentes en el retiro del hospital. Muy bien.
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Salgo para Guardamar porque tengo que llevar la comunión a Ana. Me abre la puerta Tatiana y nos alegramos tanto de vernos que me da dos besos.
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Cuando me dispongo a volver a San Miguel miro el cielo que está despejado, miro el mar que está sereno, aspiro el aire tibio de la tarde y me despido de Tatiana preguntando: «¿No es todo esto una bendición?».
Conforme me alejo de Guardamar, el cielo se va cubriendo de nubes y el viento empieza a agitar —primero suave y, luego, violentamente— las palmeras. De pronto: clop. Una gota gorda en el parabrisas. Casi enseguida: clop-clop, clop-clop-clop, clop-zas-clop-zas-zas-clop-clop-clop… ¡La fin del mundo!
Pero no, el mundo no se acaba. En San Miguel no llueve.
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De vuelta a San Miguel hay que sacar la ropa de la lavadora y tenderla por toda la casa abadía. Y hay que preparar una cena ligera: sopa de pescado; de merluza y gambas, por más señas. Y hay que volver a la iglesia para rezar completas y para despedirse de san José y para cerrar las puertas.
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Desde que estoy leyendo El diario de la felicidad —creo que ya lo he dicho— las noticias de Rumanía me interesan mucho. «Georgescu», por ejemplo, es el nombre que más se repite en los telediarios que hablan de Rumanía. Pero también es el nombre de un sacerdote al que Steinhardt describía así: «enardecido, creyente, lleno de ingenio, orador exquisito, siempre dispuesto a perdonar y a sonreír, sin amargura en un alma carente de escondrijos tenebrosos».
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