San Miguel de Salinas
viernes, 21 de febrero de 2025
A las siete de la mañana he salido para el hospital. A las nueve y media de la noche he vuelto a casa y me he puesto a escribir esto.
Hoy ha venido a la misa del hospital y se ha presentado Pepe B. Muy bien. Lo demás, como de costumbre: visita en la UCI a Miguel y al santo y amable hermano marista y, visita a Vicente. Y devociones obligatorias, un penitente antes de la misa de once —segunda de la memoria de san Pedro Damiani— y todo eso.
Comida con Sonia. Me ha invitado a comer en El Pony porque cumplió cincuenta años antier. Me ha hablado de su vida que da para una novela estupenda ambientada entre Irlanda, Inglaterra y Españita. Es una mujer independiente, liberal en los mejores sentidos de la palabra y que practica el aikido. Tenía en Madrid un almacén lleno de muebles heredados —algunos muy queridos— y, cuando lo de la Dana se le ocurrió una idea: alquilar un camión para llevarlos todos a Paiporta. Fue allí con su madre —ochenta añitos— y recorrieron el pueblo amueblando las casas de los vecinos. En cada puerta, una historia emocionante. Está preparando una serie de catequesis sobre personajes bíblicos para los niños de nuestra parroquia. Muy bien.
Cuando un párroco llega a su nueva parroquia, como es natural, no conoce a nadie. Luego, poco a poco, van apareciendo Natis y Pacos, Glorias, Marías, Rosarios, Marianos, Migueles, Alfredos, Teresas, Cármenes, Josés y José Manueles, Ana Isabeles, Wilderes, Davides, Belenes, Delias, Mari Luces, Zvigneves, Cristianes, Armines y Heidis, Tatonos… Si, además, ese párroco es administrador parroquial de una pedanía de Orihuela, después de trece años, la lista de amigos vivos y difuntos adquiere las dimensiones de una de esas viejas guías telefónicas. Y si, además, lleva tres años de capellán de un pequeño hospital, ya pasea por allí como Pedro —como perro—por su casa: las enfermeras de la UCI que, al principio, cuando el capellán pulsaba tímidamente el timbre de la puerta preguntaban «quién es», ahora le abren la puerta sin preguntar nada; lo conocen los vigilantes, los médicos, los del turno de guardia, los de mantenimiento…
Justo entonces, cuando al párroco lo saludan por las calles y le abren las puertas de sus casas y lo invitan a comer, él debe distanciarse un puntico de todo y de todos —amablemente, claro— no en plan De contemptu mundi, sive de miseria conditionis humanae, sino movido por el amor de Dios —un Dios celoso, crucificado y sonriente— que le pregunta«¿Me amas más que a estos?» y que, sin esperar a la respuesta de uno, añade: ¡Sígueme!».
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Es usted muy amable. No lo olvide.