San Miguel de Salinas
jueves, 31 de octubre de 2024
7:30
Desayuno.
Recojo, doblo y guardo la ropa que tendí ayer.
Saco del maletero el edredón y, con no poco esfuerzo, lo meto en su funda y hago la cama.
8:15
Abro la iglesia y saco a la puerta la planta de la piadosa china. Luego me siento ante el sagrario con «El Señor» de Romano Guardini.
Oficio de lectura y laudes.
9:20
Vuelvo a la casa abadía porque he olvidado tomarme mi complemento vitamínico otoñal y el Almax. Aprovecho para leer y mandar algunos mensajes.
Lectura del capítulo 5 de san Mateo.
Lectura de «La felicidad donde no se espera».
Pido unas flores en la floristería pero me dicen que hoy no podrá ser porque andan muy atareados con la fiesta de mañana.
9:50
Vuelvo a la iglesia. Saludo a Joan que me ayuda a abigarrar un poco más el altar de Casi Todos los Santos.
Luego preparamos todo la para la exposición del Santísimo.
Carmen, elegante y perfumada como siempre, pide una misa en sufragio por su hijo que murió el 2005 a la edad de cuarenta años. Me admira aún más su elegancia, su amabilidad y sonrisa ahora que sé que es una madre doliente.
10:20
Me revisto.
10:30
Exposición del Santísimo. Andres incoa desde el órgano el Pange lingua.
11:00
Misa.
11:45
Despedidas. Tengo que salir para La Lloseta.
12:50
Llego a La Lloseta con cinco minutos de retraso. Hoy tenía que haber venido don Ignacio desde Valencia, pero ha llamado para decir que era imposible —o muy difícil— salir de Valencia. Entre las historias que se han contando me ha impresionado más la de un valenciano que consiguió salir de su coche y escapar, a nado, de la corriente. Después de caminar durante una hora hasta su casa, cubierto de lodo, encontró que su casa había desaparecido. Desde el balcón de una casa vecina, una vecina lo informó de que su mujer y sus hijos habían sido rescatados y llevados a cierto lugar, a catorce kilómetros de allí por lo que el buen valenciano tuvo que caminar otros catorce kilómetros por un paisaje devastado para reunirse con su familia.
14:00
Hago una visita al Santísimo y salgo para Torrellano.
15:15
Termino de comer y salgo para La Torre.
He olvidado en San Miguel una maletita con libros que había preparado para traerlos a La Torre. Da igual.
Misterios luminosos paseando por el palmeral.
Me siento en el sillón de la abuela Paquita para rezar un poco con Dilexit nos.
16:46
Llamo a María, como le había prometido. Charlamos largamente.
17:11 (O así)
Nos despedimos.
Llamo a don José Antonio Fortea. Charlamos larguísimamente. Siempre me alegra charlar con él y aprendo mucho. Él, por su parte, nunca parece tener prisa cuando hablamos. También eso me gusta mucho de él.
18:00 (O así)
Nos despedimos. Él se va al hospital y yo me pongo a recogerlo todo para volver a San Miguel.
18:27
Me llama Rosarito para decirme que no apague las luces del jardín y que no cierre el portón de La Torre porque esta noche llegan Elena y Rafa de Madrid.
Salgo para San Miguel.
Cuando voy a incorporarme a la autopista, resulta que ha habido un accidente justo allí. Atascazo. Misterios gozosos con BXVI.
Cuando voy a tomar la salida de Torrevieja, resulta que ha habido otro accidente allí. Evito esa salida y sigo hasta la salida de Los Montesinos.
18:57
Tomo la salida de Los Montesinos y en mi Lamborghini se enciende una luz amarilla que indica que una rueda ha perdido presión. No importa. A veces pasa y basta con hincharla un poco. Pero no es el caso. Mi Lamborghini empieza a hacer cabriolas y ruidos raros como de rueda pinchada y completamente desinflada. No importa. Nosotros, los pilotos de rally de toda la vida estamos acostumbrados a las situaciones extremas. Consigo llegar a la urbanización Los naranjos, donde hay farolas, y orillo mi Lamborghini. Me pongo mi chaleco reflectante y salgo de la máquina para inspeccionar las ruedas. La rueda trasera de la izquierda presenta el aspecto de los relojes blandos de Dalí. Esta simple observación me basta —nosotros, los expertos en mecánica de toda la vida— para hacer un diagnóstico certero: «Se ha pinchado». No importa. ¿No soy yo, por ventura, hombre de recursos?
Abro el maletero y saco el gato y la llave de cruz. Resulta que las tuercas están protegidas por un embellecedor. No sé cómo removerlo. No importa. Llamo a Bruno. Me dice que basta con unos alicates pero que también puedo llamar al servicio de asistencia en carretera. No tengo alicates ni el teléfono del servicio de asistencia en carretera pero no importa porque tengo un destornillador. Remuevo el embellecedor y allí están las tuercas esperando que las afloje para sacar la rueda. Forcejeo un poco y nada. Me subo en la llave de cruz para aplicar sobre ella mis setenta kilos y nada.
Empiezo a sudar pero importa. Empieza a dolerme el estómago pero no importa porque llevo encima diez pastillas de Almax. Me tomo una, recapacito un poco y llamo a Wilder. Está muy lejos de aquí. No importa. Llamo a Iván, el belga. No contesta. No importa. Justo entonces aparece un ángel.
Detiene su automóvil rojo y me pregunta que si puede ayudar en algo. Por su acento, por su tamaño y por su sonrisa me recuerda a Pau, el amable gigante y sacristán croata de la parroquia de El Salvador de La Mata. No es él, pero da igual: nosotros, los conductores de toda la vida, sabemos reconocer a un ángel cuando llega.
El Ángel de Croacia —a quien doy la bienvenida con grandes muestras de agradecimiento y gentil cortesía mientras sacudimos nuestras manos— se pone de rodillas y afloja las tuercas, quita la rueda, pone la de repuesto y me explica con acento croata angelical que con esa rueda de repuesto no puedo pasar de ochenta kilómetros por hora. No importa. Me ha alegrado la noche.
Nos despedimos sacudiendo nuestras manos —bastante negras— y él se va dejándome encantado de haberlo conocido.
20:15
Llego a San Miguel. El taller de los neumáticos ya ha cerrado.
Voy a la iglesia, y me lavo las manos en la sacristía. Mis manos quedan blancas y el lavabo negro. Lavo el lavabo y hago la última visita del día al Santísimo.
Apago las luces, vuelvo a meter en la iglesia la planta de la piadosa china y cierro la iglesia.
Por El Paseo deambulan algunos niños disfrazados de vampiros y vigilados por sus padres. Todos ellos parecen tan aburridos como ignorantes de las tragedias de la muerte y de la mía, tan reciente. No importa. ¿Acaso no sonríen todos los santos desde el altar de santa Rita capitaneados por el Cristo resucitado de entre los muertos?
Cierro la iglesia, vuelvo a la casa abadía y —sin cenar ni nada— me siento ante mi Mc para recapitular el día. ¡Gracias!