San Miguel de Salinas
miércoles, 5 de noviembre de 2025
La gloriosa rutina de los miércoles comienza con la apertura de la iglesia, el encendido de luces y el viaje al hospital. Hay que preparar el altar y si —como hoy— queda tiempo, se puede aprovechar para leer, por ejemplo, el evangelio de san Mateo.
A las ocho menos cuarto, primera misa de la memoria de santa Ángela de la Cruz. Después de la acción de gracias hay que recogerlo todo. Desde hace unas semanas, el doctor S me ayuda a llevar a ,la sacristía los libros, el cáliz, las vinajeras, las velas y el lavabo. Eso me ahorra un tiempito y muchos viajes y, por eso, se lo agradezco diciendo «gracias». Él unas veces me responde «de nada» y otras «no hay de qué» o «a usted». ¡Qué amable!
Luego hay que subir a la habitación de Ramona. Está vacía. Pregunto y me dicen que ya ha salido de la UCI pero que la han cambiado de habitación.
La encuentro con su madre. Están viendo en la tele un programa holandés pero la señal no es muy buena y la imagen se queda congelada. No manifiestan ningún sentimiento de pena o de contrariedad por mi visita y, enseguida, apagan la tele. Charlamos, rezamos y Ramona recibe una llamada de su padre que le dice que acaba de salir de la iglesia de San Miguel donde ha ido a rezar. Luego Ramona y su madre vuelven a comentarme que les gusta mucho ir a rezar a San Miguel porque la iglesia está siempre abierta y en silencio. Muy bien.
Son las nueve y media cuando llego a San Miguel. Es día de mercado. Aparco y me siento para mirar fijamente el sagrario. Luego rezo el oficio de lectura y las laudes. Llega Joan que me dice que tiene gripe o algo así, que va a preparar el altar y que luego va a ir a rezar el rosario en el cementerio pero que no se va a quedar a misa. Entonces yo voy a la casa abadía para empezar mi tratamiento anticarraspera. Tengo que hidratarme mucho pero con agua tibia o con cualquier otro líquido no alcohólico ni frío. Lo ideal es una infusión de tomillo con miel y limón.
Aprovecho para guardar la ropa que tendí antier.
A las once celebro la segunda misa de santa Ángela de la Cruz. Al terminar, como es noviembre, nos volvemos todos hacia el coro donde se expone una imagen de la Virgen del Carmen que está sacando almas de las llamas del purgatorio. Cantamos el Pie Iesu. Y luego:
—San Miguel.
—Ruega por nosotros.
—San José.
—Ruega por nosotros.
—Santa Ángela de la Cruz.
—Ruega por nosotros.
Voy a la sacristía. Detrás de mí entra doña Nati con la colecta. Si hay seis euros o más dice: «somos ricos, mil pesetas». Si hay menos no dice nada. Luego se despide preguntando: «¿comemos juntos hoy?». Y yo le digo si sí o si no. Hoy le digo que sí.
Recojo todo rápidamente y bajo al garaje. Me están esperando Carmen y su hermana Manola. Me dicen que María —la madre de los maestros— y Antonia ha ido andando al cementerio. Suben a mi Lamborghini y vamos para el cementerio. Por el camino paramos para recoger a María y a Antonia. Ahora, entre los cinco sumamos más de cuatrocientos años. Muy bien.
Misterios gloriosos en el cementerio. Cuando llegamos a la sepultura de alguien conocido nos detenemos un momento y a veces comentamos algo:
—Esta Rebagliato es mi mamá— dice Antonia.
—Aquí está mi hijo— dice María señalando la sepultura del maestro, uno de sus hijos gemelos.
Y así.
Son las doce y cuarto cuando las dejo en El Paseo y voy al despacho parroquial.
Tengo que reclamar al tanatorio de Torrevieja el pago de ciertas cantidades. Tengo que preparar el libro de misas de noviembre. Tengo que archivar algunas facturas y cartas de amor del banco.
A la una menos cuarto me digo: «ya está bien de papeleo, no puedes estar haciendo siempre cosas divertidas». Recojo el despacho, limpio la mesa con Pronto jabonoso y me aplico a la lectura de Riesgos y derivas de la vida religiosa.
A las dos menos cuarto me hago una infusión de té de Marruecos con miel de Torremendo y limón de Valencia.
A las dos voy a comer con doña Nati. Doña Nati puede decirte de memoria los nombres de todas las poblaciones de España que tenían más de diez mil habitantes cuando ella iba a la escuela.
A las tres menos cuarto voy a hacer la visita al Santísimo y luego voy a la casa abadía para lavarme los dientes y hacer gárgaras con agua tibia y sal.
A eso de las tres y diez me siento en un confortable sofá para mi sesión de Brahms: Tres cuartetos para soprano, alto, bajo tenor y piano, op 31; Nueve canciones para voz y piano, op 32; Romanzas (Magalone Lieder) para pianola, op 33; Quinteto para piano en fa menor, op 34.
De las tres bes de von Bülow me quedo con Bach. Beethoven —además de estar ya muy visto— es muy patético. Brahms sigue pareciéndome un pelma. Acabo de saber que se quedó dormido durante un concierto de Liszt. Lo siento, si me dan a elegir entre Brahms, Liszt y Wagner, me quedo con Liszt. Tengo que seguir sufriendo —como suele decir don Ricardo Calleja— para educar mi gusto musical. Y, de paso, dejo dicho que el video que acabo de enlazar es una prueba de la existencia de Dios.
En Ávila solamente hay una población con más de diez mil habitantes: la capital. En Burgos, además de la capital, están Miranda de Ebro y Aranda de Duero. En Palencia hay que aprenderse Palencia, Carrión de los Condes y Venta de Baños.
A eso de las cuatro me preparo un té verde con miel y limón y lo bendigo y lo ensalmo por ver si se me pasa la carraspera. Luego voy a la iglesia para sentarme ante el sagrario y mirarlo fijamente. Me da un poco de sueño pero pienso: «No me he dormido con Brahms. ¿Me rendiré al sueño precisamente ahora como Pedro, Santiago y Juan en el Huerto de los Olivos?». Y me pongo a rezar paseando con grandes zancadas por los altares laterales y haciendo genuflexiones cada vez que paso ante el Sagrario que guarda cuanto queda de amor de unidad.
A eso de las cinco menos cuarto me preparo un Fortum&Mason para hidratarme y para luchar contra la carraspera.
El reloj del campanario da las cinco. Lectura de las Confesiones. Los de Fbk me dicen que han censurado una publicación mía porque incita a la violencia. Me da la risa.
Me pongo a leer Los intelectuales en la «chaise longue». Es un librito que se publicó en Españita en los años setenta. Recuerdo haberlo visto en mi casa —la de mis padres— cuando tenía yo unos diecisiete añitos y recuerdo a mi padre y a mi hermano Ignacio comentándolo entre risas. El título del libro y las risas de mi padre y de Ignacio nunca se borraron de mi memoria. Ahora sé por qué razón lo comentaban entre risas alegres.
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