miércoles, 31 de marzo de 2021

Monseñor Johan Bonny

     Nunca había oído hablar de él. Al parecer es obispo. De Amberes, por más señas. Y, al parecer, ha declarado que se avergüenza de la Iglesia Católica porque, a la pregunta de si los sacerdotes podemos bendecir las uniones homosexuales, la Iglesia Católica entera con el Papa a la cabeza, ha dicho que no, que no podemos hacerlo.

Yo, cura de pueblo, ya sabía que no podíamos porque no podemos bendecir lo que Dios no bendice (Catecismo 2357). Dios nos bendice a todos pero no bendice todo lo que hacemos. A san Pedro, por ejemplo, Dios lo bendijo muchas veces y lo nombró obispo de Roma pero cuando se puso a hacer el tonto le dijo: «Apártate de mí satanás». Y sin ir más lejos a mí, que no soy san Pedro ni obispo de Amberes, me ha echado una bronca hoy mismo por medio del cura que ha oído mi confesión. En honor al cura que ha oído mi confesión debo decir que, tras la bronca, me ha dado la absolución aunque podría haberme ahorrado la bronca porque yo había ido a confesar mis muchos pecados con sincero arrepentimiento y propósito de la enmienda —Dios me ayude a mantenerlo como me ha ayudado a formularlo— muy firme. 

Pero estaba pensando en Monseñor Bonny, obispo de Amberes. Algunos le recomendarán que, si se avergüenza de la Iglesia, renuncie a su obispado. Otros —peor intencionados— le recomendarán que provoque un cisma. Yo llevo un buen rato rezando por él y le aconsejaría que hiciera examen de conciencia y que viniera a hacer una buena confesión con el cura de San Miguel de Salinas (Alicante pegando ya con Murcia). Y le prometería que no habría bronca ni siquiera en el caso de que no mostrase arrepentimiento aunque, si lo mostrase, después de la absolución habría Misa presidida por él y comilona pagada por mí con coles de Bruselas y todo.

Yo no me avergüenzo de la Iglesia ni del obispo de Amberes ni de san Pedro. La bronca que hoy me ha echado el cura con el que me he confesado -ahora que lo pienso— ha reforzado la vergüenza que siento de mí mismo y mi propósito de la enmienda. ¡Bendito sea el obispo de Amberes!

domingo, 28 de marzo de 2021

Pobreza evangélica

 No hay sacerdote —creo—que no haya meditado alguna vez con la primera de las bienaventuranzas «bienaventurados los pobres, porque de ellos es el reino de los cielos». Y muchos tenemos esquemitas o fichas de predicación agrupadas bajo el título «pobreza evangélica». 

Por «pobreza evangélica» solemos entender un estilo de vida austero, desapegado de los bienes materiales y del propio yo, ligado a la obediencia como compromiso con Cristo y su Iglesia. 

Esa pobreza evangélica, a la que nos hemos comprometido públicamente antes de recibir el sacramento del orden sacerdotal, no se diferencia esencialmente de la que compromete —sin promesas públicas— a cualquier cristiano. 

Yo la he visto encarnada en todos los laicos y sacerdotes santos a los que he conocido, que no han sido pocos.

No he conocido al cura de Ars ni a ningún sacerdote que viva la pobreza como él la vivió, pero los sacerdotes santos a los que he conocido siempre me han hablado bien del cura de Ars. 

No he conocido a san Fernando de León y Castilla ni a san Luis de Francia, pero todos los laicos santos a los que he concido me traen a la memoria el recuerdo de esos reyes. 


domingo, 28 de febrero de 2021

Lecturas de febrero

1. The Cultivation of Christmas Trees. Eliot para despedir la Navidad el dos de febrero, como todos los años.

2 y 3. Carta Apostólica Patres corde y Encíclica Fratelli tutti

Fratelli tutti tiene 287 puntos. Si uno no tiene tiempo para leerlos todos pero desea enterarse de lo más importante puede empezar en el punto 200 y acabar en el 284. 

4. Padres e hijos. (1862)

Una novela llena de páginas y de personajes inolvidables. Por ejemplo, Arina Vlásievna una auténtica rusa de vieja estirpe. Era muy devota y sensible; creía en toda clase de predicciones, adivinaciones, conjuros y sueños; creía en duendes, en espíritus del bosque, malos encuentros, hierbas curativas, remedios caseros, maleficios y el inminente fin del mundo; creía que si un domingo de Pascua no se apagaban las velas, entonces el trigo sarraceno crecía bien, y que las setas no crecían si las contemplaba el ojo humano; creía que al diablo le gusta estar allí donde hay agua y que cada judío lleva en el pecho una manchita de sangre; tenía miedo de los ratones, serpiente, ranas, gorriones y sanguijuelas, del trueno, del agua fría, de las corrientes de aire, de los caballos, de los machos cabríos, de las personas pelirrojas y de los gatos negros… La descripción de esta mujer se extiende todavía hasta ocupar una página entera sin que decaiga el ritmo. Arina es la madre del protagonista: un médico nihilista. 

5. Inscritos en el libro de la muerte. José Calderero de Aldecoa. 2020. Hice un tuit sobre este

6. El surgimiento del judaísmo rabínico y el Nuevo Testamento. Tomás García Huidobro. 2020

El año 70 las legiones romanas destruyeron el templo de Israel. A partir de ese momento los hijos de Abraham se dividieron: unos siguieron el camino de la circuncisión y se agruparon en la Sinagoga, otros tomaron el camino del bautismo y se agruparon en la Iglesia. El cristianismo y el judaísmo rabínico son dos ramas de un mismo y viejo tronco. 

Bien, Pero, mucho mejor:

7. El Pueblo judío y sus escrituras sagradas en la Biblia cristiana. Pontificia Comisión Bíblica. 2001.

Todo el documento, desde el prólogo del cardenal Ratziger, es una joya. Gracias a don Ramón Sáez que me lo ha recomendado. 

El Nuevo Testamento reconoce la autoridad del Antiguo como revelación divina y no puede ser interpretado sin él y sin la tradición judía que lo transmite. Los reproches que el Nuevo Testamento dirige a los judíos son los mismos que se encuentran en el Antiguo Testamento. 

8. El Greco. Sergei Einsenstein. 

Dos textos, el segundo dedicado a las cinco versiones de La expusión de los mercaderes del templo, en los que el cineasta analiza el pathos —«algo que fuerza al espectador a saltar de su silla (…) que lo impulsa a moverse, a gritar, a aplaudir (…) a salir de sí mismo»— en la pintura del Greco cuya sepultura regó Góngora con sus lágrimas… poéticas, claro. 

9. Un Eliot para españoles. Jaime Siles.

Si Eliot es oscuro —y aún más oscuro en sus textos críticos que en sus poemas— sus comentaristas no le van a la zaga. Ciento setenta y cuatro páginas de letra diminuta —sin capítulos ni epígrafes ni divisiones— y treinta y cinco paginas de notas de letra microscópica. 

    Al final he encontrado alginos comentarios sabrosos a La Tierra Baldía y unás páginas dedicadas a la crítica —implacable— que hacen JRJ y Neruda a Eliot. 

lunes, 1 de febrero de 2021

Lecturas de enero

     «Esta conexión entre liturgia y serena y alegre mundanidad (Iglesia y taberna) siempre ha sido considerada como típicamente católica y, de hecho, lo es». (El espíritu de la liturgia, Ratzinger)


     1. Un cuento de Navidad para Le Barroux. Natalia Sanmartín Fenollera.

Muy bien.

2. Leer contra la nada.

Preciosa edición (2017) de Siruela.

Antonio Basanta habla de literatura y comunica al lector su pasión por la lectura. 

3. Georges Simenon.

Editado (2012) por Acantilado incluye una novela corta, El hombre de la calle, varios artículos sobre Simenon —uno de Antonio Muñoz Molina y otro de Carlos Pujol— algunas cartas dirigidas a él, una colección de elogios como el de Faulkner —adoro leer a Simenon— y una galería de retratos del escritor.

4. Cartas (I)

Primer volumen de la edición (2020) crítica y anotada de las cartas del Fundador del Opus Dei preparada por Luis Cano. 

5. El espíritu de la liturgia. Romano Guardini.

Primera publicación de Romano Guardini. Cuando la leí por primera vez  no me pareció fácil aunque me pareció hermosa. Al releerla ahora sigue pareciéndome hermosa y oscura.  

6. El espíritu de la liturgia. Ratzinger.

Leí por primera vez este libro de Ratzinger cuando se publicó en castellano y, de resultas, me animé a leer el de Guardini. 

Al releerlo ahora sigue pareciéndome una maravilla hermosa y oscura. puede que sea porque la misma liturgia, siendo muy hermosa, no deja de ser un misterio. 

7. David Copperfield. (Primera parte) Charles Dickens. 

Joan me regaló por mi santo dos cedés con una versión del novelón resumida y leída por un actor inglés que hace voces magistralmente. Me he animado a releer la novela que leí por primera vez, creo, hace cuarenta años. Muy bien. Muy bien. 

sábado, 5 de diciembre de 2020

¿Donde estaban (escondidos) los intelectuales cristianos en el siglo I?

  Los primeros catorce intelectuales cristianos estaban tan escondidos que ni ellos mismos se conocían y se habrían reído si alguien los hubiera llamado «intelectuales». Algunos de ellos se dedicaban al pésimo negocio de la pesca en Galilea. Uno —con más ojo para los negocios— se había hecho recaudador de impuestos. Otro -Iudas mercator pesimus- era un ladrón que acabó ahorcándose. Mi preferido, san Matías, ganó el título y el carisma de «intelectual cristiano» en una suerte de lotería. Hubo uno —el último de todos— que dedicó no pocas de sus energías a intentar acabar con los demás hasta que una especie de luz lo dejó ciego. Sabemos poco de ellos y, hoy en día, la muerte de un futbolista genera más comentarios entre los intelectuales que, por ejemplo, la fiesta de de San Pedro y san Pablo. 

San Pedro, el primero de los catorce primeros intelectuales cristianos —a quien se suele suele presentar como a un cateto— fue quien dejó escrito para edificación y guía de los intelectuales de todos los tiempos: «estad dispuestos a dar razón de vuestra esperanza». 

San Pablo, el útimo de los catorce primeros intelectuales cristianos, ganó en Atenas una batalla de la que salió personalmente maltrecho. En su discurso hizo notar a los griegos que la piedad griega, tan razonable, había erigido un templo «al Dios desconocido» y que esa razonable piedad los había hecho merecedores de conocer a Cristo. 

Ahora no hay intelectual que no se precie de dar razón de su desesperanza y de proponer, como remedio para todos los males, quemar todos los templos que no estén dedicados al Dios desconocido. 

El día 8 de diciembre, fiesta de la Inmaculada, todos los intelectuales cristianos del mundo saldrán de las profundas cavernas del sentido que estaba oscuro y ciego para alabar a la Señora de los silencios, serena y agitada, desgarrada y enterísima que es la rosa de la memoria y del olvido. 

sábado, 21 de noviembre de 2020

Jesucristo, Rey del Universo

 Hoy celebramos la fiesta de Jesucristo Rey del Universo y el próximo domingo comienza el Adviento: las cuatro semanas que preceden a la Navidad. 

Decimos en el Credo que Jesús, el mismo que pasó entre los hombres haciendo el bien, el mismo que murió en la Cruz por nosotros y que resucitó volverá un día a juzgar a los vivos y a los muertos y traerá un reino de paz que no tendrá fin. 

¿Habéis visto alguna vez una oveja? ¿Y una cabra? ¿Sabríais distinguirlas? Por cierto. Vamos a hacer un Belén entre todos. Con casas de cartón o de madera y con figuras de plastilina. Ya lo hicimos un año y quedó muy chulo. Si cada uno de vosotros trae una oveja y una cabra de plastilina nos va a salir un rebaño fenomenal. 

En el evangelio Jesús habla de esos pastores que, por la mañana, sacaban juntas a las ovejas y a las cabras y, al llegar la noche, las separaban en cabañas distintas. Y dice que, como los pastores separan a las ovejas de las cabras, así Él mismo vendrá un día a separar a los buenos de los malos. 

Y si Jesús va a separar a los buenos de los malos quiere decir que ahora estamos todos juntos: buenos y malos. 

Los buenos y los malos estamos, todos, juntos en este mundo. Uno puede pensar que todos los buenos están en San Miguel de Salinas y que los malos son los de Los Montesinos, pero eso no es verdad. En San Miguel de Salinas como en Los Montesinos hay buenos y malos. Otro puede pensar que todos los buenos están en la calle y que todos los malos estamos aquí reunidos en la iglesia. Pero eso tampoco es verdad. Y otro puede pensar que todos los malos son los que están en la cárcel y que los buenos somos los que estamos libres. Pero tampoco eso es verdad. Dentro y fuera de la cárcel también estamos juntos los buenos y los malos. 

Entonces. Si en todas partes, en los bares, en las iglesias, en los pueblos y en los países andamos juntos los buenos y los malos ¿cómo se puede saber quién es bueno y quien es malo? Pues, sencillamente, no se puede saber. Quiero decir que ni vosotros, ni yo ni los más sabios del mundo pueden saber quién es bueno y quien es malo. Solamente Dios puede juzgar y es Él quien va a juzgar. 

Podemos saber lo que está bien y lo que está mal. Robar está mal. Cuidar de un enfermo está bien. Pero no podemos saber quién es bueno y quien es malo. Eso solamente lo sabe Dios. Porque el que ha robado ha hecho una cosa mala, pero a lo mejor ha hecho muchas cosas buenas. Y el que cuida de un enfermo hace una cosa buena pero, a lo mejor, ha hecho muchas cosas malas. 

Y hay más aún. Yo mismo, cada día, hago cosas buenas y cosas malas. ¿Soy bueno o soy malo? Pues no lo sé. Y no soy yo solo: todos nosotros, cada día, hacemos, decimos y pensamos cosas buenas y cosas malas. ¿Somos buenos o somos malos? Solo Dios lo sabe. 

Por eso no debemos juzgar a los demás diciendo que uno es bueno porque ha hecho cosas buenas y otro es malo porque ha hecho cosas malas. Que sea Dios, que sabe, quien nos juzgue a todos. Nosotros hoy nos alegramos al pensar que, al final de nuestra vida, no nos va a juzgar un enemigo sino Jesús, que ha dado su vida por nosotros. 

Nos alegramos al pensar que podemos distinguir entre el bien y el mal para dar gracias a Dios cuando hacemos el bien y para pedir perdón cuando obramos mal. 

Y nos alegramos al pensar que, cuando Jesús venga a juzgarnos y el demonio le recuerde todas las cosas malas que hemos hecho en la vida, la Virgen María será nuestra defensora y no olvidará que, al final de cada Misa, la mirábamos con cariño diciendo: Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte.

sábado, 14 de noviembre de 2020

La parábola de los talentos

                Si eres la más lista del cole o del pueblo ¡felicidades! 

     Si eres la segunda más lista ¡felicidades!

Si eres el último de la clase o del pueblo ¡felicidades!


Pero si eres la más lista del cole o del pueblo no te pongas tonta pensando «je, je, qué lista que soy». Porque si, siendo la más lista, te pones tonta pensando que eres muy lista te vuelves tonta por tu culpa. ¿Eres la más lista del cole? Demuéstralo ayudando al último. 

Y si eres la segunda más lista no te pongas tonta envidiando a la primera y despreciando al último. ¿Eres la segunda más lista? Demuéstralo aplaudiendo a la primera de la clase y ayudando al último de la clase. 

Y si eres el último no te pongas tonto pensando que eres tonto y lloriqueando por eso. Porque si, además de ser el último de la clase, te pones a lloriquear, te volverás tonto de remate. ¿Eres el último de la clase? No seas tonto. No te pongas a lloriquear. Aplaude a los que son más listos que tú, hazte amigo de ellos y deja que te ayuden. 

Todos nosotros, los que estamos hoy en Misa somos los últimos de la clase. 

El primero, el mejor de este colegio, es Jesús. Pegada a Él está la segunda, la Virgen María. Todos los demás —incluido el Papa— somos los últimos de la clase. 

¿Qué hace Jesús? ¿Se pone delante de nosotros diciendo «je, je, ¡qué listo que soy»? No. El primero de la clase, Jesús, está crucificado por nosotros. 

¿Qué hace la Virgen María? Pues la Virgen María acompaña a Jesús al pie de la Cruz y le regala su aplauso y cuida de nosotros. 

Y nosotros, los últimos de la clase, ¿qué hacemos? Pues estamos aquí  aplaudiendo a Jesús y a María y dejándonos cuidar por ellos. No venimos a Misa para lloriquear. Venimos a Misa para que nos cuiden Jesús, María y san José. 

Venimos a Misa para aplaudir a Jesús, a María y a san José. Los primeros de la clase. Los que, de verdad, cuidan de nosotros. Los que están empeñados en llevarnos al Cielo. 

domingo, 8 de noviembre de 2020

Las vírgenes prudentes y la necias

    «¿Qué es una lámpara de aceite?» pregunta el cura a los niños que están en Misa con los ojos muy abiertos y deseando aprender algo práctico. Y añade: «Pues una lámpara de aceite es como estas velas que están sobre el altar. Vemos las llamas pero no vemos el aceite que las alimenta».  

Ved al cura mostrando a los niños una lámpara de aceite (o de parafina) y oídle decir:

«Lo que vemos, la llama, ilumina. Pero lo que no vemos, el aceite, es lo que alimenta la llama. Si se acaba el aceite se apaga la llama». 

Ahora los niños han aprendido algo práctico: esas velas que están sobre el altar no arden por arte de birlibirloque. Ahora los niños empiezan a sospechar que lo que no se ve puede explicar lo que se ve. 

Ahora los niños están tan preparados como el Papa y como santo Tomás de Aquino para entender la parábola de las vírgenes prudentes y las necias y el cura sigue:

«Las diez muchachas de las que nos habla Jesús en la parábola tenían sus lámparas de aceite encendidas. Pero cinco de ellas eran muy listas y pensaban en el aceite que no se ve y llevaron aceite de repuesto y las otras cinco eran un poco atolondradas y solamente pensaban en la llama que se ve y se olvidaron del aceite que no se ve». 

Los niños asienten y el cura sigue: 

«A mí me parece que Jesús llama necios a los que nos olvidamos de lo que no se ve: a los que nos olvidamos de Dios que es el aceite. Y me parece que Jesús nos está diciendo que, si nos olvidamos de Dios, nos apagaremos como esas velas que ya no tienen aceite».


«Os han dicho que hay que compartir».

Esto lo dice el cura mirando a los niños como si fueran adultos. 

Racapacita y sigue:

«Suponed que Teresa, vuestra catequista, nos da un chocolate a cada uno. Yo me lo zampo enterito y luego voy a cada uno de vosotros y os digo que hay que compartir. Me he comido el mío sin compartirlo y ahora os digo que tenéis que compartir el vuestro. Os estoy engañando porque, al final, os habré quitado medio chocolate a cada uno de vosotros y yo me habré atiborrado de chocolates». 

Ved a los niños mondándose de risa en señal de que han  entendido al cura. Y el cura añade:

«Los necios hablamos de compartir cuando se nos apaga la lámpara. Hemos pasado la vida olvidando a Dios y, cuando se nos apaga la lámpara de la vida (que no arde sin Dios) queremos que los santos nos regalen sus oraciones y sacrificios. ¡Hay que compartir! ¡Dadnos un poco de vuestro aceite! Pero, entonces, los santos nos dirán que no pueden compartir sus méritos con nosotros porque ni sus méritos son suyos ni nunca hemos compartido con ellos los sufrimientos de Cristo. Pero nos dirán algo más. Nos dirán que vayamos a la  tienda del encuentro con Dios que es el sacramento de la Penitencia para que Dios, cuando venga a visitarnos, nos encuentre con las lámparas encendidas». 



Santa María, Virgen prudentísima, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte para que vivamos y muramos llenos de ese amor de Dios que ilumina y da calor. 

miércoles, 4 de noviembre de 2020

Relato épico de las elecciones en los EEUU: la batalla de Florida.

Esta es la traducción del texto épico de Itxu Díaz:


Las palomitas de maíz se han agotado en todo el mundo libre. ¡Qué emoción! Pegado a la pantalla del televisor, varias veces he apagado el cigarrillo en mi bebida y, varias veces, he intentado beber del mechero. No recuerdo una noche tan electrizante desde aquella en que mordisqueé los cables de un enchufe. Para empezar, se me ocurre que deberíamos premiar a los encuestadores y editorialistas de la mayoría de los medios de comunicación de la sociedad occidental vacunándolos contra el coronavirus de Putin.

La batalla de Florida fue épica. Imaginé a Trump como salido de una vieja novela romántica de caballería, caminando —mientras disfrutaba de la gloria celestial— sobre los restos del socialismo encubierto de Biden hacia el final de la  carrera. No fue una apuesta fácil. Pero si huyes de Cuba o Venezuela —porque el socialismo ha arruinado tu país— y te instalas en los Estados Unidos para respirar libremente, lo último que te apetece es dar tu voto a la extrema izquierda de Kamala Harris y fantasear con la remota posibilidad de que, a lo mejor, esta vez el socialismo será diferente y hará las cosas bien, por primera vez en la Historia. Que Obama pueda bailar salsa no es una razón lo suficientemente convincente para que Florida se rinda a los encantos de Joe Biden quien, por otro lado -y como el monstruo del lago Ness- aún no han aparecido. 

Los demócratas lanzaron este lema en la campaña electoral: «Batalla por el alma de la nación». Viniendo de Biden y Harris, más que una oportunidad para la liberación americana, parecía una amenaza de posesión diabólica. Y ya no hay duda de que Trump habría ganado cómodamente si no fuera por el brote del coronavirus, un virus de origen comunista que asuela el mundo mientras los traficantes de la propaganda del régimen chino se jactan de que en todas las discotecas de Wuhan están danzando la lambada (*).

Pero no será fácil olvidar que los votantes de las grandes ciudades han tenido que acudir a sus colegios electorales en un ambiente tenso de preguerra, tapiando los escaparates por miedo a una reacción violenta ante una hipotética victoria republicana. La izquierda tiene dos caras: la sonrisa de oso cariñoso de Joe Biden y las ciudades en llamas de los anntifa. Por desgracia, son dos caras de la misma moneda. Y, en el caso de Biden, con su programa de eliminar impuestos a las clases medias, lo más seguro es que te hayan metido la mano en el bolsillo. 

La primera victoria electoral de Trump es no haber perdido. Leyendo la prensa europea —y gran parte de la prensa americana—  se diría que nadie podía votar a Trump sin estar alienado. Bien, algunos han votado a Trump. Los analistas habían estado convenciéndose mutuamente de que sus deseos coincidían con la realidad. ¡Más disparos de Putin aquí, por favor!

Pero la victoria de Trump va más allá de estas elecciones. Su triunfo ha sido construir un muro de contención contra la hegemonía de las ideas progresistas y contra la superioridad moral de sus líderes, retratarlos y abrir debates que hasta ahora estaban prohibidos. Y lo ha hecho contra todo y contra todos. Como un héroe americano de antaño. Como el llanero solitario. 

Cuando mis antepasados españoles iniciaron la reconquista para expulsar a los invasores musulmanes, parecía una batalla imposible. Eran pocos, estaban lejos unos de otros y ocupaban un pequeño rincón de  un país tomado por el enemigo. De algún modo, Trump ha encarnado ese coraje de antaño y se ha lanzado a una empresa loca y aparentemente imposible. Se ha convertido así en un ganador antes de ganar. Ha vencido el miedo y, gracias a él, todo el mundo libre puede respirar mejor y deshacerse de las mordazas ideológicas que nos impone el marxismo cultural. ¡Al diablo con la ideología criminal que defiende la izquierda! Recuerda: ¡el socialismo solo ha traído consigo hambre, miseria, división y ruina! Después del acto heroico de Trump, todos podemos gritar estas cosas en las calles sin miedo, sin tener que bebernos primero tres botellas de güisqui. Sin miedo.

Sea de ello lo que fuere, queda demostrado que las elites, los medios de comunicación y las grandes corporaciones podrían  gobernar el mundo. Pero las elites son una minoría: de ahí su nombre. Y mientras haya democracia, su voto, aunque ruidoso, vale lo mismo que el de cualquier otra persona. El voto histérico de Kamala, el voto fanfarrón de Obama con sus millonarios de Hollywood y el voto de un pacífico y humilde granjero valen lo mismo. ¡Espera hasta que se enteren los de la  CNN!


El original, aquí.


Nota del traductor:

(*) La palabra «lambada» no aparece en el DLE. La palabra «vals» sí que aparece. 

sábado, 31 de octubre de 2020

III DECIR LOS PECADOS AL CONFESOR

 III

DECIR LOS PECADOS AL CONFESOR


En esto, precisamente, consiste la confesión. 

Al que confiesa sus pecados lo llamamos «penitente» porque, después de un diligente examen de conciencia ha descubierto con dolor —más o menos perfecto— que es un pecador y desea enmendarse y alcanzar el perdón por medio de la más perfecta penitencia que es la confesión. 

Al confesor que escucha los pecados del penitente lo llamamos «ministro» porque actúa en el Nombre y en la Persona de Cristo. Con otras palabras: el que va a escuchar y a absolver nuestros pecados no es don Fulano —ese tipo más o menos simpático— sino Cristo. Y eso independientemente de que don Fulano huela más o menos a oveja o de que el olor a oveja nos inspire más o menos confianza. 

Como no quiero perderme en eso del pastor que huele a oveja diré, de pasada, que en el confesonario donde me siento para escuchar las confesiones de los penitentes uso un ambientador fabricado en París en honor a la sede de la penitencia pero, sobre todo, para ofrecer al Buen Jesús lo que María de Magdala le ofreció.

Hemos llegado a eso tan enojoso que es la confesión. Será un asunto enojoso hasta el día en que adquiramos esa perfecta humildad de quien se reconoce ante Dios tal como es. 

Seamos sinceros. Ni siquiera el diablo se cree perfecto e, incluso él, solamente se aguanta a sí mismo comparando lo mejor de sí mismo con lo peor de los hombres, las más perfectas de las criaturas después de los ángeles y las más encumbradas desde que Dios se hizo Hombre y no ángel. 

Pero una cosa es reconocer que uno no es perfecto y otra, muy distinta, es confesar los propios pecados según su número y especie

Lo primero, reconocer que uno no es perfecto, es fácil y puede ser  interesante si no se queda ahí. Lo segundo, decir el número y la especie de los pecados que uno ha cometido, es no quedarse ahí. Es concretar, es confesar los pecados. 

Muy bien: hay qué decir los pecados al confesor del único modo objetivo: número y especie

El examen de conciencia y el arrepentimiento dependían en gran parte de Dios que es quien ilumina la concencia y la llena de amor. Pero decir los pecados al confesor es el compromiso del penitente.

Uno tiende a contar su vida al confesor —don Fulano— como si don Fulano fuera un juez humano a quien hay que explicarle las cosas.  

No hay que explicarle nada a don Fulano ni hay que contarle la vida de uno porque el que está ahí no es don Fulano sino Cristo. 

Entonces, ¿que debo hacer para confesar mis pecados?

Siendo esta una cuestión tan sensible, Nuestro Señor Jesucristo ha puesto un gran empeño en hacernos fácil la confesión. Nos ha dicho que, para hablar con Dios, no hay que usar muchas palabras. Si se trata de hablar de nuestros pecados basta con decir el número y la especie de tal modo y manera que lo entienda uno de aquellos a quienes Él dijo: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados les serán perdonados». 

Siendo esta una cuestión tan sensible, lo que tenemos que hacer es buscar a un sacerdote para confesar nuestros pecados según su número y especie con pocas palabras. 

Los ministros de la confesión son sacerdotes. Que sean  sacerdotes no quiere decir que sean santos sino, solamente, que pueden perdonar los pecados a quienes los confiesan según su número y especie

A quien finge confesarlos ocultando su número o disimulando su especie no podemos llamarlo «penitente» sino «simulador». Y la simulación ni hace bien al penitente ni es verdadera confesión.

Como todo esto puede resultar, además de enojoso, confuso, tenemos un Ritual de la Penitencia que ayuda mucho al penitente y  al sacerdote. 

El sacerdote —si es párroco— debe garantizar que el penitente pueda confesar sus pecados amparado tras la rejilla de un confesonario para salvaguardar su anonimato. 

Al penitente le bastará con decir: «¡Ave María Purísima!» para escuchar esta respuesta del sacerdote: «Sin pecado concebida». Es como el santo y seña. Un penitente y un ministro de la reconciliación se encuetran así: reconociendo a la Inmaculada como Madre.

Inmediatamente el sacerdote bendice al penitente así: «Que el Señor esté en tu corazón para que te puedas arrepentir y confesar humildemente tus pecados». 

En materia tan sensible como es la confesión dos seres humanos, un penitente y un ministro de Dios, o se atienen al ritual aprobado por la Iglesia Católica o no se entienden con Dios. 

Luego el penitente dice sus pecados al confesor según su número y especie. Y ya está. El penitente ha renacido. Está en gracia de Dios y el sacerdote lo celebrará con él y, después de darle la bienvenida y de imponerle una penitencia saludable le dirá exactamente las palabras que según el Ritual de la Penitencia ha de decir para absolver: «YO TE ABSUELVO DE TUS PECADOS, EN EL NOMBRE DEL PADRE Y DEL HIJO Y DEL ESPIRITU SANTO».

martes, 27 de octubre de 2020

II Dolor de los pecados y propósito de la enmienda

 II

DOLOR DE LOS PECADOS Y PROPÓSITO DE LA ENMIENDA


También se llama arrepentimiento. 

Cuando es perfecto se llama contrición y es, sin más, un acto de amor de Dios que  aniquila el pecado. A san Pedro y a la Magdalena los llevó a llorar mucho, razón por la cual ambos se hicieron dignos de la bienaventuranza del consuelo prometido a los que lloran. 

Para que la confesión sea válida basta con ese arrepentimiento imperfecto que se llama atrición. En la parábola del hijo pródigo se nos cuenta que el manirroto razonaba así en su ruina: «En la casa de mi padre se come estupendamente y yo aquí me estoy muriendo de hambre. Me pondré en camino, volveré a mi Padre y le diré: he pecado contra el cielo y contra ti. No espero que me recibas como a un hijo y me basta con que me aceptes entre tus criados». No parece un arrepentimiento muy perfecto el que solamente considera el pecado como un mal negocio pero algo es algo y, si nos mueve a reconocer que hemos obrado mal y a volver a Dios, Él mismo se encargará de prepararnos una fiesta de reconciliación que provocará la envidia de los que nunca han roto un plato en su vida. 

Sea perfecto o imperfecto salta a la vista que el arrepentimiento es un acto noble y muy humano. 

Lo contrario del arrepentimiento es el endurecimiento del corazón que nos lleva a justificar el pecado y a decir: «no me arrepiento de nada». Esto también es muy humano pero no tiene nada de noble y es la característica de los demonios y de los que han sido arrastrados por ellos al infierno. Simplemente no quieren reconocer lo que reconoció el buen ladrón: que él estaba en la Cruz por sus crímenes mientras que Jesús era inocente. 

No conviene dejar el arrepentimiento para el último momento. Por eso es aconsejable examinar la propia conciencia muchas veces al día y estar, como aconseja Jesús, en vela. Pero el ejemplo del buen ladrón se nos ha dado para que comprendamos que una vida que ha ido muy mal puede acabar muy bien. Si nuestro último aliento se convierte en una bendición de Dios, entonces nuestra vida, por mala que haya sido, será un canto a la misericordia de Dios. 

Es tal el poder liberador del arrepentimiento que el Padre de la Mentira ha inspirado abundante literatura —y no de mala calidad— para convencer a los espíritus refinados de que arrepentirse en el último momento es una debilidad mientras que autoafirmarse —sostenella y no enmedalla— hasta el final contra Dios es el colmo de la elegancia. 

«Un corazón contrito y humillado, Tú, Señor, no lo desprecias». 



Pero. ¿Qué pasa si, después de examinar diligentemente mi conciencia como el justo Job, no hallo en ella nada que me acuse? 

Pues pueden pasar dos cosas. Una mala y otra buena. 

La mala es la que le pasó al fariseo de la parábola que decía: «te doy gracias, Señor, porque yo no soy ladrón y adúltero como la gentuza o como ese publicano que está ahí dándose golpes de pecho. Yo soy bueno». 

Jesús contó esa parábola para advertirnos de  que nuestro examen de conciencia puede ser muy deficiente. Siempre lo es cuando confronta nuestro Yo mejor con lo peor de los demás

Suele decir un hermano mío muy simpático: «Cuando me miro me doy asco, pero cuando me comparo con los demás me encanto». Esto es lo malo. No de mi hermano que es bromista y juega con la ironía, sino de mí y de ti, amable lector. Que podemos examinar nuestra conciencia comparándonos con los demás y concluir que somos mejores que ellos. 

De todas formas  también puede ocurrir —aunque es muy raro— que después de un diligente examen, alguien concluya que no tiene nada de lo que arrepentirse, no porque se considere mejor que los demás comparándose con ellos sino porque su alimento ha sido siempre hacer la Voluntad del Padre. Ese tal será alguien tan excepcional como Job. Sufrirá con paciencia todos los males que le sobrevengan y, aunque su sufrimiento lo lleve a maldecir el día en que su madre lo arrojó al mundo, bendecirá a Dios con palabras inmortales: «Yo sé que mi Redentor vive».

Amable lector: tú puedes ser un Job —imagen de Cristo— que sufre por causa de la justicia. Si todos tus sufrimientos —como los de Cristo— manifiestan la gloria de Dios no necesitas confesar tus pecados porque toda tu vida es alabanza de Dios. Reza por mí que tiendo a examinar mi conciencia comparándome con lo que juzgo peor de los demás y no me atrevo a mirar a Jesús en la Cruz.

Nosotros, los espíritus exquisitos nos hacemos la ilusión  de que somos como Antonio Machado y ya ni podemos ni queremos cantar al feísimo Cristo de los gitanos, siempre con sangre en las manos, siempre por desenclavar. Hemos leído tantas poesías sobre Cristo que ya no podemos ni queremos cantarle una saeta a la Cruz y nos pasamos la vida re-citando las poesías de otros como si fueran nuestras. 


«Un corazón contrito y humillado, Tú, Señor, no lo desprecias».

CINCO MINICHARLAS SOBRE LA CONFESIÓN: (I ) EL EXAMEN DE CONCIENCIA

 CINCO MINICHARLAS SOBRE LA CONFESIÓN


I

EL EXAMEN DE CONCIENCIA


Código de derecho canónico (canon 901): «El que después del Bautismo ha cometido pecados mortales que por las llaves de la Iglesia no han sido aún directamente perdonados, debe confesar todos aquellos de los cuales tuviere conciencia después de un diligente examen de sí mismo y explicar en la confesión las circunstancias que cambian la especie del pecado».

Si el Código dice «después de un diligente examen de sí mismo» es porque el examen de sí mismo va primero. Hasta aquí la lógica tonta. 

Que a ese examen de sí mismo se lo suele llamar “examen de conciencia” es de sobra sabido. 

Por eso la primera minicharla se titula “examen de conciencia”.


En realidad la conciencia —si no está endurecida por el hábito del pecado o cegada por la ignorancia— nos manda mensajes continuamente sin necesidad de que la examinemos. A veces son mensajes muy positivos: «¡Bien hecho!», nos dice. Y entonces experimentamos la satisfacción del deber cumplido y nos induce a dormir a pierna suelta, digan lo que digan los demás, porque nuestra conciencia nos ha alabado y no hay nada más reconfortante que la alabanza de la propia conciencia. Otras veces son reprobatorios: «¡Sinvergüenza!», apostilla con el tono de una madre enfurecida porque —una vez más— la hemos engañado. «Eso no ha estado bien», susurra justo cuando estamos a punto de dormirnos. «¿No crees que habría que estudiar eso un poco más?», sugiere cuando estamos a punto de tomar una decisión a la ligera. 

Si no hay nada más placentero que la alabanza de la propia conciencia tampoco hay nada más intimidatorio que la reprobación —«¡sinvergüenza!»— de la conciencia que aparece como una madre blandiendo una zapatilla. Y nada que nos desvele y nos inquiete y nos quite el sueño como ese juez interior y amigo que nos dice: «Eso no ha estado bien». Ni hay nada que nos invite con más eficacia a evitar la superficialidad que esa advertencia cordial: «¿Lo has pensado bien? No deberías estudiar un poco más el caso antes de tomar una decisión?». 

La conciencia es la voz de Dios en el corazón. Cuando se hizo Carne le impusieron por nombre Jesús. La Iglesia Católica —la que Jesús fundó sobre Pedro por nuestros pecados— es el eco de esa voz contra la que no prevalecerán los poderes de las tinieblas. 

Nótese que la promesa no es para la conciencia individual que puede ser domesticada y acallada fácilmente. No se dice que el poder de las tinieblas no prevalecerá sobre la conciencia de uno —sobre la mía, por ejemplo, o sobre la del buen Judas o sobre la tuya, amable lector— o sobre lo que llaman «libre examen». Sobre todo eso puede prevalecer, y prevalece a menudo, el poder de las tinieblas. Lo que se dice es que el poder de las tinieblas no prevalecerá sobre Cristo, voz de Dios hecho Carne, ni sobre el eco de esa voz que es la Iglesia. 


¿Entonces? 

Pues, entonces, amable lector, no sé qué más decirte. Aunque tu conciencia no estuviera deformada por el pecado y anque fuera tan transparente como la de la Virgen María o la de san José, para alcanzar el Cielo necesitarás que Jesús la ilumine como iluminó la de esas dos criaturas perfectísimas: María y José. 

Si tu conciencia fuera como la de la Virgen María —cosa imposible a menos que hayas sido concebido sin pecado original— no necesitarías examinarla porque estaría iluminada indefectiblemente por Cristo. Si tu conciencia fuera como la de san José —cosa imposible a menos que seas san José— cuando estuvieses a punto de cometer un error por amor de Dios, el mismo Dios te mandaría un ángel para decirte: «No cometas el error de repudiar a María porque lo que ha concebido en su seno es obra del Espíritu Santo». 

    Pero si tu conciencia anda un poco adormecida o, peor, como la mía, está entusiasmada un día con el misticismo de la New Age o del Dalái lama, otro con el hedonismo de la New Age y del Dalai lama y otro con el estoicismo de la New Age y del Dalai lama y ya no rezas el Padre Nuestro cada día porque aprendiste a rezar con los Beattles o con los raperos te aconsejo, con el Código de Derecho Canónico, que, antes de confesar tus pecados, hagas un diligente examen de conciencia contemplando con amor la Cruz de Cristo y rezando con humildad el Ave María. 



La conciencia —la mía, por supuesto, pero también la tuya, amable lector, y hasta la del Dalai lama o la del Papa o la de John Lennon— puede estar tan endurecida que ya no nos advierta contra el pecado. Entonces si no la examinamos  a la luz de Dios, su puesto lo ocupará el Padre de la Mentira que vendrá a decirte: «Tú reciclas las basuras. Tú pagas los impuestos. Tú no matas ni robas y, además, andas siempre muy indignado contra los otros, contra los que hacen lo que tú no haces, contra los malos. Si me crees serás como Dios». 

Pero las puertas del Infierno no prevalecerán contra Cristo ni contra la Iglesia que reza diciendo «perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden» y que empieza cada Misa invitando a todos a reconocer sus pecados para celebrar dignamente los sagrados misterios. 



Padre Nuestro que estás en Cielo… Dios te Salve, María, llena eres de Gracia… Y ahora el examen de conciencia a la luz de Dios. Y luego, con la gracia de Dios, la confesión. 



Esta minicharla ha salido un poco larga. Perdón.