La he visto esta tarde, apremiado por los cientos de cartas que pedían mi opinión sobre ella.
Cuando le preguntaron a Benedicto XVI —muy aficionado a la música— que si le gustaba el rock, respondió, con su amabilidad habitual, algo así como: «lo encuentro, tal vez, un tanto dionisíaco». Expresó perfectamente lo que yo no habría sabido expresar. Yo habría dicho, tal vez, que me parece un ruido infernal. La película empieza así: con un batería cubierto de tatuajes y una chica que… ¿canta? Bueno, que grita cosas obsecenas. Todo muy dionisíaco y, eso sí, muy espectacular.
Enseguida nos enteramos de que el batería se ha quedado sordo, cosa que no nos extraña nada, y comienza una historia impresionante que nos habla del silencio y de lo que el silencio puede crear.
No hay moralina ni moraleja en esta película. Tampoco hay preciosismo, manierismo ni nada de eso y —otro gran mérito— no le sobra ni un minuto.
El título parece hacer referencia al sonido de Obús que es el sonido de la música, de las voces humanas o de las campanas tal como lo percibe un corazón atormentado y roto.
He dicho.
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