Las hijas de Dánao han rechazado casarse con sus primos, los hijos de Egipto, razón por la cual han tenido que huir al exilio con su padre. Así han llegado al reino de los argivos. Muy bien.
¡Que la semilla de mi augusta madre / del lecho del varón, oh, oh / pueda escapar sin bodas y sin yugo.
Dánao les pide prudencia y les aconseja que se refugien en el templo —más fuerte que una torre es una altar, escudo indestructible— y que suban a él sosteniendo piadosamente con la mano izquierda / las blancas ramas, signo suplicante.
Cuando se encuentren con sus huéspedes han de hablar y proceder con toda humildad. Dánao lo dice así:
Dirigid, cual conviene a vuestro huésped
palabras reverentes, suplicantes,
llenas de angustia y le informáis al punto
que este destierro vuestro no es por sangre.
No acompañe la audacia a las palabras
ante todo; que vanidad ninguna
en vuestros rostros de modesta frente,
en vuestros calmos ojos, se refleje.
Debes saber ceder: que eres extraña
y fugitiva y necesitas de ellos.
Que lengua audaz al débil no le cuadra.
¡Excelentes consejos! ¿No?
Descubren que el templo está dedicado a Poseidon y a Hermes. Justo entonces aparece Pelasgo, el rey de los argivos, en su carro con una escolta armada. Muy bien.
Cuando las danaides, cuyo aspecto es más bien descuidado, le dicen que son argivas, a Pelasgo le cuesta creerlo. Ellas, para demostrar que lo son, someten al rey a un cuestionario que es como un juego de adivinanzas que se extiende a lo largo de tres paginas con este ritmo:
DANAIDES: ¿No dicen que fue Ido, en esta tierra, sacerdotisa de Hera?
REY: Lo fue, y la tradición se ha difundido.
D: ¿Y que, siendo mortal, la poseyó el gran Zeus?
R: Y que Hera lo supo y se afligió no poco.
D: ¿Como acabó la divinal porfía?
Así tres paginas deliciosas hasta que convencen al rey de que son argivas precisamente porque son hijas de Dánao. Y, cuando el rey les pregunta qué quieren, responden ellas: De los Egipcios nunca ser esclavas.
Aquí está el drama. ¿qué hará el rey? ¿Qué harías tú, amable lector? ¿Te harías defensor las Danaides enfrentando a tu pueblo a la ira de Egipto? ¿Qué has dicho? ¿Que debe hacerse un referendum porque es asunto que interesa al pueblo? Pues ¡eso mismo dice el rey de los argivos! No haré promesa alguna sin consultar los hechos con mi pueblo.
Pero ¿qué harías si las Danaides suplicaran?
El estado eres tú, tú eres el pueblo;
Señor no sometido a juez alguno.
Tú eres rey del altar, del hogar de esta tierra.
Sólo con el sufragio de tu frente
y sólo con el cetro de tu trono
tú lo decides todo. ¡Evita el sacrilegio!
No, no voy a copiar aquí las treinta y pico páginas que quedan. Solamente dire que teme el rey que digan de él: Honrando a extraños la ciudad perdiste. Aunque bien sabe el rey que esas suplicantes de aspecto descuidado son argivas.
Por eso replican las suplicantes:
Si todo está con equidad pesado
¿para qué ese temor de hacer justicia?
Y aquí lo dejo.
—¡Don Javier, don Javier! ¡Díganos cómo acaba!
—No.
—Palabras oigo nada hospitalarias.
—Sí. Nada en exceso, incluso con los dioses. Honra la castidad más que tu vida.
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