San Miguel de Salinas
sábado, 23 de agosto de 2025
Maravilloso sábado de agosto. Todo está en paz.
Joan lo ha preparado todo y la misa de once empieza puntualmente. Predico porque hoy acabamos el libro de Rut y porque el evangelio dice que en la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos. Hay que explicarlo porque según mi experiencia, no pocos —sacerdotes y laicos— piensan que ahora que ya no hay escribas y fariseos no hay nada que temer de los que nos sentamos en la cátedra de Cristo.
Al terminar la misa, Roberto me trae dos botellas de agua para que las bendiga.
Doña Nati me pide que vaya a comer a las 13:15. Luego comprendo la razón. Después de comer va a ir con su hijo al hospital para que le vean lo del herpes. Luego se van a Murcia. Comemos una lubina estupenda preparada por Roberto. No carezco de nada.
Me despido de doña Nati y de Roberto y voy a Más y Más porque he invitado a cenar a Ana Isabel, a Wilder y a las niñas y tengo que comprar víveres.
Vuelvo a la casa abadía, dejo la compra en la nevera, pongo la mesa y lo dejo todo pre-preparado para la cena.
Aún tengo tiempo de rezar vísperas y de sentarme ante el sagrario para mirarlo fijamente mientras pregunto: «¿Señor, serán muchos los que se salven?». Y considero las palabras del Señor: «Esforzaos por entrar por la puerta estrecha».
A las cinco salgo para Torremendo. El archidiácono ha dejado todo preparado para la misa. Están rezando el rosario por los tres difuntos de esta semana a los que vamos a encomendar en misa. La misa comienza puntualmente a las seis. Predico porque es misa de víspera de domingo y es obligatorio predicar. ¿Obligatorio? Sí.
Cuarenta minutos después salgo pitando para Los Montesinos porque el arcipreste me propuso una intercambio de cromos: yo celebraría a las siete en su parroquia y él celebraría a las ocho en la mía.
La misa de siete en Los Montesinos empieza con cinco minutos de retraso por mi culpa. Empiezo pidiendo perdón por el retraso y luego predico: entrar por la puerta estrecha es no hacer lo que a uno le apetece sino lo que uno tiene que hacer. Dos hermanos que llevaban sin cumplir el precepto dominical desde que hicieron la primera comunión, se murieron de repente y comparecieron ante el juicio divino. El Buen Jesús los miró con mucho cariño:
—«Os esperaba en misa cada domingo. Lo tenía todo preparado para vosotros. Siempre os echaba de menos. ¿Por qué no veníais».
El hermano mayor, sin atreverse a levantar los ojos, respondió:
—Aunque pudiera, no querría engañarte, Señor. No iba a misa porque no me daba la gana. Por esa misma razón dejé de cumplir otras muchas obligaciones para contigo y para con mis hermanos. Aunque quisiera, tampoco he querido engañarme a mí mismo, Señor. No soy digno de entrar en tu Reino.
Y se oyó la voz de Jesús:
—Siervo bueno y fiel, entra el descanso de tu Señor por la puerta en la que pone «PURGATORIO» que es la puerta de la misericordia para los que habéis vivido despreciando mis mandatos pero habéis muerto arrepentidos.
Jesús volvió sus cariñosos ojos hacia el hermano menor y le dijo: «Y tú, hijo mío, ¿por que no ibas a misa los domingos?».
El hermano menor que estaba acostumbrado a hablar de religión en público porque había estudiado en un colegio de monjas y había obtenido algunos premios en certámenes de retórica, se puso en pie, miró a Jesús cara a cara sonriendo, le guiñó un ojo y empezó así su discurso: «Tú, Señor, sabes que yo iba a misa cuando me lo pedía el corazón».
No pudo seguir con su discurso porque se oyó la voz del Juez como un trueno: «Al fuego eterno maldito». No pudo seguir porque, antes de que se apagase la voz del trueno, San Miguel lo había arrojado a las tinieblas exteriores y un par de demonios de tercera o cuarta división lo arrastraban hacia el infierno.
Allí estará por toda la eternidad pensando que Dios no es justo. A sus compinches del infierno les dirá un día tras otro: «No hay derecho, no hay justicia, me han mandado aquí por no ir a misa los domingos y por seguir los dictados de mi corazón». Y sus compinches de tormento se reirán de él sin darle ningún consuelo y sin advertirle que la causa de su condena la lleva escrita en la frente porque, antes de expulsarlo de la presencia de Dios, san Miguel le tatuó allí la sentencia divina: «Malditos los cursis».
Cuando vuelvo a San Miguel ya me está esperando el arcipreste. Mientras él se reviste preparo el altar, enciendo las luces y las velas, atiendo a un ser humano que quiere que la misa se ofrezca por sus deudos, anuncio a la asamblea que la misa la va a celebrar el arcipreste y pido perdón por el retraso que no es culpa del arcipreste sino mía.
A continuación vuelo a la casa abadía para terminar los preparativos de la cena.
A las 20:40 todo está preparado y llegan —con diez minutos de retraso— Ana Isabel, Wilder y Camila. Luciana no ha venido porque la han invitado a una fiesta en Cabo Roig. Sobra un plato.
El arcipreste me manda un mensaje: «Ya ha terminado la misa». Ruego a Wilder que vaya a la iglesia para apagar las luces y cerrar la puerta. Ruego a Ana Isabel que se siente en la cabecera de la mesa. Ruego a Camila que me ayude con el servicio. Camila es estupenda ayudando con el servicio, Además está yendo a clase de teatro. Se pone una servilleta en el brazo y va de la cocina al comedor sirviendo bebidas y llevando platos y oigo como dice a su madre afectando pronunciación francesa: «¿Qué va a tomag la señoga?».
A las 22.00 hemos terminado de cenar y de charlar y de reír. Ellos, mañana, tienen que madrugar. Nos despedimos.
—Gracias, Camila, por tu valiosa ayuda.
—Gracias a ti, Padre, por invitarnos a esta cena tan sabrosa.
Son las 23.15 cuando estoy terminando de escribir esto. Me va a costar hacer examen de conciencia antes de acostarme porque mi corazón, donde aún resuenan las palabras de Camila, me dice que soy un tipo estupendo.
Si alguien lee este diario y reza por mí podré decir, una vez más, que no carezco de nada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Es usted muy amable. No lo olvide.