lunes, 25 de agosto de 2025

Diario. Domingo, 24 de agosto de 2025

 San Miguel de Salinas

domingo, 24 de agosto de 2025


Como el arcipreste va a celebrar la misa de diez en Torremendo y yo voy a celebrar la de once en Los Montesinos, tengo tiempo de sobra para desayunar, rezar, leer y holgar antes de salir a las diez y media para la parroquia de Nuestra Señora del Pilar. 


Hay que predicar. 

Todos sabemos qué es la puerta ancha: levantarse cada mañana y preguntarse «¿cuerpo, qué quieres?». Vivir haciendo lo que a uno le apetece o —como dicen los cursis— lo que a uno le sale del corazón. 

Eso es el antievangelio. Jesús dice que no ha venido a hacer su voluntad sino la voluntad de quien lo ha enviado. Al que le pregunta «¿Qué debo hacer para entrar en el Reino» no le recomienda que haga lo que le dé la gana sino que cumpla los mandamientos. 

Esa el al puerta estrecha: levantarse cada día y preguntarse «qué tengo que hacer» y, al final del día, si uno ha cumplido con todas sus obligaciones, acostarse en paz pensando —porque es verdad— que uno es un siervo inútil y que no ha hecho más que lo que tenía que hacer. 

Cuando salgo de Los Montesinos ya tengo en el WhatsApp el mensaje de un solicitante: «¿Podría confesarme en San Miguel antes de la Misa». Y respondo: «Sí, voy volando». 


Dos penitentes en San Miguel antes de la misa. Muy bien.

La segunda me dice que es catequista.

—¡Oh! —exclamo— ¿Catequista? ¿En qué parroquia?

—En la parroquia de Nuestra Señora de X en X. 

—¡Oh! —exclamo— Fui párroco de allí hace miles de años. 

—¡Oh! —exclama— ¿Cómo se llama usted?

Le digo mi nombre y mis dos apellidos y, del otro lado de la rejilla me llega una risa cantarina y:

—Claro, he oído hablar de usted a X y X.

—¡Que buenos que son X y X! ¿Conoces a A y B? Son como hermanos para mí. 

—¡Claro! ¡Todos los conocemos!

—¿Conociste a C que ha muerto hace poco y a P, y a sus hijos C y D? 

—¡Claro! 

Y uno querría seguir de tertulia con ese ángel que trae noticias del cielo, pero ese ángel no ha venido buscando conversación sino absolución. Además, la misa tiene que empezar a las doce y media y son las doce y veinticinco. 


En la misa de doce y media hay que seguir predicando. 

Si la puerta estrecha es vivir cumpliendo tus obligaciones, ¿va Dios a condenarnos por no haber ido a misa?

Veamos:

El juicio de Dios no hará nuestra vida, revelará lo que ha sido. 

Uno ha subido hacia la cumbre y, con esfuerzo, con perseverancia y, con la ayuda de Dios, la ha alcanzado. Quizá tenga que pasar un tiempo en el purgatorio pero está salvado porque ha pasado la vida pidiendo perdón, dando gracias y sirviendo a los demás: enamorado. Eso es la misa. 

Otro ha dicho que va a misa cuando le sale del corazón y que comulga sin confesarse porque le sale del corazón o que no necesita a Dios porque le basta con mirarse al ombligo para saber que Dios no existe. Eso es el infierno: una eternidad mirándose al ombligo. 


A las dos salgo para La Torre. 


A las tres y piquito estamos unos veinte comiendo en La Torre. En la Almazara, por más señas. Estamos repartidos en dos mesas redondas de diez.  

El arroz lo ha hecho Pablo con la receta de mi madre Hualde: pollo, garbanzos, arroz —claro— y chorizo de Pamplona. 

Entre los veinte están Ana Isabel, Wilder, Luciana y Camila. Y yo estoy en su mesa. 


A las ocho nos reunimos en la ermita para la última misa del día y hay que predicar. 

Los que viven en familia —o sea, la congregación a la predico- andan siempre preocupados los unos por los otros y se ayudan amablemente. Son santos. Les ruego que recen por mí, cura célibe sin padre ni madre ni perro que le ladre. Y les suplico que me ayuden a subir y que —si me ven bajar— afeen mi conducta amablemente. 

A eso de las nueve me despido de todos y salgo para San Miguel. ¿Estoy contento? Sí. No carezco de nada.

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