San Miguel de Salinas
viernes, 25 de julio de 2025
Ayer no vino Andrés de modo que tuvimos la exposición y la misa sin música o, lo que es peor, con mis cantos.
Luego fui a Alicante y pasé el día en La Torre donde celebré la segunda misa.
Pupé, Jaime Urraquita ya se habían vuelto a Madrid. ¡Qué pena!
Por la noche llegaron Elena y Rafa con la multitud de sus hijos, yernos y nueras.
Hoy he celebrado a las diez de la mañana en La Torre, a las siete de la tarde en Torremendo y a las ocho en San Miguel.
Estaba a mitad de la homilía de la última misa cuando una dama elegante ha entrado en la iglesia y, recorriendo las capillas laterales, ha venido a sentarse muy cerca del ambón. Llevaba un colorido y alegre vestido y blandía un blanco abanico.
Cuando he terminado la homilía y he incoado el credo, la dama elegante se ha levantado y se ha ido.
Después de misa doña Nati ha entrado en la sacristía para pedirme ciento dos euros con cuarenta centavos: el importe de una factura de San Jorge que dejó en su casa formas, velones para el sagrario y carbón litúrgico. Como he empezado a lloriquear y a hacer aspavientos, doña Nati me ha perdonado los dos euros y los cuarenta centavos. ¡Qué amable!
He recogido todo, he cerrado la iglesia y he encaminado mis errantes pasos hacia la casa abadía cruzando El Paseo en el que todo estaba preparado para un concierto. Justo entonces he divisado a la dama elegante que se dirigía hacia mí haciendo discretas señas con su abanico para indicarme que deseaba hablar conmigo.
Me he detenido como diciendo: «heme aquí».
La dama elegante ha empezado su discurso ex abrupto:
—Permítame decirle que no puedo felicitarlo por su sermón de hoy. Es una pena porque lo primero que he escuchado al entrar en la iglesia me ha gustado. Pero el final, eso de que si no fuera por Santiago todos seríamos musulmanes, me ha parecido muy duro. Trabajo en una ONG que acoge a los migrantes y conozco a muchas jóvenes musulmanas instruidas que se cubren con el velo por convicción. No se puede juzgar a todos los musulmanes por lo que hacen unos pocos. Si todos hiciéramos lo que proponen el Corán o la Biblia, el mundo estaría en paz. Tenemos que ser más tolerantes.
Yo la miraba como encandilado y trataba, en vano, de entender lo que me estaba diciendo. Para no parecer totalmente idiota he acertado a manifestarle mi admiración con una pregunta:
—¿Has leído el Corán?
Y, aún más, me ha admirado su explosión de sinceridad:
—No he leído el Corán. Tampoco he leído la Biblia. Pero he estudiado en un colegio de monjas y soy agnóstica.
Esto me ha conmovido tanto que he tenido que controlarme para no darle un abrazo. Me he controlado y la he animado:
—Háblame más de ti.
—Soy de Bilbao.
—Felicidades.
—No tengo mérito en eso. Mis padres eran trabajadores y nací allí por casualidad. No soporto las guerras y no puedo dormir tranquila cuando pienso que estamos dejando morir de hambre a la gente.
—No tienes aspecto de sádica. ¿A quién estás dejando morir de hambre?
—Cuando no nos manifestamos contra el hambre y las injusticias nos hacemos culpables de todo eso.
Me pregunto si será verdad que estudió en un colegio de monjas y dudo un poco entre preguntarle cuando se confesó por última vez o decirle lo que pienso de los que tienen mala conciencia por no haber ido a una manifa convocada por Podemos y Podemas. Descarto ambas preguntas y digo:
—Solamente hay una batalla de la que no dispenso a nadie que quiera ser amable en Españita.
Y ahora es ella, la dama amable, quien pregunta.
—¿Cuál es esa batalla?
—La de los cien mil abortos anuales en Españita porque no me creo que un ser humano pueda aprobar eso aquí y amar a los niños de allí.
Si dijera que la dama amable se transformó en un diablo, que sus ojos —inyectados en sangre— se clavaron en mi alma dejándola helada y que se desvaneció en la noche, mentiría.
Lo que la amable y elegante dijo fue:
—Yo también abortaría si me dijeran que mi hijo iba a nacer enfermo pero, perdona, he venido para el concierto. Me ha gustado hablar contigo.
…
En la Roma clásica de toda la vida, mi padre, al verme recién nacido, me habría echado a los perros.
En la Españita de hoy mi madre —avergonzada de haberme engendrado— me habría abortado y habría arrojado mi cadáver a un contenedor de basura.
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