lunes, 21 de septiembre de 2020
De todos es sabido que ayer estuve en Toledo celebrando el funeral de dos amigos.
Una semana antes, comiendo con don Paco —el rector de la vecina parroquia de Los Montesinos— le pedí que se encargase de celebrar la primeras comuniones del domingo en San Miguel de Salinas. Cuando me dijo, con sincero pesar, que no podría sustituirme yo no podía imaginar que ese contratiempo formaba parte de los planes del Buen Dios que había decidido organizarme una fiesta sorpresa.
Inmediatamente empecé a hacer gestiones en busca de un saerdote benévolo, católico y dispuesto a sustituirme el domingo. En el arciprestazgo de Torrevieja, nada; entre los amigos de la vecina diócesis de Murcia, nada; entre los venerables sacerdotes jubilados de por aquí, nada.
Chateando con la tía Janusa de Valladolid le confié mis cuitas y prometió encomendar el asunto y hablar con doña Balbi de Sonseca (Toledo) por si ella conocía a algún sacerdote de allí que pudiera celebrar la Misa aquí. Como es natural doña Balbi, que conoce a todos los sacerdotes de allí, no conocía a ninguno que pudiera celebrar la Misa del domingo aquí —a cuatrocientos kilómetros de allí— y volverse allí como si nada.
Así que nada. Y yo con mis cuitas y Dios, pacientemente, preparándome su fiesta sorpresa.
Lo del sacerdote benévolo, católico y dispuesto a sustituirme se solucionó cuando, por consejo de don Paco, mandé un dramático wasap al rector del seminario de Orihuela. Muy conmovido por mis penas, el rector me contestó al día siguiente: que muy bien, que vendría a sustituirme don Marcos, el director espiritual. ¡Qué bien!
Hablé con la tía Janusa que se puso muy contenta y con Balbi que se puso aún más contenta. Balbi y yo quedamos en vernos para ver Toledo —y para vernos, claro— y me dijo que iba a buscar un guía. Yo le dije que ella y el guía estaban invitados a comer. Así quedamos.
El sábado —antier— celebré la Misa de 12:30, tiré a la basura, por error, con la basura mis pastillas de Famotidina —una caja entera que acababa de comprarme Wilder— hice las maletas y salí para Toledo con Wilder.
El domingo estábamos citados a la 11:00 en la Plaza del Conde con Balbi y con el guía que resultó ser una guía. Wilder y yo dimos un largo paseo. Vimos la ermita del Cristo del la Luz, entramos en la catedral, callejeamos y nos detuvimos ante una hermosa casa del siglo XVI muy cercana a la Plaza del Conde. Nos llamó la atención el jazminero y las otras plantas maravillosas que cubrían la fachada. Nos llamó la atención también una caja de registros de luz que alguien había instalado ante una de las puertas de la casa de tal modo que, para entrar por ella, uno tenía que ponerse de costado.
A las once menos cinco nos sentamos en la Plaza del Conde y llamé a Balbi: «¿Dónde estás Balbi?» Y Balbi —que estaba a nuestro lado aunque oculta— contestó: «Estoy aquí, a vuestro lado». Y —¡zas!— apareció, como suele, como por arte de magia, como aparecen las hadas de los cuentos en la realidad.
Poco después apareció nuestra guía. Nos presentamos: «Wilder es colombiano», dije. «¿De qué parte de Colombia» preguntó Pilar, nuestra guía. «De Medellín», contestó Wilder. «Mi madre es de Medellín», replicó la guía. Y Wilder muy contento, claro.
Entonces empezó la fiesta sorpresa de verdad. Y es que nunca he conocido a un guía turístico tan competente, ameno, apasionado, elocuente y amable como Pilar.
Allí mismo, frente al palacio de Fuensalida, rememoró la muerte de la emperatriz Isabel de Portugal, el luto sin consuelo del emperador Carlos, la procesión fúnebre que salió, un 1 de mayo, por aquellas puertas para llevar el cadáver hasta Granada y la célebre frase que el duque de Gandía pronunció después de reconocer los restos mortales: «nunca más servir a señor que se me pueda morir».
La fiesta continuó en la iglesia de Santo Tomé. Balbi pagó las entradas sin hacer caso de mis protestas y Pilar siguió sorprendiéndonos con sabrosas historias sobre la reedificación del templo que costeó el señor de Orgaz y, sobre todo, con una brillantísima presentación del celebérrimo («celebérrimo» quiere decir «super famoso») cuadro conocido como «El entierro del Conde de Orgaz».
Aún quedaban más sorpresas y más fiesta en la sinagoga del Tránsito donde la erudición de nuestra guía, lejos de abrumar, templaba la emoción con la que hablaba de Israel.
Luego Balbi se fue a buscar una farmacia para comprar una caja de Famotidina y nosotros nos acercamos al monasterio de San Juan de los Reyes que ya estaba cerrado. Doña Balbi volvió con la Famotidina y, pese a mis protestas, me la dio de gratis. Entonces nuestra guía anunció que íbamos a comer en su casa y nos condujo a su casa. Sí, exacto, la casa maravillosa que Wilder y yo habíamos estado admirando tres horas antes.
Pilar nos explicó que a esa caja de registros instalada frente a una de las puertas la llaman familiarmente «el burladero» y nos invitó a entrar por otra puerta en la que tiene su oficina. Nos abrió la puerta una de sus hijas que no se llama Teresa aunque llevaba un delantal en el que ponía «Teresa». Nos ofreció gel hidroalcohólico según la etiqueta de la nueva normalidad y se puso a charlar con Wilder como si lo conociera de toda la vida. Entonces apareció la más pequeña y a continuación Santiago, el marido de Pilar que nos invitó a bajar al antiquísimo aljibe que están transformando en bodega. Mientras explorábamos el aljibe Wilder recordó la historia del apóstol Santiago y de la Virgen del Pilar que yo le había contado durante el viaje. Santiago nos reveló el secreto de los jazmines que cubren la fachada de la casa y que atraen la atención de todos los turistas.
Ya en el comedor, donde nos esperaba una maravilosa crema de calabaza, conocimos a otros tres hijos de Pilar y Santiago y no dejó de llamarnos la atención que uno de ellos llevase el nombre de Agustín y otro el de Esteban, como el santo obispo y el santo diácono que enterraron al señor de Orgaz.
Balbi, Wilder y yo, cautivados por la hospitalidad familiar de aquella casa, estábamos más que a gusto. Tanto que Wilder me confesó luego que hubo un momento en que tuvo la sensación de haber estado allí antes.
En fin, cuando terminó la fiesta nos despedimos como se despiden los viejos amigos y empecé a atar cabos y a descubrir hasta qué punto había sido providencial el obstáculo que impidió a don Paco venir a sustituirme.
Hoy, al regresar a San Miguel, he sabido que mientras nosotros disfrutábamos de Toledo y hacíamos nuevas y estupendas amistades, don Marcos fascinaba a los feligreses con su simpatía durante la más emocionante tanda de primeras comuniones que se han celebrado en la parroquia este año del coronavirus.
Bendito sea Dios.
Es un relato refrescante. En medio de la saturación de información, leer que existen vidas normales es un bálsamo.
ResponderEliminarEs un relato refrescante. En medio de la saturación de información, leer que existen vidas normales es un bálsamo.
ResponderEliminarHola Padre. ¡Cuánto tiempo!
ResponderEliminarCoincido con don Antonio en la espléndida prosa con que relata la historia, don Javier, y me encantó la "etiqueta de la nueva normalidad". Abrazos fraternos.
ResponderEliminarAdelante, bienvenido. ¿Una copita de hidroalcohol?
ResponderEliminar¡Qué maravilla, don Javier! Da gusto que haya gente tan, tan, tan buena y acogedora. Me ha encantado su relato.
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