viernes, 27 de marzo de 2020

Octava homilía en una iglesia vacía

viernes, 27 de marzo de 2020
Viernes de la IV semana de Cuaresma

La Sagrada Escritura nos habla del impío, del hombre que no soporta cerca de sí al santo. 
Dicho esto podemos mirarnos al espejo y decir: «Je, je, yo no soy impío, yo soy piadoso. A mí me encantan los santos. Me encanta tener cerca a los santos». Pero no es verdad, nos equivocamos.
Todos los hijos de Eva estamos tocados por el pecado original y tenemos algo de impiedad en el corazón. Incluso cuando admiramos mucho a un santo puede ocurrir que, si se acerca demasiado a nosotros, empiece a molestarnos. Porque no es lo mismo decir «qué bueno eres, Jesús», mirando a la Cruz, que cargar con la propia cruz para seguir a Jesús cuando pasa a nuestro lado. 
El santo nos molesta cuando se acerca tanto a nosotros que puede contagiarnos no el coronavirus sino la santidad. Se acerca el santo y empieza a decirnos las cosas claras: «para entrar en el reino de los cielos hay que pasar por la puerta estrecha; te llamas cristiano pero eres murmurador y perezoso». Y respondemos: «no exageres, todo el mundo murmura, no hay nadie perfecto». Y empezamos a notar que solamente hay dos caminos: cambiar de vida o alejar al santo de nosotros y eso nos enfada: «¿Qué se habrá creído este? ¿Se creerá mejor que los demás?». 
Al santo de verdad —no al de película que está hecho de azúcar— no se le puede querer sin cambiar uno de vida. Deberíamos examinar si nuestras devociones son algo más que palabras. Porque acudo a la Virgen y la encuentro al pie de la Cruz, valiente, fuerte; pero miro mi corazón ¿y no me avergüenzo de mi cobardía? Si no me avergüenzo de mi cobardía viendo a la Virgen al pie de la Cruz, entonces debería avergonzarme de mi falsa devoción a la Señora que es digna de devoción.
El ejemplo de los justos es insoportable para los impíos y Jesús es el Justo que, cuando quiere abrirse paso hasta nuestro corazón se encuentra con la resistencia de los que le decimos: «yo ya soy suficientemente bueno, no me pidas más». En los días de su vida mortal encontró la misma resistencia en hombres que eran creyentes. Conocían bien las Escrituras y el amabilísimo Jesús se acercó tanto a ellos que lo vieron como un hombre, como a un pobre hombre que vino a decirles: «Sabéis mucho de mí. Sabéis que soy de Nazaret. Pero también soy de Dios y a mi Padre no lo conocéis y a mí tampoco».
Y no pudieron soportar eso. No es raro. Si uno se ha pasado la vida buscando a Dios en las Escrituras y, de pronto, se le presenta Dios como un hombre crucificado que le dice «no me conoces» no es raro que uno se sienta confuso como la Samaritana o como Saulo antes de su conversión. 
Contra la impiedad solamente hay un remedio que es la humildad. La humildad que se deja reprender —por la humildad del que ha muerto en la Cruz para salvarnos— y toma el buen camino del Santo.
Santa María, ruega por nosotros.

2 comentarios:

  1. Esta piedrica que lanza me derriba para la Vida. ¡Magnífico, certero al corazón lector! Abrazos fraternos.

    ResponderEliminar
  2. Gracias por su perseverante entusiasmo, oiga. Un abrazo fuerte.

    ResponderEliminar

Es usted muy amable. No lo olvide.