San Miguel de Salinas
sábado, 15 de febrero de 2025
Como —otra vez— tenía vacía la nevera, he desayunado en el JJ. Creo que he sido el primer cliente. Joaquín me ha comentado que nota una escasez de monedas de 50 centavos. Otro fenómeno al que dedicaré mi meditativa atención.
He mandado una cartita al Consejo de Pastoral recordando los buenos propósitos que hicimos en la última reunión y recomendando mucho las visitas frecuentes a la iglesia en estos días en que celebramos los siete domingos de san José. Hasta mañana, su imagen para en el altar de santa Teresita. He sugerido que le lleven flores, que enciendan velitas o que, simplemente, miren en silencio la imagen del santo patriarca que tan bien habla de Dios.
Hablando de silencio. He empezado a leer —por recomendación de @arquilatría La adoración en el corazón del mundo. «Dios está en la noche del silencio… los árboles, las flores y la hierba crecen en silencio. Mira las estrellas, la luna y el sol mientras se mueven en silencio».
A las once, misa de santa María en sábado. Antes, en el confesonario, un penitente. Muy bien.
X estaba hoy de lo más interesante:
La esfera y la Cruz de don EGM.
Don MAQP entrevista a Orbán.
Don AR twitea el discurso de J. D. Vance.
Y, gracias a don Javier Barrientos encuentro esta maravilla: La conversión al catolicismo de J. D. Vance.
He estrenado un nuevo método para combatir a los odiadores profesionales de X. Hasta ahora los bloqueaba, pero me han recomendado que, mejor, los silencie: ellos no saben que han sido silenciados y pueden seguir tecleando y tecleando bilis sin sospechar, pobriños, que aquí no llega la manga riega.
La comida con doña Nati y con Roberto, muy bien. Luego ellos se han ido a Murcia.
El archidiácono quiere comprar un nicho en el cementerio parroquial de Torremendo porque está dispuesto —dice— a dejar su esqueleto en ese pueblo. Me ha sondeado en mi calidad de administrador de la parroquia para saber si le puedo hacer un descuento y ha deslizado una velada amenaza: si no consigue el nicho a buen precio, dejará mandado a Rogelio, el dueño del tanatorio, que arroje su cadáver al pantano. No he tardado en darle noticia de que tal cosa, a más de un escándalo, sería un delito ecológico.
A las seis, misa de la víspera del VI Domingo del Tiempo Ordinario. Bienaventuranzas y ayes. Y esa imagen, que me encanta, del justo como árbol plantado cabe una corriente de agua. La he ofrecido por el Papa, que está malito.
Zakarías vuelve a necesitar víveres. He ido a Más y Más para hacer mi compra y la suya. Ya tengo leche, pan y queso para el desayuno de mañana.
Delia me ha recordado que mañana tenemos la reunión del Consejo Parroquial. Se lo he agradecido mucho porque, aunque esta mañana les mandé una cartita, había olvidado lo de la reunión.
Sonia. Se presentó hace cosa de dos semanas cuando salí a la puerta de la iglesia para despedir a la congregación de la misa dominical. Me contó que vive entre Madrid y una afamada urbanización de aquí, se ofreció a ayudar en la parroquia y prometió que, cuando volviera de Madrid, me avisaría para charlar. Hoy ha cumplido su promesa. Nos veremos mañana, si Dios quiere, después de la reunión del Consejo. Cuando se lo he contado a Teresa, Teresa me ha dicho que sabe perfectamente quién es esa señora porque siempre que viene a misa le dedica una sonrisa. No me extraña nada: Sonia me pareció muy risueña.
Antes de cerrar la iglesia me he detenido para rezar ante el altar de santa Teresita donde para —hasta mañana— la imagen de san José que lleva al Niño de la mano. En el lampadario titilaban algunas velitas y sobre el altar lucían unas calas espectaculares que alguien trajo esta mañana y que yo mismo puse en un jarrón con agua.
Como no se me ocurría nada interesante que decir, he pasado un buen rato rogando al santo patriarca que intercediera por ciertos vivos y difuntos —hermanos, amigos, bienhechores, odiadores— que me inspiran sentimientos de afecto y de piedad.
Entre los vivos he mencionado —después de nombrar a dos hermanas— al Papa, que está malito, y a Monseñor Munilla que tiene una salud envidiable.
Entre los difuntos —después de mencionar a mis queridos padres y a tres hermanos— he recordado a Juanjo. Desde que nos conocimos en Pamplona, nos empeñamos en hacernos amigos. Él puso todo de su parte. Yo hice menos de lo que pude. Gracias a él conocí bosques encantados y montañas altísimas. Luego, ya sacerdotes los dos, volvimos a encontrarnos en Venezuela y compartimos tertulias y excursiones memorables. ¿Por qué razón acabábamos siempre peleándonos?
Él era paracaidista y capellán de los marines de Venezuela, hablaba el francés y el inglés con fluidez y, cuando hablaba en español, se le notaba la «g» francesa heredada de su amable madre francesa.
Cuando me dieron la triste noticia de su muerte —hace cosa de cinco meses— no lo sentí por él que, sin duda, ha ganado la carrera. Sentí no haber podido estar a su lado para felicitarlo y para darle las gracias por ser tan veloz.