San Miguel de Salinas
sábado, 15 de marzo de 2025
23:45
Llego muy soñoliento a la casa abadía. No me siento capaz de escribir un diario en plan prolijo pero tampoco quiero dejar de anotar lo que de memorable ha acontecido en las últimas cinco horas y piquito.
A las seis de la tarde empezaba, puntualmente, la misa de víspera.
Al terminar, Teresa ha salido a la puerta para repartir los sobres de la colecta del seminario y ha vuelto a la sacristía haciéndose cruces y bendiciendo a Dios porque los franceses le han dado cien dólares. Me felicito y bendigo a los franceses.
Eran las siete o así cuando, estando ya la iglesia sosegada, me he puesto a preparar el altarcito para san José delante del ambón.
Estaba poniendo las flores frescas que ha traído José —calas maravillosas del huerto de su madre— cuando la Dama Triste se me ha acercado y me ha preguntado: «¿A qué hora es la misa?».
Me ha apenado tener que decir que la misa ya había terminado. La Dama Triste viene de Murcia pero, al notar mi pena, me ha consolado: «No se preocupe, ya he estado en misa esta mañana».
Luego me ha pedido permiso para hacerme algunas preguntas y yo le he pedido permiso para seguir preparando el altarcito de san José mientras ella preguntaba.
Hemos pasado así casi una hora: yo preparando el altarcito de san José en silencio y la Dama Triste haciendo preguntas maravillosas acerca de la Transfiguración, acerca de la Eucaristía y acerca del aspecto que tendrán nuestros cuerpos después de la resurrección.
Eran exactamente las ocho menos diez cuando me he despedido de la Dama Triste y he ido a Más y Más. Allí he comprado unas galletas danesas y unas trufas.
Eran exactamente las ocho y cinco cuando, con cinco minutos de retraso, llegaba yo a la casa de Ana Isabel y Wilder. Me abría la puerta Camila. Nos besábamos tiernamente, yo le entregaba las galletas danesas y las trufas, ella se las daba a su madre y Wilder salía de la cocina para estrechar mis manos y darme la bienvenida.
Wilder estaba preparando una pizza tropical. Ya había amasado la harina de almendra con el huevo y andaba dándole al rodillo para extender la masa sobre el papel de horno. Y, mientras él laburaba, yo hacía preguntas.
A ver, amable Wilder: ¿cómo va el trabajo? A ver, Camila: ¿cómo va el cole? A ver, mi doña Ana Isabel: ¿cómo van las clases de inglés en el ayuntamiento?
Da gusto oír sus repuestas. Wilder está contento con su trabajo. A Camila le han dicho en el cole que es una alumna excelente. Mi doña Isabel anda a vueltas con las question tags y nos cuenta un minicuento verídico:
«Se me acercó un extranjero y me pregunto en inglés por el ayuntamiento. Le dije, en inglés, que el ayuntamiento estaba a la izquierda después del semáforo y él me dijo Thank you . ¡Qué alegría me dio hablar inglés!».
A eso de las diez me despido de Ana Isabel, de Wilder y de Camila.
De vuelta a la casa abadía me encuentro en la calle con Luciana que va de vuelta a su casa. Nos besamos tiernamente muac muac y todo eso.
A eso de las diez y cuarto me pongo a rezar completas en la iglesia. Luego, mira, cuando voy a cerrar la iglesia, me abordan dos seres humanos —hombre uno, mujer otra— que preguntan, en inglés, algo así como que a qué hora es el oficio del domingo.
Tras una larga y amable tertulia colijo que se han criado en la Iglesia de Inglaterra pero que no vienen a jugar al golf sino a buscar a Dios. Les doy la bienvenida y los animo a venir mañana a la misa de once.
Pero mañana ya es hoy.