martes, 31 de marzo de 2020

Décima segunda homilía en una iglesia vacía

martes, 31 de marzo de 2020
Martes de la V semana de Cuaresma

El martes es un día especialmente dedicado a los ángeles. La Iglesia nos enseña que el ángel custodio es el que Dios da a cada uno para que nos guarde en la tierra y nos guíe hasta el Cielo. Son servidores de Dios y amigos y aliados de los hombres. Podemos acudir a su intercesión y pedirles que nos ayuden en nuestras dificultades y nos allanen el camino. 
Y estamos en la Semana de Pasión. Como es tradiconal, hemos velado la imágenes. La Cruz, que será expuesta el Viernes Santo para la adoración, está cubierta. 
De ella nos hablan las lecturas de hoy. Y nos enseñan a mirarla como lo que es: un signo de salvación y de esperanza. «Mirad el árbol de la Cruz donde estuvo clavada la salvación del mundo. ¡Venid a adorarla!».
La Cruz es signo del amor fiel de Dios y también —como nos dijo el Papa hace unos días— de ese poder de Dios que transforma todas las cosas, incluso las que nos parecen malas, en buenas para nosotros.
Conforme se acerca la Semana Santa nos disponemos a seguir a Jesús, a acompañarlo en la conmemoración de su Pasión con el propósito de no abandonarlo. Quiera Dios que, cuando llegue también para nosotros la hora del dolor, estemos firmes mirando al que murió por nosotros. 
Madre Dolorosa, también a ti queremos acompañarte hacia la Cruz para aprender de ti lecciones de fidelidad y de fortaeza en la prueba. 

Ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte.

lunes, 30 de marzo de 2020

Décima primera homilía en una iglesia vacía

lunes, 30 de marzo de 2020
Lunes de la V semana de Cuaresma

La Iglesia reza cada día por los difuntos pero el lunes es un día tradicionalmente dedicado de un modo especial a la oración por las almas del purgatorio. Y esa oración se hace más apremiante en estos días. Si en circunstancias normales la muerte parece ocultarse, ahora se está haciendo visible y nos toca a todos muy de cerca.
Después de la muerte viene el juicio. Los que han muerto comparecen ante el juicio de Dios en lo que llamamos «juicio particular» antes del aquel «juicio universal» al que comparecemos todos al final de los tiempos. 
En el juicio de Dios se manifiestan, a la vez, su justicia y su misericordia. 
El libro de Daniel nos cuenta la historia de Susana, una mujer inocente condenada injustamente. En ella podemos ver una imagen de todas las víctimas de la difamación, de la calumnia y de la injusticia.
Solemos decir que a los personajes públicos los juzga la opinión pública y que los juzgará la Historia. Pero, por encima de todos esos juicios humanos está el juicio de Dios que pondrá de manifiesto toda la verdad y restuirá la justicia, tan imperfecta en esta vida. 
El evangelio, en cambio, nos habla de una mujer sorprendida en adulterio y llevada —casi arrastrada— ante el juicio de Jesús. Y aquí brilla, ante todo, la misericordia. 
Dice el evangelio que, cuando Jesús pronunció esas palabras que han  pasado a nuestro lenguaje común —«el que esté libre de pecado tire la primera pidedra»— los acusadores se fueron escabullendo «empezando por los más viejos». 
Y San Agustín se detiene en ese instante para hacer uno de esos comentarios suyos, bellísimos y memorables:
Et exierunt omnes. Todos se fueron. Remansit solus, et sola. Quedaron solo y sola. Remansit creator, et creatura. Quedaron el  creador y la criatura.  Remansit misera, et misericordia. Quedaron la miseria y la misericordia. Remansit, qui suum reatum agnoscebat, et qui peccatum dimitebat. Quedaron la que reconocía su pecado y el lo perdonaba. 
A este juicio podemos nosotros acudir en esta vida acercándonos al sacramento de la penitencia en el que el sacerdote es el testigo mudo de nuestro arrepentimiento y de la misericordia de Dios. Porque, del mismo modo que. cuando el sacerdote dice las palabras de la consagración, es Cristo quien actúa por medio de él, cuando acudimos al sacerdote para confesar nuestras culpas nos encontramos a solas con la misericordia de Dios que no desprecia un corazón contrito y humillado. 

Terminamos, como siempre, encomendándonos a la intercesión de la Virgen. Hoy acudimos a su advocación del Carmen: ruega, Madre, por nuestros hermanos difuntos; ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte.

domingo, 29 de marzo de 2020

Décima homilía en una iglesia vacía

domingo, 29 de marzo de 2020
V DOMINGO DE CUARESMA A

Queridos amigos:

En catequesis hemos repetido un millón de veces, o más, y ya lo sabéis de memorieta, que el Credo tiene tres partes. La primera habla de Dios Padre, creador del mundo. La segunda habla de Dios Hijo, redentor. La tercera de Dios Espórit Santo que nos hace Hijos de Dios, nos reúne en la Iglesia, nos guía por este mundo, nos santifica y, un día nos hará resucitar para la vida eterna. Así termina el Credo: creo en la resurreción de los muertos y en la vida eterna. Esta es la gran esperanza cristiana.
Y el evangelio de hoy nos habla precisamente de esta gran esperanza: de la resurrección.
Nos dice el evangelio que Jesús tenía unos amigos en Betania: Marta, María y Lázaro. Eran hermanos; dos chicas, Marta y María y un chico Lázaro a los que Jeús quería mucho y que querían mucho a Jesús.
También nosotros somos amigos de Jesús; Él nos llama así: amigos. Y es propio de los amigos confiar unos en otros. Un amigo es esa persona de la que nos fiamos como de nosotros mismos porque sabemos que nos quiere. Si alguien no nos quiere no confiamos en él porque pude hacernos algo malo. De nuetros padres, de nuestros amigos, de los que nos quieren nos fiamos porque sabemos que nunca querrán hacenos daño.
Cuenta el evangelio que Jesús estaba lejos de Betania cuando vinieron a traerle un mensaje de Marta y María: «tu amigo Lázaro está enfermo». Pero Jesús, en vez de ir corriendo a Betania, se quedó dos días donde estaba. Probablemente en su corazón tenía el deseo de ir corriendo a Betania. ¿Por qué se quedó allí dos días?
Jesús —como nosotros— no había venido al mundo a hacer su voluntad sino la voluntad de Dios.
A veces hacemos lo que nos pide el corazón y eso está muy bien porque Dios nos ha dado el corazón para que lo escuchemos. Tengo unas ganas enormes de darle un abrazo a mamá, me la encuentro por el pasillo y la abrazo. Mamá contenta, yo contento y Dios contento.
Otras veces el corazón nos pide una cosa, pero la cabeza nos dice otra. tengo muchísimas ganas de ir a ver a los abuelos, o a un amigo; me lo pide el corazón. Pero la cabeza me dice que ahora no debo ir porque les puedo contagiar el coronavirus. Precisamente porque los quiero tanto, aunque me encantaría hacer lo que me pide el corazón, hago lo que me pide la cabeza: que no vaya, que me quede en casa, que rece por ellos y los llame por teléfono y que ayude asi a todos a salir de esta crisis.
Pero lo más difícil viene cuando Dios nos dice: «hijo mío, sé que el corazón te pide hacer esto y que no entiendes por qué no puedes hacerlo pero yo te pido que no lo hagas, confía en mí». Y nos toca decir: «Padre, lo que me pides me cuesta mucho, tanto que tengo ganas de llorar; y no sé por qué me lo pides pero sé que tú me quieres y eso me basta para obedecerte. Y sé que estas lágrimas mías de ahora tú las vas a convertir en alegría y que lo que ahora no entiendo lo entenderé algún día».
Jesús alguna vez tuvo que obedecer así. Cuando estaba en el Huerto de los Olivos su corazón temblaba pensando en el dolor de la Cruz y, aún así, Él rezaba diciendo: «Padre, si es posible, pase de mí este cáliz. Pero no se haga mi voluntad sino la tuya».
Por eso Jesús no fue corriendo a Betania. Su Padre Dios le dijo: «sé que quieres mucho a Lázaro pero espera». Y Jesús obedeció, como siempre.
Dos días después se puso en camino hacia Betania y, cuando llegó, Lázaro llevaba cuatro días muerto y lo habían enterrado.
Cuando Marta se enteró de que llegaba Jesús salió a su encuentro y le dijo: «Señor, si hubieras estado aquí mi hermano no habría muerto. Pero aún ahora sé que lo que pidas a Dios, Él te lo concedera». Mirad cuánta confianza tenía Marta en Jesús. No se enfada con Él. No le dice «¿por qué no has venido antes? Ya no te quiero» sino yo sé que tú podrías haber curado a mi hermano y que, incuso ahora qu está muerto, puedes devolverlo a la vida».
Jesús le dijo: «Marta, tu hermano resucitará». Y Marta le contestó lo que podríamos haber contestado nosotros porque vamos a la catequesis y lo sabemos: «sé que mi hermano resucitará en el último día». Entonces Jesús le dijo: «Yo soy la resurreción y la vida, quien cree en mí aunque haya muerto vivirá. Y el que vive y cree en mí no moirá para siempre. ¿Crees tú esto». A lo que Marta respondio: «Sí, Señor, yo siempre ceo en ti porque tú eres el Mesías de Dios».
Entonces Marta —que era muy enérgica— fue a buscar a su hermana María y le dijo: «Jesús está aquí y te llama». María —que era muy sensible— no pudo aguantar las lágrimas y se echó a los pies de Jesús llorando. Y Jesús también lloró. Dice el evangelio que se conmovió y se estremeció su corazón. Porque Jesús tiene un corazón como el nuestro.
Llevaron a Jesús hasta la cueva donde habían enterrado a Lázaro y Jesús se puso a hacer oración en voz alta y su oración fue una acción de gracias: «Te doy gracias, Padre, porque siempre me escuchas». Luego dijo: «Lázaro, sal fuera». Y aquel amigo que llevaba cuatro días muerto, volvió a la vida.
Jesús había resucitado antes a una niña que acababa de morir. Resucitó también al hijo de una viuda que llevaba muerto un día y al que llevaban a enterrar. Lázaro llevaba ya cuatro días muerto cuando Jesús lo devolvió a la vida. Así Jesús mostró que para Dios nada hay imposible. Y lo más importante de todo esto es entender que, como nos dijo el Papa hace dos días, Dios puede convertir todas las cosas, hasta las que nos parecen malas, en cosas buenas para nosotros.
Terminamos pidiendo por intercesión de la Virgen María que también nosotros seamos siempre amigos fieles de Jesús. Amigos de Jesús que confían siempre en Dios, pase lo que pase, porque vale la pena.

sábado, 28 de marzo de 2020

Novena homilía en una iglesia vacía

sábado, 28 de marzo de 2020
Sábado de la IV semana de Cuaresma

El sábado es el día tradicionalmente dedicado a la Virgen María. El versículo que hemos proclamado antes del evangelio es una bendición para los que escuchan la Palabra de Dios con un corazón dócil. Una bendición que se aplica ante todo a nuestra Madre, la primera y mejor discípula de Cristo.
En la parroquia hemos hecho muchas veces el propósito de leer el evangelio como discípulos que se sientan a los pies del Señor y no como quien busca allí piedras para lanzarlas contra el prójimo. 
A veces encontramos en el evangelio consuelo, otras veces luz y, otras veces, alguna enseñanza moral o doctrinal. En cualquier caso conviene que cada uno lo lea como palabra que Dios le dirige a él personalmente.
Una vez dijo Jesús: «Yo te alabo, Padre, porque has ocultado estas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a la gente sencilla». Y, claro, todos corremos a apuntarnos en el grupo de la gente sencilla. «Yo» pensamos «no soy uno de esos sabios y entendidos; soy de la gente sencilla». Y nos olvidamos de que uno puede no ser sabio ni entendido y, al mismo tiempo, no ser sencillo. Porque de eso se trata, de recibir la Palabra de Dios con sencillez y con sinceridad.
El evangelio que meditamos hoy fácilmente podemos leerlo como una historia de buenos y malos apuntándonos al grupo de los buenos. 
Jesús está predicando en el templo y la gente lo escucha y cree en Él aunque algunos se preguntan cómo puede ser Él el Mesias siendo de Nazaret si, según las Escrituras, el Mesías debe venir de Belén, de la casa de David. Los sumos sacerdotes y los fariseos ordenan a la guardia del templo que arreste a Jesús pero los guardias vuelven sin Él y diciendo: «nunca hemos oído a un hombre hablar como habla este». A pesar del testimonio de los guardias las autoridades religiosas no creen. Más aún: maldicen a la gente «que no conoce la Ley». 
Solamente Nicodemo, un fariseo que sigue a Jesús en secreto, se atreve a recordar que la Ley no permite condenar a nadie sin oírlo antes. Dice una cosa muy sensata pero los demás se enfadan con él y lo tratan como si fuera un niño ignorante: «anda, vete y estudia». 
Bien. Ahora lo fácil es que yo diga: «soy de los buenos, de los que creen». Sin embargo, ¿acaso no condeno yo también alguna vez sin oír o, incluso, sin conocer a aquel a quien condeno? ¿No opino y hablo de todo  y de todos con ligereza? ¿Acaso no me aferro también yo a mis prejuicios y mis opiniones despreciando el juicio y la opinión de quienes son más prudentes y más sabios que yo?
Conforme se acerca la Semana Santa, la Pasión del Señor, vemos cómo se endurece el corazón de las autoridades religiosas de Israel pero, al final, todos —incluso los discípulos— abandonan a Jesús. Junto a la Cruz quedarán solamente su Madre, Juan y algunas mujeres.
Antes de apuntarnos al grupo de los buenos haríamos bien en preguntarnos si no hemos dejado muchas veces sólo al Señor en la Cruz. 

Terminamos, como siempre, encomendándonos a la intercesión de Santa María. Que, por Ella, nos conceda el Señor un corazón dócil a su Palabra. 

viernes, 27 de marzo de 2020

Octava homilía en una iglesia vacía

viernes, 27 de marzo de 2020
Viernes de la IV semana de Cuaresma

La Sagrada Escritura nos habla del impío, del hombre que no soporta cerca de sí al santo. 
Dicho esto podemos mirarnos al espejo y decir: «Je, je, yo no soy impío, yo soy piadoso. A mí me encantan los santos. Me encanta tener cerca a los santos». Pero no es verdad, nos equivocamos.
Todos los hijos de Eva estamos tocados por el pecado original y tenemos algo de impiedad en el corazón. Incluso cuando admiramos mucho a un santo puede ocurrir que, si se acerca demasiado a nosotros, empiece a molestarnos. Porque no es lo mismo decir «qué bueno eres, Jesús», mirando a la Cruz, que cargar con la propia cruz para seguir a Jesús cuando pasa a nuestro lado. 
El santo nos molesta cuando se acerca tanto a nosotros que puede contagiarnos no el coronavirus sino la santidad. Se acerca el santo y empieza a decirnos las cosas claras: «para entrar en el reino de los cielos hay que pasar por la puerta estrecha; te llamas cristiano pero eres murmurador y perezoso». Y respondemos: «no exageres, todo el mundo murmura, no hay nadie perfecto». Y empezamos a notar que solamente hay dos caminos: cambiar de vida o alejar al santo de nosotros y eso nos enfada: «¿Qué se habrá creído este? ¿Se creerá mejor que los demás?». 
Al santo de verdad —no al de película que está hecho de azúcar— no se le puede querer sin cambiar uno de vida. Deberíamos examinar si nuestras devociones son algo más que palabras. Porque acudo a la Virgen y la encuentro al pie de la Cruz, valiente, fuerte; pero miro mi corazón ¿y no me avergüenzo de mi cobardía? Si no me avergüenzo de mi cobardía viendo a la Virgen al pie de la Cruz, entonces debería avergonzarme de mi falsa devoción a la Señora que es digna de devoción.
El ejemplo de los justos es insoportable para los impíos y Jesús es el Justo que, cuando quiere abrirse paso hasta nuestro corazón se encuentra con la resistencia de los que le decimos: «yo ya soy suficientemente bueno, no me pidas más». En los días de su vida mortal encontró la misma resistencia en hombres que eran creyentes. Conocían bien las Escrituras y el amabilísimo Jesús se acercó tanto a ellos que lo vieron como un hombre, como a un pobre hombre que vino a decirles: «Sabéis mucho de mí. Sabéis que soy de Nazaret. Pero también soy de Dios y a mi Padre no lo conocéis y a mí tampoco».
Y no pudieron soportar eso. No es raro. Si uno se ha pasado la vida buscando a Dios en las Escrituras y, de pronto, se le presenta Dios como un hombre crucificado que le dice «no me conoces» no es raro que uno se sienta confuso como la Samaritana o como Saulo antes de su conversión. 
Contra la impiedad solamente hay un remedio que es la humildad. La humildad que se deja reprender —por la humildad del que ha muerto en la Cruz para salvarnos— y toma el buen camino del Santo.
Santa María, ruega por nosotros.

jueves, 26 de marzo de 2020

Séptima homilía en una iglesia vacía

jueves, 26 de marzo de 2020
Jueves de la IV semana

A veces, cuando un chico se porta mal su padre le dice a la madre: «mira lo que ha hecho tu hijo». Cuando se porta mal, el hijo siempre es del otro. Y Dios, que se revela usando el lenguaje humano, le viene a decir a Moisés: «Mira, ese pueblo tuyo, el que tú sacaste de Egipto, tiene un corazón duro. Tú lo liberaste de la esclavitud y ¿de qué ha servido? Ahí están haciéndose un ídolo y olvidando a su Dios».
Pero Moisés reacciona bien. No se enfada. No dice: «Es verdad, es mi pueblo, yo lo saqué de Egipto y no me hacen caso. Y como es mi pueblo puedo pedirle a Dios que lo destruya y que me ponga al frente de otro pueblo más obediente». Moisés sabe que el pueblo es de Dios y que es Dios quien lo ha sacado de Egipto y ha hecho con él una Alianza. Por eso responde a Dios: «No, Señor, es tu pueblo y no se dirá que tú lo has abandonado o que no eres fiel a tu Alianza». Moisés se pone delante de Dios para interceder por el pueblo de Dios. 
Jesús es el nuevo Moisés. Ha bajado de la montaña del Cielo, ha acampado entre nosotros —-ayer celebramos la Encarnación—, y se ha encontrado con la incredulidad de los hombres que se olvidan de Dios y, a veces, presumen de no necesitar un salvador, de bastarse a sí mismos con su ciencia y sus fuerzas humanas. Pero Jesús no ha protestado; ha cargado nuestros pecados sobre sus hombros y, sin quejas, en silencio, como un corderito, ha subido a la Cruz, ha extendido los brazos para interceder por nosotros y ha soportado todo diciendo: «Padre, perdónalos, no saben lo que hacen». La Cruz es el signo del amor siempre fiel de Dios.
La misión de la Iglesia no es ni ha sido nunca quejarse sino unirse a Cristo para interceder por todos. Y eso hacemos en el santo sacrificio de la Misa: nos unimos a la oración y a la ofrenda que de sí mismo hace Jesús para interceder por nosotros y por todos. 

Terminamos, como siempre, acudiendo a la intercesión de la Santísima Virgen María para que nos alcance la gracia de permanecer con fe ante Dios orando por nosotros y por todos: «ten misericordia de nosotros». 

miércoles, 25 de marzo de 2020

Sexta homilía en una iglesia vacía

25 marzo  
La Anunciación

Faltan nueve meses para la Navidad. Etamos celebrando la Solemnidad de la Anunciación a la Virgen María de la Encarnación del Hijo de Dios. Cuando el ángel Gabriel se retiró, el Verbo de Dios se hizo carne en las entrañas de la Virgen María y comenzó a acampar, a vivir, entre los hombres. 
Porque es la Anunciación, el sacerdote va vestido de blanco —o de esta especie de dorado que llevo yo y que vale por el blanco— el cáliz está cubierto con un velo blanco y hay seis velas encendidas en altar que está cubierto con el mantel que reservamos para las celebraciones de la Virgen. 
Hoy el Papa no ha predicado una homilía como suele. Después de proclamar el evangelio ha dicho, a las poquitas personas que estaban allí, algo parecido esto: «San Lucas pudo escribir el relato de la Anunciación porque la Virgen le contó cómo habían sido las cosas. Así que en este evangelio podemos  nosotros oír la voz de la Virgen. Y, como estamos ante un misterio, os propongo que volvamos a leer este relato despacito y pensado esto: que es la Virgen la que nos habla».
A mí me ha gustado esa homilía cortita del Papa. Y sería estupendo que cuando leyéramos el evangelio —especialmente el de san Lucas— pensáramos que es la Virgen María la que nos está hablando de estos misterios. 
Los discípulos de Cristo haríamos bien en sentarnos muchas veces a los pies de la Virgen María para decirle: «Madre, no nos cansamos de oírte. ¡Cuéntanos otra vez cómo fue la Anunciación del Señor! ¡Cuéntanos cómo fue el Nacimiento de Jesús en Belén! ¡Cuéntanos cómo fue su Presentación en el templo! ¡Cuéntanos, Madre, todo lo que sabes de Jesús! Es verdad que lo tenemos escrito en el evangelio, pero cuando tú nos lo cuentas, se nos graba mejor en el corazón». 
En realidad eso es lo que hacemos cuando rezamos el Rosario, decirle a la Virgen: «¡Cuéntanoslo otra vez! ¡Otra vez!. Ni los teólogos más sabios nos emocionan tanto cómo nos emocionas tú cuando nos cuentas las cosas. Y cuando las cuentas tú no hay Papa ni predicador que valga». Quizá por eso el Papa hoy, en vez de predicar, ha vuelto a leer muy despacito el evangelio escuchando el relato de Santa María. Un alma pequeña que reza el Rosario y medita su misterios puede tener el evangelio en su corazón más vivo que muchos sabios. 
Te felicitamos, Madre, en este día de la Anunciación porque supiste escuchar y guardar en tu corazón la Palabra de Dios. Y a nosotros que queremos hacer lo mismo, enséñanos tú, Madre. 

Acuérdate, Señora, acuérdate. 

martes, 24 de marzo de 2020

Quinta homilía en una iglesia vacía

24 de marzo de 2020
Martes de la IV semana

Esta mañana he seguido la Misa del Papa en santa Marta y el comentario que ha hecho a las lecturas que acabamos de proclamar.
Nos hablan del agua que es un símbolo del Espíritu Santo. Él es como esa lluvia que viene del cielo, cae sobre nuestro espíritu y lo renueva.
Antes de que empezara este encierro en el que nos tiene el coronavirus, solía ir cada quince días a pasear por Los Alcores con el cura del Pilar de la Horadada. Y coincidíamos en que nunca habíamos visto tan hermoso este paisaje sobre el que cayeron lluvias torrenciales a finales del año pasado y han seguido cayendo luego, más suavemente, hasta hoy msmo.
Como la lluvia riega la tierra y alegra el paisaje, el Espiritu Santo alegra nuestro espíritu.
Cuando Jesús decía a la Samaritana «Si supieras quién es el que te pide de beber, le pedirías tú a él, y el te daría agua viva» estaba hablando del Espíritu Santo. En el evangelio del domingo pasado recordábamos cómo Jesús untó con barro los ojos de un ciego y lo envió a lavarse en la piscina. Y aquel lavado devolvió la vista a sus ojos. Hoy nos encontramos otra vez con el agua de una piscina que, removida por un ángel, tiene la virtud de devolver la salud a quien se sumerja en ella. 
Hay allí un hombre que lleva treinta y ocho años enfermo. El papa observa que, cuando Jesús le pregunta si quiere ser curado, en vez de responder un «sí» con entusiasmo, parece quejarse: «no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se remueve el agua; para cuando llego yo, otro se me ha adelantado». Y el Papa ve en ese hombre una imagen de la acedia, esa mezcla de tristeza y pereza resignada que mata la esperanza. 
Cuando estamos tristes no nos apetece hacer nada y, si nos acostumbramos a esa tristeza, rechazaremos cualquier palabra de ánimo. No habla el Papa de la tristeza de quien tiene una depresión sino de la tristeza cómoda de quien se ha resignado a su situación y no hace nada por cambiarla excepto, quizá, quejarse de su mala suerte. Porque esa tristeza es aliada del diablo.
Y en estos dias esa tristeza nos amenaza. Hay personas que reaccionan muy bien ante la adversidad. He visto novios que tenian organizada su boda para estos días y han tenido que aplazarla sine die y han reaccionado bien. Y hosteleros y restauradores que tenían llenas sus despensas y ahora están sufriendo un golpe económico muy fuerte. Para todos, esto es un contratiempo y una prueba y necesitamos vigilar para que no nos domine la tristeza. 
Pedimos al Señor que, en vez de lamentos, salga de nuestro corazón un a plegaria invocando al Espíritu Santo que se ofrece a los pequeños, a los que sufren, a los que padecen pobreza, soledad o humillación. Él es el Padre amoroso del pobre que puede alegranos y sostenernos en la prueba. 

Que Santa María nos acompañe especialmente en estos días de prueba. Santa María, ruega por nosotros. 

domingo, 22 de marzo de 2020

Tercera homilía en una iglesia vacía

III Domingo de Cuaresma. Laetare.
22 de marzo de 2020


Si pregunto «¡Niños de la catequesis! ¿Dónde estáis?» Me vais a decir: «¡Estamos en casa por el coronavirus!».

Los que estáis siguiendo la Misa en la tele de San Miguel veréis que la iglesia está vacía y que el sacerdote va vestido de color rosa. 
¿Por qué está vacía la iglesia? La iglesia está vacía por el coronavirus.
¿Por qué el sacerdote va vestido de color rosa? El sacerdote va vestido de rosa,y el cáliz está cubierto con un velo rosa y hay flores rosas —orquídeas— en el altar porque hoy es el domingo laetare, el domingo alégrate.

Esto dice hoy Jesús a su Iglesia: «Laetare. Alégrate. No estés triste por el coronavirus ni por nada». Y hoy tenemos que recordar y repetir esta palabra de Jesús y hacerle eco en nuestros corazones: Laetare, laetare; ¡alégrate! Laetitia, ¡alegría!

En la puerta de la iglesia ha florecido una rosa estupenda. Si nosotros escuchamos a Jesús, que hoy nos dice «alégrate», el Espíritu Santo vendrá sobre nosotros y nos ungirá, como al joven David, con el óleo de la alegría.  Nos vamos a alegrar de verdad —más que la rosa que ha florecido en la puerta de la iglesia— con toda la Iglesia y con todos los sacerdotes que hoy van vestidos de color rosa. 
Y vamos a alegrar a todos con la alegría de la Virgen María que es la rosa más bonita y más alegre que ha habido en el mundo. San José la vio, se enamoró de ella y se convirtió en el guardián de la alegría. 

San José, guardián de nuestra alegría: ruega por nosotros. Santa María, causa de nuestra alegría, ruega por nosotros.

sábado, 21 de marzo de 2020

Segunda homilía en una iglesia vacía

Sábado 21 de marzo de 2020
Funeral por el «tío Chus»

+ Lectura del santo Evangelio según san Lucas.

Era ya como la hora sexta, y vinieron las tinieblas sobre toda la tierra, hasta la hora nona, porque se oscureció el sol. El velo del templo se rasgó por medio. Y Jesús, clamando con voz potente, dijo:
«Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu».
Y, dicho esto, expiró.
Había un hombre llamado José, que era miembro del Sanedrín, hombre bueno y justo.
Este acudió a Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús. Y, bajándolo, lo envolvió en una sábana y lo colocó en un sepulcro excavado en la roca, donde nadie había sido puesto todavía.
El primer día de la semana, de madrugada, las mujeres fueron al sepulcro llevando los aromas que hablan preparado. Encontraron corrida la piedra del sepulcro. Y, entrando, no encontraron el cuerpo del Señor Jesús. Mientras estaban desconcertadas por esto, se les presentaron dos hombres con vestidos refulgentes. Ellas quedaron despavoridas y con las caras mirando al suelo y ellos les dijeron:
«¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. Ha resucitado».

Queridísima Carmen:

En circunstancias normales ayer habríamos celebrado el funeral de tu marido y la iglesia habría estado llena. Te habrían acompañado aquí Irene, que ha sido siempre para Jesús y para ti una hija queridísima; Raúl, su marido; sus tres hijos, tus hermanas, vuestros numerosos sobrinos y toda la parroquia y el pueblo de San Miguel que os conoce y os quiere.
No ha sido posible. El entierro de Jesús se ha hecho, como el de Nuestro Señor Jesucristo, sin ceremonias y casi en secreto, aunque con mucha piedad, respeto y amor. Y así, Jesús se ha marchado como ha vivido, silenciosa, discreta y humildemente. 
Pero tu familia, tus vecinos y este sacerdote que se honra con tu amistad, te acompañamos ahora más que nunca y damos gracias a Dios por el buen ejemplo que Jesús y tú nos habéis dado siempre. 

La primera parte del evangelio que hemos proclamado recuerda las últimas palabras de Cristo en la Cruz: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu». Tú marido, o como lo llaman tus sobrinos, «el tío Chus», recibió el sacramento de la Unción de enfermos hace solo unos días con tanta paz y alegría que luego lo celebramos cantando con él algunas de sus coplas favoritas. Poco después el Señor lo ha llamado a su presencia porque estamos hechos para la vida eterna y nuestras coplas de aquí son un anticipo del canto alegre que entonaremos, para siempre, en Cielo.

Después el evangelio nos recuerda con muy pocas palabras cómo fue el entierro de Jesús. Un hombre llamado José, como el bienaventurado esposo de Santa María, descolgó de la Cruz el cuerpo de Nuestro Señor, lo envolvió en una sábana y lo colocó en un sepulcro nuevo. Esas pocas palabras nos hablan de la piedad, amor y respeto con que fue enterrado el Señor y nos dicen que, si hay eso, piedad, amor y respeto, no hace falta mucho más para enterrar a nuestros hermanos porque la sepultura no es nuestra morada y, sobre todo, porque lo mejor viene después.

Y lo mejor es lo que cuenta la tercera parte del evangelio que hemos proclamado: el anuncio de la resurrección. Unas mujeres enamoradas van al sepulcro llevando aromas para embalsamar el Cuerpo del Señor. Van llorando y vuelven anunciando lo que han visto y oído allí: que el sepulcro está vacío y que el Señor ha resucitado. 
Ahora, queridísima Carmen, lloramos contigo por «el tío Chus» como lloró Jesús por la muerte del amigo. Pero no lloramos con amargura y desconsuelo sino con esperanza, porque el Señor ha resucitado y ha abierto para todos nosotros las puertas del Cielo.

Sabes que siempre terminamos la Misa cantando a la Virgen. Hoy cantaremos la Salve Marinera en honor a la Virgen del Carmen —tu patrona— y al tío Chus le va a encantar. Y la Virgen del Carmen, que prometió llevar al Cielo a sus amigos el sábado siguiente a su muerte, ya habrá cumplido su promesa. 

Querida Carmen: Que Dios te bendiga y nos bendiga a todos.

jueves, 19 de marzo de 2020

Homilía en una iglesia vacía.

19 de marzo 2020
San José

Se me hace muy raro hablar en la iglesia vacía así que voy a imaginar que los niños de la catequesis estáis aquí y voy a predicar, como cada domingo, para vosotros. 
Pero empiezo dando las gracias a la tele de San Miguel y saludando a los que seguis la misa por este canal, especialmente a María —que aún está enfadada conmigo pero es muy buena— y a los catequistas y al coro —que no están aquí— y al órganista que sí está aquí y se llama Andrés. Andrés es el único que esta conmigo en la iglesia aparte del Señor que está en el sagrario, claro. Un saludo a todos. 

Amigos, hoy es san José.Habéis visto muchas veces su imagen en la iglesia y sabéis que fue el esposo de la Virgen María. Yo creo que lo más grande que se puede decir de san José es que estaba enamoradísimo de la Virgen María y que vivió para ella.
Y me parece que si le preguntásemos a él, si le dijésemos «san José, danos un consejo para ser buenos cristianos, para vivir siempre como hijos de Dios» él nos diría: «Quered mucho a la Virgen María  que es la Madre de Dios y vuestra madre y ella os enseñará a querer a Jesús y os llevará al Cielo».

Ahora una de esas preguntas difíciles que hacemos en la catequesis: ¿qué oficio tenía san José? A ver, pensadlo un poco.
Exacto, san José era artesano. Era el carpintero de Nazaret. Vivía de su trabajo y enseñó su oficio a Jesús. 
Si le dijésmos a san José «te hemos pedido un consejo para ser buenos cristianos y nos has dicho que queramos mucho a la Virgen María; danos otro consejo», san José nos diría: «Aprended un oficio, el que sea, y hacedlo bien porque un carpintero puede tener a Dios en su taller como lo tuve yo, pero una doctora, un violinista, una maestra una escritora o qué se yo, un buzo, si hacen bien su trabajo y se lo ofrecen a Dios harán mucho bien a los hombres —a lo mejor descubren una vacuna contra el coronavirus— y tendrán siempre a Dios muy cerca, como lo tuve yo, y Dios trabajará con ellos y lo que hagan será obra de Dios». 

Pues vamos a hacerte caso, san José. Vamos a querer a Jesús y a María como los quisiste tú. Vamos a estudiar y vamos a aprender a trabajar con Dios y, como hoy es tu día, vamos a rezar por los seminaristas que se preparan para ser sacerdotes. 
Ojala todos los sacerdotes se parezcan a ti, san José. Ójala todos los sacerdotes tengan corazón de padre, como tú, y estén enamorados de Jesús y de María, como tú, y trabajen bien, como tú, con alegría. 


San Miguel Arcángel, ruega por nosotros. Santa María, Virgen del Rosario, ruega por nosotros. San José, nuestro padre y señor, ruega por nosotros.