El lunes 6 de diciembre, solemnidad de San Nicolás, salimos de Pamplona para Azpeitia.
San Francisco Javier tuvo en París sus más y sus menos con san Ignacio. Al parecer mi santo patrono miraba con cierto desprecio a aquel a quien luego llamaría «padre Ignacio» que se ganó su amistad y su respeto por el sistema de tratarlo con caridad.
Los Quince celebramos la Santa Misa en el oratorio de «La conversión». Está en la habitación de la casa solariega donde llegó, malherido, Íñigo de Loyola y donde decidió entregarse a Dios imitando el ejemplo de los santos. En cierto modo entró allí como un preso y la misma prisión fue el lugar donde encontró la libertad. Pensé esto recordando la frase de Quevedo que cita Luis Rosales en su «Teoría de la libertad»: «Mayor y más preciosa parte rescata la prisión que encarcela». En el caso de Íñigo, la prisión, en efecto, fue liberadora puesto que fue el lugar de su encuentro con Dios y consigo mismo.
«Aun estando en prisión, nadie puede impedirme que renueve o confirme a diario el ser que soy, renovando mi elección absoluta (...). A esta renovación de la libertad damos el nombre de opción apropiadora (...) Dentro de un campo de concentración o siendo Presidente de los Ferrocarriles Unificados Europeos, puede (cualquier europeo de nuestro tiempo) llegar a ser un resentido, un malvado o un santo y tendrá todas las posibilidades necesarias para realizar una u otra elección».
En la sacristía me llamó la atención una cartela con el nombre del obispo diocesano: José Ignacio Munilla. Me llamó tanto la atención que le saqué una foto para hacer algo parecido en la sacristía de San Miguel. No sabía ni podía saber que, al día siguiente, se anunciaría el nombramiento de don José Ignacio como obispo de Orihuela-Alicante.
Después de Misa invité a los Catorce a una copa de vino español para celebrar mi sexagésimo primer cumpleaños. Ellos, por su parte, me entregaron quince -15- regalos materiales al tiempo que me daban vivas muestras de afecto.
Por la tarde nos dirigimos hacia otra prisión de hombres libérrimos. Estaba nevando cuando llegamos a Leyre. Nevaba tanto que dos de los Quince decidieron regresar a Pamplona sin visitar el milenario monasterio benedictino. Los Trece que quedamos -Audaces Fortuna iuvat- vimos y vivimos ese lugar bendecido como pocos -excepto los monjes- lo han visto y vivido. Y valió la alegría.
«Nos convertimos, en cierto modo, en lo que amamos: nos convertimos también, y más humildemente, en lo que vemos. Dice Whitman: Había un niño que salía cada día / y lo primero que miraba, en eso se convertía, / y eso formaba parte de él por aquel día o parte de aquel día / o por muchos años y sucesivos ciclos de años.
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Me dispongo a contar ahora algo que nunca he contado. Visité por primera vez el castillo de Javier, Loyola y Leyre con mis padres y dos de mis hermanos cuando era yo un mocoso. No fue una peregrinación para mí aunque quizá sí lo fuera para mis padres que, más que el trayecto, anhelaban el fin: visitar en Bilbao a un su hijo -Juan Manuel- sacerdote. Para mí era, simplemente, un viaje maravilloso. Hasta que llegué a Leyre y algo se conmovió en mi corazón.
Me dispongo ahora a contar otra cosa que nunca he contado. Cuando, años después, el mismo mocoso dijo a sus padres que quería ser sacerdote y que deseaba sellar esa decisión peregrinando a Leyre él solo y en bicicleta, sus amables y santos padres no se opusieron a su vocación sacerdotal pero -sabiamente- le aconsejaron sellarla con sensatez: «Busca a un sacerdote santo que te aconseje». Estaba yo, con ellos, menos necesitado que ahora del consejo de un santo. Tenía yo, en ellos, dos amables y santos consejeros. No peregriné a Leyre en bicicleta. Encontré al sacerdote santo y sabio y paciente que necesitaba.
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Cuando volvimos a Pamplona tuvimos que secarnos los zapatos antes de bajar al comedor para la cena. La peregrinación había terminado. Al día siguiente, el martes 7 de diciembre, viajé de Pamplona a Madrid con un mi cuñado, con su amable esposa y con una de sus hijas -sobrina mía-. Ya en Madrid tomé el AVE que me trajo a Alicante. En el tren pude releer la «Teoría de la Libertad» de Luis Rosales prologada por don Ricardo Calleja y editada por don Álvaro Pettit en su neonata editorial «Frontera». Entonces reparé en esto:
«Conviene que abreviemos y no nos divirtamos al escribir. A mí me cuesta mucho trabajo sujetar la pluma: me divierto escribiendo. Mas cada día tiene su afán».
¡Muchas felicidades Pater!
ResponderEliminar¡Gracias Señor Jesús por darnos santos sacerdotes conforme a tu Amante Corazón, que Tu nuestra Madre los cuide como a Ti!
Abrazos fraternos.
Aúpa Navarra!