sábado, 12 de febrero de 2022
Ha venido usted aquí para leer esta «Crónica de Orihuela II» porque arde usted en deseos de saber cómo acabó la gran fiesta. Muy, bien.
Pero antes debo contar cómo siguió. Y siguió así de bien.
La catedral de El Salvador estaba limpísima, lindísima y abarrotada. Pero aún había más gente fuera, dispuesta a seguir la ceremonia desde unas pantallas que no eran gigantescas pero sí muy grandes. Yo encontré un sitio muy bueno en la girola, cabe la puerta de la capilla del Santísimo, detrás de la sede episcopal.
Don José Ignacio llegó a la Puerta de Loreto y se oyó la voz del Nuncio Apostólico, don Bernardito Cleopas Auza: «Queridos hermanos: os presento al que, desde ahora (aunque, en esto, no fue exacto, como se verá) presidirá vuestras celebraciones en esta Santa Iglesia Catedral de la Diócesis de Orihuela-Alicante: Monseñor José Ignacio Munilla Aguirre».
Y empezaron los aplausos que yo no apruebo en la iglesia aunque, como se verá, eso importa poco.
Según la costumbre, don José Ignacio se dirigió a la capilla del Santísimo. Todos, menos yo, seguían aplaudiendo cuando el obispo pasó, bendiciéndonos a todos, justo por delante de mí.
Los aplausos cesaron cuando don Jose Ignacio se arrodilló ante el Tabernáculo para orar. Fue lindo recordar que estábamos allí para orar.
Los aplausos volvieron a sonar cuando el obispo salió de la capilla para ir a la sacristía. Una pena porque no se podía oír, con el alboroto, la hermosa y festiva y solemne música del órgano que valía mil veces más que los aplausos.
Revestido para la Misa, el obispo fue, como de costumbre, en procesión hasta el altar mientras sonaba el canto de entrada. Pero ni fue a la sede ni dijo «En el nombre del Padre…» porque, en ese momento, la presidencia la tenía el Nuncio que fue quien ocupó la sede e inició la Misa como de costumbre.
Palabras del Administrador Apóstolico. palabras del Nuncio Apostólico que terminan con un mandato: «¡Que se presenten las Letras Apostólicas al Colegio de Consultores!».
El Presidente del Cabildo mostró las letras al Colegio y el Nuncio, recogiendo el ardiente deseo de todos los presentes, tronó: «¡Que se lean!».
El Canciller, obediente, leyó las letras que empezamaba así de bien: «Francisco, obispo, siervo de los siervos de Dios, al Venerable hermano Jo´se Ignacio Munilla Aguirre».
Y todos, conteniendo la respiración, escuchamos la lectura hasta el final: «Finalmente, Venerable hermano, con devoción te exhortamos con la intercesión de la Virgen María y de san José, su Esposo y tu celestial Patrono, a que, con ardiente (las Letras decían «flagrante») corazón emplees resueltamente todas tus fuerzas en la predicación del Evangelio a favor de la eterna salvación de los fieles encomendados a tu cuidado».
Todos nos pusimos de pie como diciendo: «Muy bien dicho». Y todos menos yo, que no apruebo los aplausos en la iglesia, empezaron aplaudir mientras volteaban las campanas, sonaba el órgano con una música que valía mil veces más que los aplausos y el Nuncio le daba el báculo al obispo que se sentó en la sede. Entre tanto yo luchaba, íntimamente conmovido por las letras Apostólicas y por don José Ignacio, para contener las lágrimas de alegría.
La Misa siguió como de costumbre. El que quiera saber lo que pasó puede verlo en You Tube.
¿Cómo terminó la fiesta?
Para responder a esta pregunta harían falta mil cronistas. Yo diré cómo terminó para mí.
Salí pitando de la catedral después del «Podéis ir paz» sin despedirme de nadie porque no apruebo la cháchara ni el jaleo que suele seguir a esas palabras santas.
De camino hacia el autobús que nos había traído, o llevado, a Orihuela, escuché un lamento detrás de mí. Me volví y vi a la más venerable, por anciana, de nuestras compañeras de peregrinación tumbada en la calle y lamentándose: «¡Ay! ¡Me he roto el brazo! ¡Me está bien empleado por haber venido! ¡No tendría que haber venido! ¡Me está bien empleado por haber dejado a mi marido!».
Yo, que no soy médico ni nada, intuí que ni se le había roto el brazo ni su caída era una castigo por haber abandonado a su esposo. Acerté. Unos amables jóvenes que pasaban por allí la levantaron delicadísimamente y, caballerosísimamente, se ofrecieron a llevarla en su coche hasta el autobús.
Así de bien acabó la fiesta.
Cuando llegué a San Miguel me arrodillé ante el Sagrario. Luego apagué las luces de la iglesia.
No suelo tener visiones pero, cuando me disponía a cerrar la iglesia, creí ver que la imagen del Sagrado Corazón de Jesús estaba un poco flagrante o algo así.
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