sábado, 12 de febrero de 2022
Hemos llegado a Orihuela en dos autobuses del arciprestazgo de Torrevieja. A mí me ha tocado uno de esos muy viejos que aún llevan ceniceros y cartelitos de «prohibido escupir por las ventanas».
El trayecto ha sido apacible. Mari Fina —sacristana de Los Montesinos— llevaba una pancarta que decía: «Los Montesinos siempre con el..», y aquí un Corazón de Jesús pintado. Todos íbamos contentos.
En la capital de la Vega Baja una multitud incontable (yo he contando hasta mil quinientos y luego lo he dejado por aburrimiento) se había congregado junto a la puerta de Santo Domingo (que no se llama así pero ahora no recuerdo su nombre) y en el camino de San Antón y en la calles, para recibir al nuevo obispo, don José Ignacio Munilla.
Don José Ignacio ha llegado puntualmente a lomos de una mula blanca que responde al nombre de «Bartola». Aplausos y vítores al obispo. Una niña que estaba detrás de mí, subida en los hombros de su padre, ha gritado con vocecilla casi inaudible: ¡Viva el Papa!». Solamente yo he respondido a su vítor y su padre, como para enviarle un refuerzo positivo, le da dicho cariñosamente: ¡Muy bien, Bea, muy bien!
Entonces se ha hecho el silencio porque hay que estar en silencio cuando el macero golpea la puerta de la ciudad: «Pum, pum, pum». Y hay que seguir en silencio cuando, desde dentro, un ser humano pregunta: «¿Quién va?». Y hay que seguir en silencio cuando el macero responde: «El obispo de Orihuela va entrar en la ciudad». Entonces llega lo más emocionante y hay que contener la respiración: ¿Abrirán las puertas al obispo de Orihuela, señor natural de la ciudad, o se amotinarán y tendremos que derribar las puertas y degollar a los amotinados?
Estábamos todos conteniendo la respiración. He mirado a Fina que sostenía con una mano la pancarta y me ha parecido que, con la otra mano, sacaba de su bolso un puñal preparándose para lo peor.
Estábamos todos conteniendo la respiración cuando las puertas de la capital de la Vega Baja se han abierto y, desde dentro de la ciudad, se ha oído un vítor. Fina ha guardado el puñal y ha murmurado algo así como «mejor para vosotros», y todos los demás hemos respirado y aplaudido. La banda de música: «Tachín, tachán». El pueblo, dentro y fuera de la ciudad, jubiloso. ¿Y don José Ignacio?
Un tipo alto que estaba a mi lado ha dicho: ¡Está emocionado! Yo no he dicho nada pero he pensado para mí: «Daría cualquier cosa por ser tan alto como tú para ver la novedad de un vasco emocionado!».
Don Paco Román —párroco de los Montesinos y jefe de la expedición— nos ha conducido por callejuelas atestadas de gente alegre y pacífica hasta la catedral.
En el camino me han reconocido algunos enmascarados que me saludaban: «¿Se acuerda de mí?». Y yo, mintiendo a medias porque soy incapaz de saber quién está detrás de una máscara pero no desconfío de quien me saluda: «¿Cómo no? ¡Qué gran día!».
Entre los enmascarados he encontrado a uno a quien conocía: el doctor Poveda. Don Paco Román nos ha hecho una foto. Ha sido mi minuto de gloria.
Don Paco Román ha dejado a Fina al mando de los laicos que tenían un sitio reservado en la plaza de la catedral.
A mí, después de poner una amable excusa, me ha dejado en la estacada ante una puerta de la catedral custodiada por tres policías como tres torres y, lo más temible, un seminarista que no dejaba entrar a nadie sin credencial: yo no llevaba más credencial que mi alzacuellos y, en un maletín, mi alba-casulla con mi estola blanca.
En descargo de don Paco Román he de decir que, antes de dejarme en la estacada, me ha dado una pista: «Pregúntale a esa chica. Ella te dirá por dónde pueden entrar los sacerdotes».
La chica a la que don Paco señalaba era una chica policía más alta que la torre de la catedral. Obediente y triste, he obedecido. La torre-policía ha dicho «allí» señalando al palacio del obispo.
En la puerta del palacio del obispo había un grupo de seminaristas revestidos con sotana y roquete que me han saludado con afecto fraternal.
«¿Dónde puedo revestirme para Misa?» —he preguntado.
«¿Es usted obispo?» —ha repreguntado un seminarista que me ha parecido guasón aunque, como se verá luego, hablaba en serio.
Yo, pensando que era momento de bromear: «Sí».
Él: «Pase por ahí».
Yo, obediente, he pasado y he empezado a revestirme hasta que una monja amabilísima que venía con una lista me ha preguntado: «¿Cómo se llama usted?».
Y yo: «Javier, Javier Vicens, Y Hualde por más señas».
Y ella: «No está usted en la lista de los obispos acreditados».
Y yo, dando testimonio de la verdad: «Cura de pueblo soy. De San Miguel de Salinas por más señas».
Y la amable religiosa, reconduciédome hacia la puerta por la que pasé burlando a un seminarista: «Vaya usted al claustro de la catedral donde podrá revestirse con los demás presbíteros y no vuelva a intentar hacerse pasar por lo que ni es ni parece».
¿Qué han venido ustedes a ver aquí? ¿Una caña movida por el viento?
Si quieren saber lo que pasó luego —lo más interesante— pidan a Dios que dé larga vida a este cura de pueblo para que, mañana, pueda escribir la segunda parte de esta «Crónica de Orihuela» que será la más interesante.
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