sábado, 26 de marzo de 2022

El hijo pródigo

 domingo, 27 de marzo de 2022

La parábola del hijo pródigo nos presenta, ante todo, a un padre buenísimo. Es un hombre rico que tiene jornaleros, criados y dos hijos, y que trata bien a todos. Ese hombre bueno de la parábola es una imagen de Dios.

Aparecen también los siervos: unos criados obedientes que hacen todo lo que les manda su señor. Trabajan y viven agradecidos porque no les falta el alimento ni el vestido ni el amor de su señor. En esos siervos buenos y obedientes podemos ver a los santos. Son los que trabajan en la viña del Señor sin quejas, con humildad y agradecimiento, sin buscar reconocimiento, aplausos o premios. Ellos viven contentos con su Dios y Señor y son los mejores hijos de Dios.

La parábola nos habla, finalmente, de dos hijos que lo tienen todo pero no son felices. Y en esos dos hijos, amable hermano, podemos vernos retratados tú y yo. 

Uno de ellos, el mayor, es un tipo serio. Él se cree muy responsable, muy trabajador, muy cumplidor y obediente. No solamente se lo cree sino que presume de eso: «porque yo, yo, yo… ¡tantos años sirviéndote sin desobedecer jamás una orden tuya!». Sí, se cree muy bueno pero es bastante ruin. Tanto que se atreve a echarle en cara su padre: «nunca me has hecho una fiesta». Es un pelma que ni ama a su padre ni ama a su hermano y que habla de ambos con desprecio: «ese hijo tuyo».

Sí, hermano, en ese gruñón podemos vernos retratados tú y yo —hijos de Dios— cuando no nos queremos, cuando nos echamos en cara nuestros pecados y vivimos pensando que somos buenísimos y que merecemos más de lo que tenemos. 

El otro, el menor, es un tipo frívolo. Él se cree muy simpático y muy listo; se cree capaz de conquistar el mundo pero ni es simpático ni va conquistar el mundo. Es un pelma que solamente piensa en divertirse. Su padre, su hermano y sus criados lo aburren mucho, así que le dice a su padre: «dame la parte de la herencia que me corresponde». Luego se va de casa, lo malgasta todo, se arruina, empieza a pasar hambre y solamente entonces empieza a  echar de menos a su padre y la casa que ha dejado. 

Sí, hermano, en ese frívolo podemos vernos retratados tú y yo —hijos de Dios— cuando no nos queremos y cuando pensamos que, lo único que necesitamos para ser felices, es librarnos de Dios y de nuestros hermanos y, así, poder hacer, en cada momento, nuestro capricho. 

Estamos en Cuaresma. Con esta parábola, Jesús nos llama a la conversión. Ha llegado el momento de que tú y yo volvamos a la Casa del Padre donde nos esperan Dios, con los brazos abiertos, y sus servidores, los santos, no para echarnos en cara nuestras faltas sino para prepararnos una fiesta. 

Solamente hace falta esto: que reconozcamos a nuestro Padre común y nos dejemos abrazar por Él en el sacramento de la penitencia; que nos reconozcamos como hermanos y -muy importante- que, en adelante, aprendamos de los santos, de los que sirven al Señor y al prójimo con humildad y alegría. Porque esos son los verdaderos hijos de Dios. Con razón llaman «reina» a santa María que responde a la embajada del ángel: «Aquí está la esclava del Señor».

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