martes, 19 de mayo de 2020
Martes de la sexta semana de Pascua.
7:00
El Papa ha entrado en la primera fase y ya no se transmite por televisión la Misa de Santa Marta. La cámara fija muestra la plaza de San Pedro solitaria y dorada bajo los rayos del primer sol. Una paloma se posa en el obelisco sin saber que la estoy vigilando. Despreocupada de todo echa a volar y se va.
10:15
Salgo para Torremendo.
10:30
Confesiones en Torremendo.
11:00
Misa de once de Torremendo. Recojo el correo de allí.
12:00
Vuelvo a San Miguel. Joan ha venido. Me alegro y le pregunto por su espalda. Está mejor. ¡Qe bien!
12:30
Misa de doce y media.
13:30
Estoy poniendo la homilía en el blog cuando llega don Rafael porque hemos quedado para comer. ¿Me hará la caridad de oír mi confesión? ¡Oh sí! Hacemos juntos una visita al Santísmo y nos vamos a comer a Casa Graciela.
16:00
De vuelta a San Miguel enciendo el aire acondicionado por primera vez en lo que va de año. En la iglesia, fresca y silenciosa, miro fijamente al sagrario.
17:00
Novena a santa Rita, día séptimo. Después, Teresa y yo, charlamos largamente.
18:00
¿Y si me preparo un té? ¡Nada más fácil!
Empiezo a leer La muerte de Iván Ilich por consejo y apremio de IGdL.
Empieza así: «Durante una pausa en el proceso Melvinski, en el vasto edificío de la Audiencia, los miembros del tribunal y el fiscal se reunieron en el despacho de Ivan Yegorovich Shebek y empezaron a hablar del célebre asunto Krasovski. Fyodor Vasilyevich declaró acaloradamente que no entraba en la jurisdicción del tribunal, Ivan Yegorovich sostuvo lo contrario, en tanto que Pyotr Ivanovich, echaba una ojeada a la Gaceta que acababan de entregarle
Señores —dijo de pronto— ha muerto Iván Illich».
Pyotr Ivanovich decide ir al velatorio: «Entró sin saber a punto fijo lo que tenía que hacer. Lo único que sabía era que en tales circunstancias no estaría de más santiguarse. Pero no estaba enteramente seguro de si, además de eso, había que hacer también una reverencia. Así pues, adoptó un término medio. Al entrar en la habitación empezó a santiguarse y a hacer como si fuera a inclinarse. Al mismo tiempo, en la medida en que se lo permitían los movimientos de la mano y la cabeza, examinó la habitación.
(…)
El muerto yacía, como siempre yacen los muertos, con los miembros rígidos hundidos en los blandos cojines del ataúd y con la cabeza sumida para siempre en la almohada. (…) pero, como sucede con todos los muertos, su rostro era más agraciado y, sobre todo, más expresivo de lo que había sido en vida. La expresión de ese rostro quería decir que lo que hubo que hacer quedaba hecho y bien hecho. Por añadidura, ese semblante expresaba un reproche y una advertencia para los vivos. A Pyotr Ivanovich esa advertencia le parecía inoportuna o, por lo menos, inaplicable a él. Y, como no se sentía a gusto, se santiguó de prisa una vez más, giró sobre los talones y se dirigió a la puerta demasiado a la ligera —según él mismo reconocía— y de manera contraria al decoro».
En fin, el primer capítulo cuenta lo que ocurre en torno al cadáver de Iván Ilich. Pensamientos —«sí, es una pena, pero, en fin, se ha muerto él, no yo»— y palabras de condolencia que, en realidad, no expresan ninguna verdadera compasión; pero también cálculos: «quién sabe si ahora su puesto lo puede ocupar mi primo y, entre tanto, a lo mejor podemos pasar un buen rato en el velatorio jugando a las cartas». Claro que hay que hablar del precio de la sepultura, y de cómo ha muerto el muerto, y saludar a unos y a otros por no mencionar el «oficio de difuntos: velas, gemidos, incienso, lágrimas, sollozos» y todo ello con el fastidio de quien tiene que estar ahí fingiendo cuando podría estar en cualquier otro sitio menos deprimente.
Así que Pyotr Ivanovich se va a jugar a las cartas a casa de Fyodor Vasilyevich.
El capítulo se acaba y cierro el libro justo cuando suena el timbre. Es Carmela que me trae tomates de su huerta. Me río un rato y de buena gana con ella. Tiene un humor estupendo. Y los tomates de su huerta son famosos en el pueblo.
18:30
Hay que rezar Vísperas. Muy oportunamente el salmista nos recuerda que «el hombre no perdurará en la opulencia sino que perece como los animales». Gloria Patri.
19:00
Hay que llamar a Ana que me ayuda con la administración del cementerio parroquial en el despacho de Torremendo. Al parecer ha habido un problema. Se ha hundido el techo del cuarto de baño.
19:20
Hay que rezar el rosario. Misterios dolorosos.
Hay que sacar la basura. Al ir saludo a L que ha sido abuela por segunda vez y ya te puedes imagunar lo contenta que está. Al volver soy saludado por una chico que pasa con la moto diciendo «¡Paaaaaadre!». Como va con casco no lo reconozco pero lo saludo igualmente.
20:00
Capítulo segundo de La muerte de Iván Illich.
Empieza así: «La historia de la vida de Ivan Ilich fue común y corriente, y horrible».
¡Qué buen comienzo!
Aquí te enteras de que fue juez y de que murió a los cuarenta y cinco años de edad. Nada destacable de su padre, un funcionario tan bien pagado como inútil. Nada destacable de su hermano mayor, otro funcionario, de su hermano menor, un desgraciado a quien todos procuraban evitar, ni de su hermana, casada con un barón «listo, vivaz, agradable y discreto».
Iván Illich «era, ya en la facultad, lo que sería en el resto de su vida: capaz, alegre, benévolo y sociable, aunque estricto en el cumplimiento de lo que consideraba su deber; y, según él, era deber suyo todo aquello que sus superiores jerárquicos consideraban como tal. No había sido servil ni de muchacho ni de hombre pero, desde sus años mozos, se había sentido atraído, como la mosca a la luz, por las gentes de elevada posición social, apropiándose sus modos de obrar y su filosofía de la vida y trabando con ellos relaciones amistosas. Había dejado atrás todos los entusiasmos de su niñez y mocedad, de los que apenas quedaban restos, se había entregado a la sensualidad y la soberbia y, por último, como en las clases altas, al liberalismo, pero siempre dentro de determinados límites que su instinto le marcaba puntualmente. En la facultad hizo cosas que anteriormente le habían parecido sumamente reprobables y que le causaron repugnancia de sí mismo en el momento mismo de hacerlas; pero más tarde, cuando vio que tales cosas las hacía también la gente de alta condición social que no las juzgaba ruines, aunque no llegó a darlas por buenas, las olvidó por completo o se acordaba de ellas sin sonrojo».
Cuando terminó sus estudios «se encargó ropa en la conocida sastrería de Scharmer, colgó en la cadena del reloj una medalla con el lema respice finem, se despidió de su profesor (…) partió para una de las provincias donde, por influencia de su padre, iba a ocupar el cargo de ayudante del gobernador para servicios especiales».
Allí «fue haciéndose una carrera, a la vez que se divertía agradable y decorosamente».
Todo, desde el trabajo hasta la vida social y las visitas a ciertas casas de dudosa reputación lo «llevaba a cabo con manos limpias, en camisas limpias, con palabras francesas y, sobre todo, en la mejor sociedad y, por ende, con la aprobación de personas de la más distinguida condición».
Cinco años después lo nombraron juez de instrucción en otra provincia. Hizo las maletas y se fue. Con su nuevo trabajo disfrutó más que con el anterior al comprobar que todas las personas «incluso las más importantes y engreídas, estaban en sus manos, y que con sólo escribir unas palabras en una hoja de papel con cierto membrete tal o cual individuo importante y engreído sería conducido ante él en calidad de acusado o de testigo; y que si decidía que el tal individuo no se sentase lo tendría de pie ante él contestando a sus preguntas».
Para que los curiosos sepan de qué tiempos se está hablando, nos dice el narrador que «Ivan Ilich fue uno de los primeros funcionarios en aplicar el nuevo Código de 1864». Y para los que pidan un retrato del personaje nos dice que «no alteró en lo más mínimo la elegancia de su atavío, cesó de afeitarse el mentón y dejó crecer libremente la barba».
Allí «conoció a la que había de ser su esposa. Praskovya Fyodorovna Mihel era la muchacha más atractiva, lista y brillante del círculo que él frecuentaba. Y, entre pasatiempos y ratos de descanso de su trabajo judicial, Ivan Ilich entabló relaciones ligeras y festivas con ella». Por su parte «ella se enamoró de él. Ivan Ilich no tenía intención clara y precisa de casarse, pero (...) se dijo a sí mismo: Al fin y al cabo ¿por qué no casarme?». Y se casaron.
Todo empezó a torcerse cuando ella, embarazada, comenzó a sentir ataques de celos y a exigir con muy malos modos la atención constante de Iván. Con el nacimiento del hijo llegaron «las dolencias reales e imaginarias del niño y de la madre en las que se exigía la compasión de Ivan Ilich, aunque él no entendía pizca de ello». Así «antes de cumplirse el primer aniversario de su casamiento, Ivan Ilich cayó en la cuenta de que el matrimonio, aunque aportaba algunas comodidades a la vida, era de hecho un estado sumamente complicado y difícil».
Después de siete años en aquella ciudad, donde nacieron más hijos, fue trasladado a otra como Fiscal y «aunque su sueldo superaba al anterior, el coste de la vida era mayor; murieron además dos de los niños, por lo que la vida de familia le parecía aún más desagradable». Refugiándose cada vez más en su trabajo Iván, conseguía que su vida siguiera siendo «agradable y decorosa, como él juzgaba que debía ser».
El capítulo acaba pintando a la familia: dos hijos varones han muerto y quda una hija de dieciséis años y un niño «colegial, objeto de disensión. Ivan Ilich quería que ingresara en la Facultad de Derecho, pero Praskovya Fyodorovna, para fastidiar a su marido, lo matriculó en el instituto. La hija había estudiado en casa y su instrucción había resultado bien; el muchacho tampoco iba mal en sus estudios».
20:30
La verdad es que me apetece seguir leyendo La muerte de Iván Illich pero tengo que hacer un par de llamadas y dar un paseo por La senda oscura antes de cenar.
Muero porque no puedo
serlo todo, ni en los versos
finales de un poema,
ni en las auroras fulgurantes,
ni tan siquiera en las cruces
vacilantes que coronan el destino.
(…)
Serlo todo ansío.
Y así, con esas ansias, llego al final de la senda. Pero, mira, tengo aquí otro libro de Petit que leí el verano pasado y se intitula Que aún me duelas. También está dedicado por el autor. Lo empezaré mañana. Ahora hay que poner esto en el blog, antes de cenar con los tomates que me ha traído Carmela.
¡Qué maravilla ver a un padre confesando! Tengo oído que el aire acondicionado debe ser accionado con más frecuencia incluso en invierno y no permanecer mucho tiempo sin usar para mantener el mecanismo del sistema y gas en óptimas condiciones, el manual o el técnico tendrá consejos al respecto. Abrazos fraternos.
ResponderEliminarLa maravilla es ver a un ingeniero que no se cansa de mandar abrazos y consejos buenos a un cura de pueblo. :-) Dios te bendiga.
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