sábado, 18 de abril de 2020
Sábado de la Octava de Pascua
Esta mañana me he unido a la misa del Papa transmitida en directo por la televisión del Vaticano. Estábamos siguiendo esa misa unas dos mil quinientas personas. El Papa ha comentado el evangelio de san Marcos y ese mandato del Señor —«id al mundo entero y proclamad el evangelio»— que los apóstoles cumplieron con valentía. Luego he oído a otro sacerdote —el Padre Arnulfo Batavia— esta vez de desde América, el comentario a esas mismas lecturas. Y, por último, he oído una meditación maravillosa de don José Fernando Rey que me ha mandado don Alejandro y que me ha alegrado el día.
Lo primero que pensaba yo era: «Mira qué bien. Hoy, sin salir de casa, ya he estado en Roma, en algún lugar de América y quién sabe si en Madrid oyendo el anuncio del evangelio que alegra el alma».
¿Qué decía don Fernando Rey en su meditación maravillosa?
Pues, resumidamente, decía con los Padres de la Iglesia que Cristo, muerto y resucitado, es la semilla divina que ha caído en la tierra, que en su sepulcro la ha fecundado y que, de allí, ha salido victorioso y radiante como un esposo.
Y decía también que María Magdalena —de quien Jesús había expulsado siete demonios— fue una mística, una mujer enamorada de Dios a través de la humanidad de Cristo. Y que ese amor se manifestó en sus lágrimas junto al sepulcro pero, sobre todo, en la alegría contagiosa con la que fue corriendo a anunciar la resurrección a los apóstoles.
Y decía, al final, que todos nosotros estamos llamados a esa intimidad con el Señor que, cuando comulgamos, nos transforma y habita en nosotros.
Él lo decía mejor pero a mí me ha alegrado el día.
En la catequesis que los sacerdotes estamos leyendo estos días en en la liturgia de las horas se nos daba este consejo: «fortalece tu corazón comiendo este pan espiritual para que brille el rostro de tu alma».
Por intercesión de la Virgen María pedimos a Dios que la comunión con Cristo nos transforme, como a María Magdalena, en apóstoles alegres.
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