San Miguel de Salinas
martes, 8 de octubre de 2024
8:30
Abro la iglesia.
Oficio de lectura y laudes.
Me siento ante el sagrario.
8:50
Me entrego a la limpieza de la casa abadía.
10:15
Me aseo un poco y voy a la iglesia. Saludo a Joan y voy al confesonario. Joan me presenta a un escocés que pide confesión. Al parecer, se trata de otro de esos seres humanos que pasan con su bicicleta por San Miguel, entran a la iglesia, la hallan vacía y se sienten abrazados. Algún día tendré que reflexionar detenidamente sobre este fenómeno.
11:00
Misa.
11:30
Llega una joven señora ecuatoriana con dos botellas de agua. Me pide que bendiga el agua. Me lo pide con una voz cantarina y con estas palabra: «Por favor, curita: ¿tendrá usted a bondad de bendecir esta agüita que traigo?» Imposible resistir a una demanda tan amable. Durante el rito de bendición del agua, se echa a llorar. La invito a sentarse en el rincón de San Miguel. Charlamos. A las doce menos cinco nos despedimos porque tiene que ir a recoger a su hija V a la guardería. Ella se llama D. Quedamos en volver a vernos después, cuando recoja a V.
Rezo el ángelus con Joan en la capilla de la Virgen del Carmen.
Me llama el doctor S. Que si puedo pasar por el hospital para visitar a P. Le digo que esta tarde tengo retiro en el hospital y que aprovecharé para hacer esa visita.
Vuelve D con su niña de dos años que parece una chinita. Le propongo que ponga orden en la torre del campanario. Llegan dos de la Policía Local y se llevan la imagen del la Virgen del Rosario disimuladamente. Dejo a D trabajando. V la sigue a todas partes asida a ella.
12:30
Sexta.
Preparo la meditación de esta tarde.
Lectura de «La felicidad donde no se espera».
Lectura del Evangelio de San Juan.
13:30
Me llama D. Que ya ha terminado su trabajo. Me acerco a la iglesia. La torre del campanario —que estaba atestada de bolsas de basura y de cachivaches desde la ofrenda floral— luce lindísima y huele a limpio. V va señalando todos los cachivaches del campanario —ahora ordenaditos— mientras repite: «Mío, mío mío». Entonces veo una sillita de plástico. Es una sillita rosa con una imagen de Mickey Mouse. Ideal para una niña de dos años. Se la regalo. Sus ojitos achinados se abren como platos por la sorpresa y luego desaparecen por la sonrisa. V se sienta en su silla. D y yo charlamos. ¿V está bautizada? No. ¿Que tal si la bautizamos la semana que viene? Yo mismo puedo buscar un padrino o una madrina. Le parece una buena idea. Nos despedimos. Ella con estas palabras: «No se olvide, curita querido, de mí». ¿Cómo olvidarla? ¿Cómo olvidarlas?
14:15
Me llama doña Nati. Que me está esperando para comer. Voy volando. Entre otras maravillas, me ofrecen unos deliciosos champiñones al estilo Samira.
14:45
Me despido de Samira. Doña Nati y yo quedamos en vernos a las cuatro y media en el garaje para ir al retiro del hospital.
Visita al Santísimo.
Misterios dolorosos paseando por los altares laterales.
Rocío mis tobillos con repelente de mosquitos y me siento ante el sagrario.
15:30
En la casa abadía leo «Las convenciones y el héroe». Dice allí Chesterton: «El mundo entero habla en verso; solo nosotros, con nuestro elaborado ingenio, logramos expresarnos en prosa». Allí «verso» equivale a «convención», «prosa» a «libertad frente a las convenciones» e «ingenio» —me temo— a «estolidez». Habla Chesterton de Whitman —«el hombre más capaz que haya cosechado América»— y dice que se equivocó cuando desdeñó el metro y el pudor.
Como avanza la tarde y tengo retiro me adelanto a la Aurora pidiendo auxilio. Vísperas.
16:00
Me llama don EGM desde Palamós. Me cita en Zaragoza para el funeral de don Juanjo Sánchez Denis. ¿Podré ir? Me encantaría.
16:30
Salgo con doña Nati para el hospital.
Tres penitentes piden confesión en el hospital.
Después del retiro subo a ver a P. Está con su amable esposa T, con su hija C y con varios hermanos y cuñadas. Me presento como capellán del hospital. Charlamos. Todos están de un humor excelente. Anuncio a P que mañana, después de celebrar la misa en el hospital, si está del mismo buen humor y tiene ganas y Dios quiere, le daré la unción de enfermos. Sacudimos nuestras manos y me sonríe como diciendo: «Ya veremos, mañana».
18:30
Dejo a doña Nati en su casa y voy a Más y Más.
19:10
Coloco la compra en la cocina y aprovecho para poner un poco de orden allí y para sacar la basura.
19: 30
Trasteo en las redes, pongo una lavadora y mando algunos mensajes de WhatsApp que no pueden esperar más.
20:00
Me preparo una cena ligera.
20:30
¿Ha llegado el momento de recapitular el día? Sí.
Se mire por donde se mire, la iglesia de San Miguel no es una joya. Fue construida en el siglo XVIII y ha resistido el embate de terremotos que acabaron con otras iglesias mucho mejores de los alrededores. Unos amables milicianos que, al parecer, vinieron de Torrevieja, la quemaron y destruyeron todas las imágenes durante la Guerra Civil. Fue luego restaurada con pocos medios pero con un tesón digno de encomio. Aún recuerdo la tristeza que sentí cuando entré en ella por primera vez, hace cosa de trece años. Las grietas en el techo y en las paredes, las humedades, el desplome de los muros del presbiterio, el desvío de los arcos… todo hacía temer su ruina. Entonces, gracias a las gestiones de don Lucas y al dinerito de la Comunidad Valenciana en colaboración con La Escuela de Arquitectura de Alicante, la iglesia fue restaurada de nuevo. De la decoración posterior —en la que intervino más el capricho de algunos vecinos y el dinero de un generoso ricohombre— no digo nada. Solamente que salvé lo que pude oponiéndome tenazmente a algunos de los caprichos más extravagantes de algunos vecinos.
Entonces, ¿cómo se explica el fenómeno de que no pocos seres humanos que entran en esta iglesia y la hallan vacía se sientan abrazados? Algún día tendré que prestar atención a este misterio. Quizá tenga que ver con que, en el centro, hay un sagrario cubierto con un velo del color del día e iluminado por una lamparita. Quizá tenga que ver con que aún hay gente que, en la Iglesia, busca a Dios.
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Es usted muy amable. No lo olvide.