sábado, 28 de marzo de 2020
Sábado de la IV semana de Cuaresma
El sábado es el día tradicionalmente dedicado a la Virgen María. El versículo que hemos proclamado antes del evangelio es una bendición para los que escuchan la Palabra de Dios con un corazón dócil. Una bendición que se aplica ante todo a nuestra Madre, la primera y mejor discípula de Cristo.
En la parroquia hemos hecho muchas veces el propósito de leer el evangelio como discípulos que se sientan a los pies del Señor y no como quien busca allí piedras para lanzarlas contra el prójimo.
A veces encontramos en el evangelio consuelo, otras veces luz y, otras veces, alguna enseñanza moral o doctrinal. En cualquier caso conviene que cada uno lo lea como palabra que Dios le dirige a él personalmente.
Una vez dijo Jesús: «Yo te alabo, Padre, porque has ocultado estas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a la gente sencilla». Y, claro, todos corremos a apuntarnos en el grupo de la gente sencilla. «Yo» pensamos «no soy uno de esos sabios y entendidos; soy de la gente sencilla». Y nos olvidamos de que uno puede no ser sabio ni entendido y, al mismo tiempo, no ser sencillo. Porque de eso se trata, de recibir la Palabra de Dios con sencillez y con sinceridad.
El evangelio que meditamos hoy fácilmente podemos leerlo como una historia de buenos y malos apuntándonos al grupo de los buenos.
Jesús está predicando en el templo y la gente lo escucha y cree en Él aunque algunos se preguntan cómo puede ser Él el Mesias siendo de Nazaret si, según las Escrituras, el Mesías debe venir de Belén, de la casa de David. Los sumos sacerdotes y los fariseos ordenan a la guardia del templo que arreste a Jesús pero los guardias vuelven sin Él y diciendo: «nunca hemos oído a un hombre hablar como habla este». A pesar del testimonio de los guardias las autoridades religiosas no creen. Más aún: maldicen a la gente «que no conoce la Ley».
Solamente Nicodemo, un fariseo que sigue a Jesús en secreto, se atreve a recordar que la Ley no permite condenar a nadie sin oírlo antes. Dice una cosa muy sensata pero los demás se enfadan con él y lo tratan como si fuera un niño ignorante: «anda, vete y estudia».
Bien. Ahora lo fácil es que yo diga: «soy de los buenos, de los que creen». Sin embargo, ¿acaso no condeno yo también alguna vez sin oír o, incluso, sin conocer a aquel a quien condeno? ¿No opino y hablo de todo y de todos con ligereza? ¿Acaso no me aferro también yo a mis prejuicios y mis opiniones despreciando el juicio y la opinión de quienes son más prudentes y más sabios que yo?
Conforme se acerca la Semana Santa, la Pasión del Señor, vemos cómo se endurece el corazón de las autoridades religiosas de Israel pero, al final, todos —incluso los discípulos— abandonan a Jesús. Junto a la Cruz quedarán solamente su Madre, Juan y algunas mujeres.
Antes de apuntarnos al grupo de los buenos haríamos bien en preguntarnos si no hemos dejado muchas veces sólo al Señor en la Cruz.
Terminamos, como siempre, encomendándonos a la intercesión de Santa María. Que, por Ella, nos conceda el Señor un corazón dócil a su Palabra.
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