jueves, 16 de abril de 2020

Jueves de la Octava de Pascua en una iglesia vacía

Seguimos en la octava de Pascua y no salimos del primer día de la semana, cuando Jesús, muy de madrugada, resucitó y se apareció a María Magdalena. Por la tarde salió al encuentro de dos discípulos camino de Emaús. Estos volvieron corriendo a Jerusalén y mientras contaban lo que les acababa de pasar, Jesús apareció en medio de ellos. 
El Señor ha resucitado, pero no a esta vida que nosotros vivimos y que acabará un día, sino a la vida eterna que esperamos y que no acaba. 
El cuerpo de Jesús resucitado es el del Niño que se formó en las entrañas de la Virgen María por obra del Espíritu Santo, el del niño nacido en Belén, el del Hombre muerto en la Cruz. Pero ya no es como los cuerpos que nosotros tenemos ahora sino como los cuerpos que tendremos en la vida eterna porque Dios transformará estos cuerpos nuestros, tan frágiles, en cuerpos gloriosos como el suyo.
Si Jesús aparece y desaparece durante la pascua, si come con sus discípulos y les muestra las heridas de la Pasión es para que crean que ha resucitado pero entendiendo, al mismo, tiempo que no ha resucitado como Lázaro a la misma vida anterior sino a la vida que esperamos.
Esas heridas que Jesús enseña a sus discípulos ya no le duelen. Dijo el profeta Isaías que esas heridas nos han curado. Y San Agustín maravillosamente explicaba que el Señor quiso conservar las heridas de su cuerpo para curar las heridas de nuestros corazones. 
Ahora lo tenemos glorioso en la Eucaristía y podemos decirle con el Ave Verum: Salve, cuerpo verdaero nacido de la Virgen y muerto en la Cruz por nosotros. Que podamos gustarte en el momento de la muerte antes de encontrarte en el Cielo, piadoso y dulce Jesús, Hijo de María. 

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