San Miguel de Salinas
jueves, 5 de septiembre de 2024
20:30
Llego a la casa abadía y suena el teléfono. Que si puedo ir a la UCI a dar la unción de enfermos a un paciente. Que voy volando.
Me aseo un poco, me cambio de camisa y salgo para el hospital.
Problema: mi Lamborghini no arranca. Ha estado dándome problemas todo el día. Por fortuna, llevo en el coche una pequeña batería auxiliar. La conecto, arrranco, la desconecto, cierro el capó y salgo para el hospital.
Voy a la UCI. Antonio es de Murcia. Está inconsciente y lo acompañan su esposa, sus dos hijas, sus dos yernos y una nieta. Gente buena y recia. Rezamos juntos, le doy la unción, charlamos un rato y me despido.
No subo los escalones porque —¡qué emoción!— no sé si tendré que llamar a un taxi para volver a casa. ¿Arrancará el coche? No arranca. Cierto que llevo conmigo la pequeña batería auxiliar pero ¿tendra suficiente carga para obrar el prodigio por quinta vez en lo que va del día? La tiene. Arranco, cierro el capó y vuelvo a San Miguel
22:15
Llego a la casa abdía.
Me siento para escribir los recuerdos del día a toda prisa porque aún no he cenado.
….
A las diez estaba en el confesonario y vino un penitente. Muy bien.
A la diez y media la exposición del Santísimo con organista y todo.
A las once misa por el Papa y por los frutos de su viaje apostólico.
Luego a La Lloseta. Cuando iba a salir de La Lloseta el coche no arrancaba. Lo de la batería auxiliar ya lo he contado. Era la primera vez que la usaba y me ha llevado un poco de tiempo pero he conseguido arrancar el coche y he podido salir para ir a comer a Torrellano.
Durante la comida he podido hablar —¡por fin!— con Dora y Miguel Ángel. Querían ponerme al día de sus vidas. Caminan en el Camino Neocatecumenal desde que el mundo es mundo, han sacado adelante a una familia numerosa y ahora —a la vejez viruelas— les han propuesto —y han aceptado— ir a vivir como familiares del obispo de Orihuela Alicante. No es bueno que el obispo este solo. Los he felicitado con gran contento. Y envidio al obispo por esos familiares tan buenos.
Después de comer el coche ha arrancado a la primera. Me he felicitado.
He parado en una gasolinera y, otra vez, he tenido que echar mano de la batería mágica para llegar a San Miguel.
En algún momento de la tarde he leído un mensaje del archidiácono. Al parecer, anoche, unos amables ladrones entraron en los locales parroquiales de Torremendo y destrozaron los futbolines y los otros juegos que ha instalado allí la comisión de fiestas. Con el mensaje venían fotos del destrozo. Una pena. No creo que hayan conseguido una fortuna pero han entristecido mucho a tyodo el pueblo. He mandado un mensaje de solidaridad a la alcaldesa pedánea y ella me ha contestado con mensaje muy cariñoso.
A las cinco y media tenía que ir a la Mata. El coche no arrancaba. Tercera vez. Y, por tercera vez, me ha salvado la pequeña batería.
A las seis y cuarto estaba exponiendo el Santísimo en La Mata y, poco después, me sentaba en el cofesonario. Dos penitentes. Muy bien.
Misa a las siete y luego vuelta al coche tras un paseo de ocho minutos entre olivos, acebuches, adelfas, chicharras, ficus enanos y ficus gigantes, algarrobos… En la academia de baile estaban tocando unas castañuelas. Yo —que ya he entrado en «Combate», la segunda parte de Una escala humana— iba leyendo el capitulo titulado «Un simple no».
El coche ha arrancado a la primera y he vuelto a San Miguel disfrutando de una puesta de sol espléndida. (No he dicho —y debo consignarlo aquí— que, en el viaje de ida hacia La Mata, he visto las salinas con su mejor color: ese que gasta cuando se pone toda violácea).
¿Por dónde iba? ¡Ah sí! estaba volviendo a San Miguel y disfrutando de la puesta del sol.
Lo demás ya lo he contado: al llegar a casa —nada más llegar— me han llamado de la UCI. ¿Por qué me ha alegrado tanto esa llamada? Solamente ahora, al recordarlo, estoy pensando en ello y hacíendome esa pregunta. No tengo la respuesta.
Hace unos días oía —no sé donde— un programa en el que se hablaba de la soledad de los sacerdotes. Algunos testimonios daban ganas de llorar. Creo que la llamada me ha alegrado porque el auxiliar de la UCI que me hablaba lo hacía con una voz cariñosa y llena de respeto hacia esa familia que solicitaba el auxilio de los sacramentos. Lo del Lamborghini —que no sé si arrancará mañana cuando tenga que volver al hospital— y los demás problemas de mi vida son una bobada comparados con la tristeza de las personas —a veces sacerdotes— que viven en una soledad sin amaneceres ni puestas de sol, sin sagrarios, sin amigos y sin llamadas telefónicas que les recuerden que hacen falta si no están.
Ahora tengo que preparame una cena ligera.
(Tampoco he dicho —y debo consignarlo aquí— que, en algún momento de la tarde he vuelto a escuchar esta maravilla de Liszt y no he llorado).
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