miércoles, 8 de abril de 2020
Miércoles Santo
«El Señor Dios me ha dado una lengua de discípulo para saber decir al abatido una palabra de aliento».
El discípulo no solamente escucha una doctrina: la palabra del maestro, que llega a su corazón, lo va transformando.
Isaías describe la transformación que la palabra de Dios va obrando en el Siervo de Dios: en su lengua, en su oído, en sus espaldas, en su rostro, como si la palabra del divino maestro hubiera dejado señales en su cuerpo.
En la escuela de Dios su lengua ha aprendido a consolar al abatido, sus oídos han aprendido a escuchar al Señor, sus espaldas se han hecho anchas. No se ha limitado a aprender una doctrina, se ha hecho fuerte para llevar el peso de los pecados de los hombres.
«Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, las mejillas a los que mesaban mi barba». La barba es signo de virilidad, y mesar las barbas a alguien era un insulto que deshonraba a quien lo recibía. Todavía en español decimos «no te me subas a las barbas», como diciendo ¡un respeto! Isaías es ahora capaz no solamente de soportar golpes en sus espaldas sino de sufrir con paciencia los ultrajes, signo de una fortaleza aún mayor y de auténtica virilidad. Ahora es de verdad un discípulo, no alguien que sabe mucho sino alguien que se parece al maestro.
El Siervo de Dios es anuncio de Cristo en quien todo esto se cumple perfectamente. Jesús es Maestro para nosotros porque antes ha sido el discípulo perfecto. En cuanto Dios no ha tenido que aprender nada pero, hecho hombre como nosotros en todo menos en el pecado, ha tenido que aprender, como nosotros, sufriendo. Es Maestro y es Modelo para el discípulo.
Su lengua no maldice, bedice y conforta y perdona. Sus espaldas cargan con el peso de la Cruz, con el peso de todos los pecados, con la oveja perdida. Su rostro, tan delicado y tan amable, se ha endurecido para recibir la bofetada del criado del Sumo pontífice y, con la misma mansedumbre, los salivazos y las burlas de los soldados. El Cordero inocente es una roca de fidelidad y no lo echan para atrás ni las amenazas, ni toda la violencia desatada contra él, ni los insultos, ni la soledad, ni la Cruz. Él ha puesto su confianza en el Padre.
Podemos estar con los pecadores compartiendo su pecado —como hacemos, por ejemplo, cuando nos sentamos a murmurar contra el prójimo— o aplaudiendo su pecado, como hacemos cuando aprobamos cualquier inmoralidad o aceptamos, por ejemplo, el aborto y otros crímenes diciendo: «yo no lo haría pero me parece muy bien que lo haga el que quiera». Jesús nunca estuvo así con los pecadores.
Jesús estuvo con los pecadores en primer lugar para confortar a los que estaban aplastados por el peso de sus pecados. A la mujer adúltera no solo no la condena sino que la libra de la condena que ya habían dictado contra ella. Estuvo con los pecadores para llamarlos a la conversión. Cuando entró en casa de Zaqueo algunos decían «no puede ser un profeta este que come con pecadores». Pero allí Zaqueo se convirtió y Jesús pudo decir: «Hoy ha entrado la salvación a esta casa». Nunca se hizo cómplice del pecado aunque ofreció su amistad al pecador.
Pero, a menudo se encuentró con corazones endurecidos y, entonces solamente pudo entristecerse. Se lamentó de la hipocresía de los fariseos, se entristeció por aquel joven rico que no fue capaz de seguirlo y, en la última cena con sus discípulos lanzó el lamento más terrible por Judas: «Más le valiera no haber nacido».
Jesús, que ha comido con tantos pecadores que se han conmovido con su palabra y su misericordia se va a encontrar ahora con Judas que es todo lo contrario del discípulo. Está con el Maestro, se sienta a su mesa, recibe de Él signos de amistad y de predilección, conoce su doctrina pero en su corazón endurecido no entra la Gracia. Y Jesús, que se alegra con todo el Cielo por un solo pecador que se arrepiente, se entristece y exclama «¡Ay de aquel por quien el Hijo del Hombre va a ser entregado! Más le valiera no haber nacido!».
Sin embargo esos lamentos de Jesús no van solo por los fariseos, por los ricos o por Judas sino por mí, por tí, querido hermano, cuando siendo discípulos, ni siquiera su Pasión nos mueve a la penitencia que podría alcanzarnos el perdón y hacernos compasivos con nuestros hermanos.
Si alguien está siguiendo esta celebración por televisión le ruego que rece por mí. Porque hoy escucho este lamento del Señor «¡Ay de aquel por quien el Hijo del Hombre va a ser entregado!» y pienso que se lo dice a mi alma.
Durante la Misa, los sacerdotes recitamos en secreto algunas oraciones pidiendo a Dios que nos purifique y que lo que estamos celebrando no sea para nosotros motivo de condenación.
«Más le valiera no haber nacido» es la sentencia final de Jesús para los que, por tratar de ganar el mundo, han perdido su alma.
Una vida que parece acabar en la Cruz, vale la pena. Una vida enferma y frágil, vale la pena. Una vida de sufrimientos y de humillaciones, vale la pena. Pero una vida de placeres, de conquistas y de éxitos humanos no habrá valido la pena si quien ha vivido así pierde su alma.
Quiera Dios que vivamos estos días de la Pasión de tal modo que lo que celebramos nos transforme según el modelo que tenemos en Cristo.
Santa María, esperanza nuestra, asiento de la Sabiduría, ruega por nosotros.
Ruegue por mí, el lamento del Señor pienso que más va por la mía, pues.
ResponderEliminar¡Muchas felicidades don Javier, Sacerdote del Señor! Abrazos fraternos.
Ya somos dos, pues.
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