jueves, 14 de julio de 2011

Explorando mi nuevo destino.

miércoles 13 de julio
11:50 Meto mi lujoso Ford Fiesta en el túnel de lavado. Lleno el depósito de gasoil y voy al asilo en busca del diácono.
12:12 Recojo al diácono, rezamos el ángelus y salimos hacia San Miguel de Salinas donde nos espera el párroco saliente. Mi GPS dice que estamos a noventa y piquito kilómetros de allí y que el viaje va a durar cincuenta y pico minutos. Rezamos los misterios gozosos (gososos, según el diácono) y observo -con goso- que mi Ford Fiesta está mucho más limpio que los demás coches.
12:35 Terminamos de rezar los misterios gozosos.
-Don José Mario.
-Dígame, Padre.
-Cómo imagina usted al párroco saliente de San Miguel.
-¡Uy, Padre!,  no quiero ni pensarlo. Imagino que tendrá muy mal humor.
-Podríamos hacer una cosa.
-¿Qué Padre?
-Cuando lleguemos a Salinas yo me quedo en el coche y usted se presenta como el nuevo párroco.
-Ahora sí me hiso reir, Padre.
-¿No se atreve?
-¡Uy, no, Padre!
-¡Cobarde!
13:00 Entramos en San Miguel de Salinas. Calculo que el noventa por ciento de las palmeras de la zona ha perecido a causa del Picudo Rojo -creo que se llama así-. Da mucha penita verlas todas desmochadas. Aparco mi lujoso Ford Fiesta en el único sitio que hay cerca de la iglesia. Se trata de un solar polvoriento y mi Ford Fiesta se cubre de polvo. Esto me contraría no poco. Sin embargo, acostumbrado como estoy a controlar mis emociones, ni siquiera el diácono -que me está espiando para ver si hago muecas raras- puede advertir en mi rostro signo alguno de turbación.
13:10 Con mi Nokia lanzo una llamada al párroco saliente.
-Dígame.
-Buenos días. Soy Javier Vicens. Estoy pasando ante el café Real, cabe la torre de la iglesia, creo.
No bien he terminado de decir esas palabras cuando un grito que oigo por el teléfono y por encima de mi cabeza, me deja paralizado. Mi rostro no refleja la agitación que, en mi pecho, provocan los latidos -apresuradísimos- de mi corazón. El diácono, en cambio, tiene el rostro demudado.
Por una ventana que se abre a unos tres metros de altura justo encima de nosotros asoma medio cuerpo -enorme- de un ser humano ciclópeo y gesticulante:
-Aquiiiiii -grita agitando los brazos- aquíiiiiiiiiiiiiiii.
-Vámonos, Padre -dice el diácono-. Es como yo lo imaginaba. Tiene muy mal humor. No es sitio para nosotros, Padre.
-Repóngase don José Mario.
13:12 Entramos en la iglesia de San Miguel y vemos -a la derecha- el Sagrario. Vamos hacia él y nos arrodillamos. Basta una breve estación ante el Sagrario para saber que no hay nada que temer en San Miguel de Salinas.
13:15 Don José Mario y yo entramos en la sacristía-despacho de San Miguel. Inmediatamente identifico al párroco entre las seis personas que están allí. Lo identifico por su estatura descomunal. Voy a darle la mano y me da un abrazo. Mi rostro no refleja emoción alguna.
Don José Mario -a su pesar- también es abrazado por el párroco saliente. Y empiezan las presentaciones. Acompañan al párroco saliente cuatro amables señoras y un caballero. El gigante saliente me mira a los ojos y comprendo quie no está haciendo una presentación cortesana sino algo así como una recomendación:
-Esta es X. Lava los corporales mejor que cualquier monja de clausura.
Doña X tiene uno de los rostros más amables que he visto en mi vida y me mira sonriéndome con los ojos.
-Este es A. Lleva el grupo de postconfirmación. Es profesor.
Don A está allí mirándome como un niño. De hecho va con pantalones cortos.
-Esta es F. Tiene las llaves de todo y lo organiza todo bajo las órdenes de María que está a su lado. Fíjate bien en María porque ella es el Alma Mater de la Parroquia.
Me fijo en María. Está deshecha en lágrimas. No necesito más para saber que ama mucho al párroco saliente.
-Esta es...
Me quedo sin saber quien es la última señora porque María llora sin disimulo y me distrae su llanto. El párroco saliente empieza a hablar de mí.
-Me han preguntado que cómo es el nuevo cura. Les he dicho que no lo sé. Cuando lo conocí -hace años- era un cura excelente. Pero todos cambiamos. No siempre cambiamos a mejor...
En ese momento me pregunto qué diablos querrá decir el cura saliente y dónde querrá ir a parar. 
-... esperemos que haya cambiado a mejor. 
Estoy por preguntarme cómo se puede cambiar de excelente a mejor, cuando toma la palabra F.
- Verá usted. Aquí al cura solamente le pedimos que no alborote.
Todos asienten y me miran con cariño. María saca un pañuelo y da rienda suelta a su desconsuelo. Me toca hablar a mí. Carraspeo. Miro al cura saliente y le digo:
-La verdad, amigo mío. es que su cara no me suena nada y temo que me confunda usted con alguno de los curas excelentes que conoció usted en su infancia.
Justo en ese momento María prorrumpe en sonorísimo llanto. Naturalmente callo. Todos miramos a María. Luego todos me miran a mí como si fuera yo el culpable del sonoro llanto de María.
Yo dejo aquí mi cuento. Continuará mañana si Dios quiere porque queda por contar todo lo referente a la comida y a la visita a Torremendo. Convendrán ustedes conmigo en que todo es muy confuso.